lunes, 27 de octubre de 2014

Seis escalones de autoayuda

Primer escalón: deepities. Las frases que uno escribe en Twitter o se pone en los estados de WhatsApp. «Todos los triunfos nacen cuando nos atrevemos a comenzar». «Cada mañana puedes optar por seguir soñando o levantarte y luchar por ellos». «Haz lo que te dé la real gana pero que te haga feliz». Ya en su momento le dedicamos algunas palabras a este tipo de afirmaciones obvias que no son particularmente informativas ni verdaderamente profundas. El filósofo Daniel Dennett se refiere a ellas con el término deepities:
A deepity is a proposition that seems both important and true—and profound—but that achieves this effect by being ambiguous. On one reading it is manifestly false, but it would be earth-shaking if it were true; on the other reading it is true but trivial. The unwary listener picks up the glimmer of truth from the second reading, and the devastating importance from the first reading, and thinks, Wow! That’s a deepity.
A pesar de su banalidad, no hay que subestimar el valor de que a uno le recuerden lo que es obvio. Aquellos a quienes se les retiró la lactancia intelectual prematuramente pueden encontrar trascendente lo que para otros es evidente. Pero también las personas más inteligentes, aquellas que pueden verse perdidas en océanos de información y detalles, pueden necesitar que se les recuerde lo más básico y manifiesto.

Segundo escalón: El Alquimista. Un conjunto de deepities hilados en forma de historia breve y recogidos en un pequeño libro. El secretoEl monje que vendió su Ferrari. ¿Quién se ha llevado mi queso? La buena suerte. Jorge Bucay. Paulo Coelho, a quien Pérez-Reverte se refirió en una sátira al más puro estilo revertiano:

Busco al maestro, le digo mientras recobro el resuello. ¿A qué maestro?, me interroga a su vez, enigmática. ¿Al maestro Marina o al maestro Coelho? Y entonces comprendo la lección. Quien cree tenerlo claro, lo tiene oscuro. Y viceversa. Llego, por fin, a un monasterio de lamas. Y lo hago -lo noto en mi corazón- repleto de una sabiduría que te cagas. Allí, dándole vueltas a una carraca mientras pronuncia infatigable los nueve mil millones de nombres de Dios, encuentro a un hombre de mirada tranquila y canas venerables, que transmite paz y felicidad con la misma naturalidad con que Gaspar Rosety retransmite el partido del domingo. Cuéntame, maestro, digo. Cuén-ta-me lo que pa-só. Y entonces, el hombre responde: «Un viejo místico iraní se tomaba una caña en un bar de París cuando un rey y un visir que pasaban por allí le preguntaron: ¿Por dónde se va a Cáceres, si nos hace el favor? Y el viejo místico respondió: andes lo que andes, no andes por los Andes». Eso dice el de la carraca, y la sabiduría ilumina mi corazón. Y comprendo que puedo seguir llenando esta página otros diez años más. Por lo menos.
Son libros de doble satisfacción. De un lado, satisface nuestro apetito espiritual con un piscolabis de fácil deglución y digestión. De otro, calma nuestra sed de narrativa. Somos, ya lo decía MacIntyre, «animales que cuentan historias».

Foto de Jeremy Fernsler
Tercer escalón: consejos vendo. Fulgencio Geovidis ha alcanzado la paz interior, o la felicidad o el éxito, y escribe un libro para difundir su método. Cómo ganar amigos e influir en las personas. Los siete hábitos de la gente eficazSecretos de una mente millonaria. Siempre el mismo patrón: John Smith, de Iowa, era un pobre y desgraciado infeliz, miserable, desdichado y angustiado despojo humano cuya vida cambió radicalmente tras aplicar el método de Fulgencio. Casi inmediatamente se volvió más alto, guapo, listo, fuerte y rico. Logro la iluminación, le creció la jilla y aumentó su recuento de esperma. Chim-pon.

Cuarto escalón: life hacking. Remedios simples, basados en alguna prueba empírica, a problemas complejos. 59 segundos. Influencia: ciencia y práctica. Experimentos de psicología tomados por separado. Bakadesuyo.

Quinto escalón: psicología pop. La auténtica felicidad. Inteligencia emocional. Tus zonas erróneasTropezar con la felicidadAprenda optimismo. Busca en tu interior. La curiosidad superficial acerca de los últimos descubrimientos de la ciencia. Recetas y sistemas basados en la investigación. El conocimiento incompleto que lleva a conclusiones equivocadas o comportamientos absurdos. También la incertidumbre acerca de las corrientes enfrentadas y las teorías opuestas.

Sexto escalón: filosofía. La hipótesis de la felicidad. The Antidote. La conquista de la felicidad. Los clásicos, los pesos pesados: estoicos, Aristóteles, Bentham, Mill, Kant. Pensamiento crítico, de naturaleza escéptico. Asumir que no hay soluciones de talla única que tengan sentido para todo el mundo en todo momento, sino que depende de la circunstancia propia. Darse cuenta de que no hay respuestas definitivamente correctas, sino únicamente buenas direcciones. La certeza es cosa de necios. El escalón donde su uno se topa con los problemas epistemológicos de la psicología y comprende por qué su vida no ha cambiado a pesar de sus esfuerzos: el sesgo de publicación, el sesgo WEIRD,  el problema de la replicación de los resultados. Darse cuenta de que un resultado estadísticamente significativo no tiene por qué ser significativo en la práctica.

Y la búsqueda de significado. Alzarse por encima del vello de la espesa piel del conejo blanco. Entender que nuestras preocupaciones son parte de nuestra identidad y tal vez no debamos simplemente deshacernos de ellas. Comprender que hay ocasiones en que es mejor ver el vaso medio vacío, que dicha perspectiva también es valiosa. En definitiva, preguntarse y tratar de descifrar, como decía nuestro amigo Luis Tarrafeta en su blog, «cómo te aporta sentido -a ti- el puto vaso».

lunes, 20 de octubre de 2014

La muerte del webmaster

Hubo una época, allá por el cambio del siglo, en la que crear una página web era sinónimo de hombre orquesta. Por aquel entonces uno solía construir su propio ordenador al gusto, instalar su sistema operativo favorito, configurar la conexión a internet, montar el software de su servidor web, picar el código HTML, registrar su dominio y, finalmente, ponerlo a disposición del público. De principio a fin, aquel que tenía los conocimientos necesarios (no eran muchos) se lo guisaba y se lo comía. Hablo de aquel tiempo en el que a los estudiantes universitarios de informática se les sacaba de la facultad para trabajar por suculentos salarios, la era de las puntocom, el periodo en el que proliferaron aquellas páginas que rezaban «bienvenido a mi página web», lucían un contador de visitas y mostraban los gifs de «en construcción».

Foto de anyjazz65
Quince años después la cosa es bastante diferente, claro. Hoy ni siquiera hace falta tener ordenador para tener presencia en la world wide web, basta con una tablet o un smartphone. La conexión a internet en el mundo desarrollado se ha vuelto tan habitual como el agua potable que sale del grifo y las páginas personales han dado paso a los perfiles en redes sociales. Aquellos que aún quieren tener un sitio propio cuentan con cientos de servicios (Blogger, Wordpress, Tumblr, etcétera) que les permiten poner su proyecto en marcha sin necesidad de saber nada de código gracias a sus editores estilo Microsoft Word. El coste de entrada a eso del internet se ha reducido sustancialmente en apenas una década.

Antes, como digo, una sola persona podía hacerlo todo. Se era a la vez administrador de sistemas, programador, diseñador y publicista. Conforme la tecnología fue avanzando la complejidad aumentó, haciendo que cada vez fuera más complicado para un solo individuo cargar con todo el trabajo. En pocos años el desarrollo web entró en lo que Atul Gawande llama la fase B-17 (el énfasis es mío):

Una pequeña multitud de mandamases militares y ejecutivos de la industria contemplaba cómo el avión de prueba Model 299 rodaba por la pista de despegue. [...] El avión rugió sobre el asfalto, despegó con suavidad y ascendió abruptamente hasta alcanzar los noventa metros de altura. Después entró en pérdida, giró sobre un costado, se estrelló y explotó en llamas. Dos de los cinco miembros de la tripulación murieron [...].
La investigación posterior puso de manifiesto que no se había producido ninguna avería mecánica. El accidente se debió a un «error del piloto», decía el informe. El nuevo avión, mucho más complicado que aparatos anteriores, exigía que el piloto prestase atención a los cuatro motores [...], al tren de aterrizaje retráctil, a los alerones, al compensador [...] y a las hélices de velocidad constante [...]. El modelo Boeing fue considerado, en palabras de un periódico, «mucho avión para que lo pilotara un solo hombre».
[...] Finalmente, el ejército compró casi trece mil de aquellos aparatos, a los que apodó el B-17. Y, dado que entonces ya era posible pilotar aquel mastodonte, durante la Segunda Guerra Mundial el ejército contó con una superioridad aérea decisiva que posibilitó su devastadora campaña de bombardeo a lo largo y ancho de toda la Alemania nazi.
Gran parte de nuestro trabajo ha entrado en la acutalidad en su propia fase B-17. El trabajo de los diseñadores de software, los agentes financieros, bomberos, policías, abogados y, desde luego, los médicos, es ahora demasiado complejo para llevarlo a cabo confiando únicamente en la memoria. Una pléyade de profesiones, en otras palabras, se ha convertido en «demasiado avión para que lo pilote una sola persona».
Cuando la faena es demasiada carga para una sola persona no queda otra opción, mal que le pese a las empresas, que dividirla entre varios. Esto tiene como resultado que se añaden nuevos puestos de trabajo a la economía (el énfasis es mío):

In 1980 there was no Internet or cell phone network, most people did not travel by air, most of the advanced medical technologies in common use today did not yet exist, and only a minority attended college. In the areas of communication, transportation, health, and education, the changes have been profound. These changes have also had a powerful impact on the structure of employment: when output per head increases by 35 to 50 percent in thirty years, that means that a very large fraction—between a quarter and a third—of what is produced today, and therefore between a quarter and a third of occupations and jobs, did not exist thirty years ago.
Así, hoy día la creación y mantenimiento de sitios webs de cierta enjundia se reparte entre administradores de sistemas (montan la infraestructura de servidores), ingenieros de redes (encargados de las comunicaciones), programadores de backend (lidian con tareas en el lado del servidor), programadores de frontend (responsables de lo que ve el visitante de la página), diseñadores (logos, esquemas de colores, etc.) y community managers (los que se pasan todo el día en Twitter y Facebook) entre muchos otros. Cuanto mayor sea la empresa de la que hablamos, mayor es la especialización. A escala Google, Amazon o Facebook los roles se cuentan por cientos (se suman seguridad, almacenamiento, análisis de datos y, sobre todo, muchos mandos intermedios). Esta división del trabajo tiene la ventaja principal, como seguramente les enseñaron en la escuela a través del ejemplo de las fábricas de Henry Ford o el fabricante de agujas de Adam Smith, de aumentar la productividad (salvo en el caso de los jefes), lo cual teóricamente es estupendo para el consumidor, que obtiene más por menos dinero, y para el dueño de la empresa, que gana más. Sin embargo, como veremos a continuación es terrible para el trabajador.

Vivimos en la era del superespecialista, un periodo de la historia en el que muchos profesionales sabemos cada vez más sobre cada vez menos. «El especialista», escribía Ortega y Gasset a principios del siglo XX, «"sabe" muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto»:

No es sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es "un hombre de ciencia" y conoce muy bien su porciúncula de universo». Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio.
Convertirse en el típico cuñado enteradillo que todo lo sabe y salmodia contra quienes no comparten su punto de vista es bastante malo de por sí, pero hay otros muchos efectos perniciosos de la especialización. Los empleos creados, por ejemplo, no duran para siempre. Conforme el trabajo se divide en pequeños conjuntos de tareas cada vez más acotadas, más se abre la puerta a la automatización. Es cuestión de tiempo que muchas de las labores de las que les he hablado acaben siendo hechas enteramente por máquinas.

La división del trabajo tiene también su coste humano en forma de cargas psicológicas. El empleado ha de lidiar con el aburrimiento de enfrentarse siempre a los mismos problemas y con la alienación señalada por Karl Marx ya en 1844. En su momento nos referimos a ella cuando bosquejamos la dificultad que algunos tenemos para encontrar significado en lo que hacemos al estar enfocados en un cometido muy concreto y carecer de una visión de conjunto. Son relevantes a este respecto las observaciones del psicólogo e investigador Dan Ariely:

Opino que la división del trabajo es uno de los peligros de los trabajos que dependen de las tecnologías. La infraestructura moderna de las tecnologías de la información nos permite dividir los proyectos en partes ínfimas, muy diferenciadas, y asignarle a cada persona sólo una de las partes. Al hacerlo, las empresas corren el riesgo de menoscabar el sentido de conjunto, la comprensión de los objetivos y el sentido de los logros de los empleados. El trabajo muy especializado podría ser eficiente si las personas fueran autómatas, pero dada la repercusión de la motivación y el sentido personales en nuestros quehaceres y nuestra productividad, esta opción puede ser desastrosa. A falta de sentido, los trabajadores especializados pueden sentirse como el personaje de Charlie Chaplin en Tiempos modernos que, como estaba condenado a los engranajes y los piñones de una fábrica, era incapaz de entregarse en cuerpo y alma a su trabajo.
No obstante, después de una década dando el tajo el hecho que encuentro más oneroso es la trampa vital que a menudo supone el trabajo especializado, algo de lo que hablaremos en un próximo artículo.

lunes, 13 de octubre de 2014

Adaptarse o morir

Hace un tiempo hablábamos del inevitable cambio, ese cambio que experimentamos sin apenas darnos cuenta con el paso de los años y el peso de la experiencia. Hoy hablaremos de aquellos cambios de dirección capaces de dar un giro a una vida u organización.

Por defecto la mayoría de nosotros es resistente al cambio en mayor o menor medida, ya que nos encontramos más a gusto en nuestra zona de confort, zona de la que nos cuesta salir y más aún hacer que salgan otros. Frases como «no me apetece», «no lo necesito», «me canso solo de pensarlo», «otro día»... son algunas de las que nos solemos decir a nosotros mismos ante la visión de un nuevo reto.

Si habéis visto la película Trabajo Basura es probable que os identifiquéis con esta frase:
Ever since I started working, every single day of my life has been worse than the day before it. So every day you see me, that's on the worst day of my life.
Conozco gente que podría opinar lo mismo, incluso seguro que muchos de vosotros os sentís identificados de alguna forma. Al fin y al cabo el trabajo lo es todo. Controla tu felicidad dentro y fuera del mismo.

Foto de allison
Ante esta situación tenemos dos opciones, asimilarlo o cambiarlo. Si optamos por la primera es probable que sea la solución más cómoda para nosotros pero ¿cuantas veces a lo largo de la vida nos arrepentiremos de no haber hecho algo cuando hemos podido? Está claro que la situación actual no nos permite muchos malabarismos laborales y todos sabemos que, por desgracia, pasada una edad ya no es tan fácil empezar de cero en otra especialidad. Lo que es una pena porque desde mi punto de vista sería la solución a la desidia que acaba por apoderarse de la mayoría de nosotros después de años en lo mismo.

Ante esto y, una vez enfrentados a la vida laboral, debemos elegir lo que nuestro corazón nos dice que será lo menos malo a largo plazo (siempre siendo realistas con nosotros mismos). De esta forma se podrán dar las siguientes opciones:

  1. Ya hacemos exactamente lo que queremos seguir haciendo pero aún hay mucho que aprender.
  2. No hacemos exactamente lo que nos gustaría pero estamos dentro del campo profesional adecuado. 
  3. Estamos en un campo profesional diferente y queremos cambiar completamente.

En el primer punto queremos seguir creciendo dentro de nuestra especialidad, ya que seguramente, como en la gran mayoría, haya un largo camino por recorrer dentro de la misma. En ese caso la experiencia nos proporcionará buena parte del camino por sí misma, pero si queremos llegar a abarcar lo máximo posible no será suficiente. Para ello se debería dejar un pequeño porcentaje del día a asimilar nuevos conceptos o practicar con situaciones que sabemos que no nos encontramos habitualmente pero que por nuestra posición es muy probable que un día tengamos que aplicarlo y estar preparados. Algo así como un aprendizaje en forma de X, con varios caminos posibles pero un centro común.

En el segundo punto el aprendizaje sería similar pero con forma de Y. Un camino principal que poco a poco se ha de ir bifurcando en busca de conocimientos más específicos sobre lo que queremos llegar a hacer, pero sin abandonar nunca el que es nuestro principal sustento (mientras lo siga siendo al menos).

En el tercero se asemejaría más a una T, ya que tenemos un camino del que no podemos prescindir pero pretendemos dar un cambio completo. Este es el más complejo de todos ya que sería el único caso en el que todo aquello que podamos aprender no solo no nos aportará nada a nuestra actual labor, sino que además requeriría de una mayor dedicación por nuestra parte.

La idea es, con apenas unos minutos al día, mantener el movimiento en nuestra cabeza de técnicas, ideas o conceptos que eviten el estancamiento y el miedo a enfrentarse a algo nuevo cuando llegue el día. Que siempre llega.

lunes, 6 de octubre de 2014

Recuerdos de otra vida

Todavía conservo algunas notas de aquel entonces. Teresa, muñeca rota. Masaje miofascial y movilizaciones. Antonina, cicatriz retráctil, corte del nervio cubital y de los flexores profundos. Movilizaciones, mesa de manos, hielo. Susana y Mercedes, sendas cervicodorsalgias. TENS, ejercicios de aplanamiento de lordosis cervical. Encarnación, hombro. TENS, Codman, autopasivos y hielo. Inés, artrosis de rodilla. TENS y ejercicios con el rulo. Jesús, muñeca rota. Movilizaciones resistidas, tracciones, mesa de manos, TENS estimulador y hielo. Además de estas notas también conservo una fotografía de aquella época. Sergio, Samuel, Jorge, Layla y un servidor junto a una de las fisioterapeutas más simpáticas del hospital, Sonia, todos sonrientes con el uniforme blanco. En aquella época mis compañeros y yo frisábamos los veinte años. Teníamos aún toda la vida por delante.

Foto de Christos Tsoumplekas
No recuerdo la cara de ninguno de los pacientes que aparecen en mis notas, ni los nombres de otros
cuyas historias sí. Estaba, verbigracia, aquella chica de catorce años con la palabra «genio» escrita en la frente, que una noche tuvo la feliz idea de subirse en una motocicleta junto con otras tres amigas. Un coche las embistió lateralmente y le partió la pierna a aquella niña por tres sitios. Fue una fractura abierta, con el fémur a la vista sobresaliendo del pantalón vaquero que había rajado. También teníamos a aquel hombre que trabajaba en una cantera y a quien le había caído en el pie un bloque de piedra gigante, aplastándole la extremidad; su radiografía parecía una pantalla de Tetris dibujada por un Pablo Picasso hasta las trancas de Red Bull. El pie despedía un olor fétido capaz de matar a mil elfos, no por el accidente sino por falta de higiene personal. La fisioterapeuta al cargo se vio en la delicada situación de decirle educadamente que si no venía duchado no habría más terapia manual.

Me acuerdo también de una mujer de Europa del Este, morena, pelo corto y piel nívea, que aquel día volvió a casa con el lomo del color de los turistas ingleses en Benidorm. Me preocupaba que le hubiéramos puesto el microondas demasiado fuerte y así se lo hice saber a mi tutora. «Es normal, no te preocupes», me dijo. El caso es que si hubo quemadura la mujer no se quejó, aunque tampoco estaba muy seguro de que hablara nuestro idioma. Tras mandarla a casa me fui a atender a una señora a la que acababan de operar del túnel carpiano y cuya cicatriz necesitaba tratamiento. Me preguntó «¿tú crees que esto quedará bien, como antes?». Le dije que sí, aunque en realidad dudaba bastante de que fuera el caso. Tenía también un paciente de unos treinta y cinco años que era ingeniero de telecomunicaciones y que me contaba chistes machistas, un taxista al que una vez apuñalaron en el cuello, un exfumador que casi no podía hablar tras habérsele sido extirpado un trozo del pulmón por un tumor, y un tipo del que todo el mundo sospechaba que solo se quejaba para prolongar su baja laboral.

A otras personas de las que conocí por aquel entonces sí que las recuerdo bien. Felicidad era una anciana octogenaria que en nada hacía honor a su nombre. Venía a rehabilitación a fortalecer la rodilla tras la colocación de una prótesis. Estaba sola. Su marido había muerto de un infarto cerebral el año anterior. Sus hijos tampoco estaban con ella, aunque no recuerdo la razón. Felicidad había sido operada muchas veces para extirparle diferentes órganos o trozos de órgano que habían sucumbido. También llevaba una prótesis de cadera. Vestida siempre de negro, no olvidaré la vez que me cogió  la mano tras colocarle el TENS en la rodilla. Aunque lo habitual es colocarlo y marcharse a ver a otro paciente, no pude dejarla. Me quedé con ella, de pie a su lado, sujetando su mano en silencio. Tumbada en la camilla, me había contado parte de su vida y una lágrima había resbalado por su mejilla, igual que le ocurre a mi abuela materna cuando habla de su difunto marido.

De todos los pacientes, los ancianos solían ser los más agradables. Uno de ellos incluso me dio el aguinaldo cuando se acercaba la navidad. Lo hizo a la manera en que los abuelos dan dinero a sus nietos, esto es, con el mismo disimulo que si estuvieran pasando droga. Este hombre había sido camionero y también estaba con nosotros por su prótesis de rodilla. Me contó que una vez se quedó sin frenos en una bajada y que, viendo que se dirigía directo hacia las casas de un pueblo, se lanzó con el camión fuera de la carretera, con la mala suerte de que en lugar de arcén había un barranco. Por fortuna no tuvo heridas graves.

A algunos pacientes se les llegaba a conocer realmente bien, pues ciertas rehabilitaciones pueden durar más allá de un año. Jesús, verbigracia, fue una de las primeras personas a las que atendí en mi primer año. Se había quedado hemipléjico tras un accidente cerebrovascular. La primera vez que mi compañero y yo le tratamos lo traían en silla de ruedas y nuestro cometido era trabajar para que fuera capaz de levantarse y sostenerse inmóvil de pie. Al año siguiente, yo andaba por la sala cuando le vi entrar andando por su propio pie. Aún debía sujetar el brazo afectado con el brazo sano pero era capaz de sentarse, levantarse y andar sin ayuda. No podías sino pensar que su recuperación era asombrosa.

Otra de las habituales era Encarni, una anciana muy salada cuya presencia iba siempre precedida de cierta algarabía. «¡Buenos días! ¡buenos días!», gritaba por todo el pasillo y la sala mientras la transportaban en la camilla. Vivía en un pueblo de la España profunda, bastante lejos del hospital. Siempre venía vestida con su delantal, que mudaba según la ocasión. «Mira qué delantal llevo hoy, niña. Es nuevo», le decía a nuestra tutora mientras le daba algo de vuelo a la prenda. Encarni también era hemipléjica, y además había desarrollado anosognosia, un trastorno por el cual el paciente niega su enfermedad. Con frecuencia se golpeaba la pierna paralizada con la pierna sana mientras gritaba «¡es esta cabrona, que no quiere moverse! ¡Venga!». Un día vino el ortopeda para colocarle un alza que le habían preparado con el objetivo de corregir su genuvalgo, pero resultó no ser de su talla y el efecto no fue muy bueno. Aquel día se le notó la desilusión en la cara. «Ella pensaba que iba a ser ponerse el alza y empezar a andar», nos dijo nuestra profesora. Por supuesto quedaba mucho tiempo para eso, si es que llegaba a pasar.

Además del trabajo en el gimnasio nuestra labor incluía visitas a pacientes ingresados en planta. Estaba aquella anciana a la que le dimos un andador y a la que tuvimos que frenar, pues poco menos que se puso a correr con el artefacto. Era uno de esos pacientes con exceso de motivación que pueden hacerse daño. Frente a ella estaba aquella otra mujer de mediana edad que se había fracturado el tobillo y que iba a necesitar muletas una temporada, a la que había que poner un plan de ejercicio que fortaleciera los músculos que iban a soportar su peso durante ese tiempo. Desgraciadamente, esa mujer estaba cansada antes de empezar. Solo hizo unas extensiones de brazo con una botella de agua y ya se quejaba, jadeando con los ojos cerrados como si hubiera escalado el Kilimanjaro. «Estoy muy cansada, estoy muy cansada». Rendida antes de empezar. Su aspecto y su actitud me recordaban a mi madre.

Fue en estas visitas por las plantas del hospital donde vi a los pacientes que más me impactaron. Eduardo era un anciano al que habían operado del cerebelo y que no podía comunicarse, únicamente emitía un gemido gutural inquietante. Nuestra tarea era levantarle de la cama, dar una vuelta con él por el pasillo y volver a acostarle. Era uno de esos casos que te hacía plantearte todas esas cuestiones sobre una vida digna de ser vivida. A pesar de lo malo de su estado aún era capaz de entendernos. «Abra los ojos, Eduardo», le repetía mi tutora una y otra vez mientras andábamos. Entre las muchas funciones de las que había perdido el control estaban los párpados, que se le cerraban sin que él se diera cuenta de que no veía. Claro que siempre hay otro que está peor. José era un paciente de la unidad del dolor que estaba literalmente en las últimas. Padecía un cáncer de huesos que se le había extendido por todo el cuerpo y estaba conectado a una unidad de morfina bajo demanda. Tenía los antebrazos llenos de tatuajes, ya azulados por el paso del tiempo: una sirena, un ancla y un corazón. La primera vez que fuimos a verle no pudimos tratarle, no recuerdo por qué. Solo hubo una breve charla con algunos miembros de su familia.

Parafraseando a Cees Noteebom, el recuerdo es como un gato que se tumba donde le place. Deambula de forma pseudoaleatoria y se comporta de manera algo impredecible, siempre sin hacer caso a nuestras órdenes. Guarda recuerdos intrascendentes sin saber por qué, olvida cosas que uno preferiría no olvidar y saca a la luz estas viejas memorias ahora, más de diez años después. «La memoria autobiográfica», escribe Douwe Draaisma, «es al mismo tiempo un libro de los recuerdos y un libro del olvido». Y prosigue:

Es como si dejáramos los apuntes de nuestra vida a cargo de un secretario díscolo con intereses propios, que registra minuciosamente lo que preferiríamos olvidar mientras que, en momentos de gloria, hace como si estuviera escribiendo diligentemente cuando, en realidad, ha enroscado disimuladamente el tapón de la estilográfica.
Es casi una obviedad decir que aquello que recordamos influye parcialmente en nuestra personalidad. Me pregunto en qué medida las cosas que no recordamos nos hacen ser quienes somos, si esas vivencias olvidadas dejan en nuestro interior algún eco que resuena en el presente a pesar de que ya no guardamos el recuerdo en sí. Me pregunto si alguno de esos pacientes cuyo nombre y problema ya no recuerdo todavía influye en algo de lo que pienso o hago, perdurando como vagas reminiscencias de aquella otra vida que dejé atrás.