lunes, 27 de febrero de 2017

Software

En informática, la palabra hardware se refiere a aquello que cuando no funciona puede ser golpeado, como la pantalla, el ratón o el teléfono, mientras que el término software hace referencia a aquello que cuando deja de funcionar solo puede ser maldecido (programas como el navegador web o el procesador de textos de turno).

Al principio, el negocio estaba en el hardware. IBM, Hewlett-Packard, DEC y otras compañías por el estilo fabricaban distintos tipos de ordenadores que proveían con un sistema operativo básico para poder ser utilizados. La clave del éxito de Microsoft fue, se supone, pensar que el negocio estaba en realidad en el software. En su trato con IBM a principios de la década de 1980, Microsoft retuvo la propiedad de su sistema operativo, vendiendo en su lugar licencias para su uso. A los directivos de IBM aquello no les importó porque sus ingresos venían de vender máquinas, no sistemas operativos o programas. La trayectoria de ambas compañías desde entonces es de sobra conocida.

Originalmente, el software era diseñado como un complemento al hardware y, en consecuencia, era definido por este último, teniendo que adaptarse el primero al segundo. Con los años la relación se invirtió y ahora es el software el que define al hardware. Quizá se entienda mejor con un ejemplo sencillo. En el modelo de los 80, para poder tener WhatsApp uno debe comprar un teléfono concreto. En el modelo actual, si en un teléfono no se puede instalar WhatsApp dicho producto está condenado.

Imagen de Kovah
Las empresas que nacieron durante la burbuja de las puntocom aún tenían que invertir necesariamente en hardware para ofrecer sus servicios, esto es, comprar servidores. Actualmente, eso ya no es necesario. Desde que Amazon lanzara sus servicios de infraestructura como servicio (y otras muchas empresas como Google se lanzaran a ese mismo mercado) es posible alquilar ordenadores virtuales con distintas capacidades a unos pocos céntimos por minuto. Sobre esa infraestructura virtual se han ido desarrollando nuevos modelos de negocio basados en nuevas abstracciones hasta llegar hasta un servicio como este, Blogger, un software-as-a-service (SaaS) que nos permite hacerlo todo (en este caso, publicar un blog) sin gastar más dinero que el necesario para comprarnos un ordenador desde el que trabajar.

«El software se está comiendo el mundo», escribió el ingeniero e inversor de Silicon Valley Marc Andreessen en el verano de 2011. Se refería al hecho de que empresas principalmente fabricantes de hardware como HP y Motorola estaban languideciendo mientras que firmas cuyo núcleo de negocio era el software (Google, Facebook) iban en ascenso. Según él, este segundo tipo de empresas se irá apropiando de un sector cada vez mayor de la economía:

My own theory is that we are in the middle of a dramatic and broad technological and economic shift in which software companies are poised to take over large swathes of the economy.
More and more major businesses and industries are being run on software and delivered as online services—from movies to agriculture to national defense. Many of the winners are Silicon Valley-style entrepreneurial technology companies that are invading and overturning established industry structures. Over QuickHoney QuickHoney the next 10 years, I expect many more industries to be disrupted by software, with new world-beating Silicon Valley companies doing the disruption in more cases than not.
Allí donde algo que se hace mediante hardware se puede cambiar para ser hecho mediante software se obtienen grandes beneficios en cuanto a flexibilidad, velocidad y gestión. Consideremos la red de telefonía. En sus inicios, para conectar los teléfonos entre sí era necesario conectar físicamente los circuitos; esa era la función de las operadoras. Hoy día, la voz se transmite en forma de paquetes de datos, a veces por esos mismos circuitos, a veces por otros nuevos y más modernos. Lo importante es que ya no es necesario operar en el mundo físico: basta con utilizar un software al uso para poner en contacto a los interlocutores, registrar sus llamadas y hacerles llegar la factura a fin de mes automáticamente. Flexible, rápido, escalable y más rentable.

La infraestructura como servicio de Amazon que he mencionado antes es otro ejemplo de un software reemplazando tareas en el mundo físico. Hace veinte años, montar un servidor web implicaba comprar un ordenador, enchufarlo y conectarlo a internet mediante un módem. Montar dos servidores conllevaba el doble de coste y de trabajo, y conectarlos entre sí suponía tener que comprar más cacharros para ello (y otros tantos para tener cierta protección ante ataques informáticos). Ahora, por el contrario, con los servicios de computación en la nube conectar varios servidores entre ellos y a internet es tan fácil como hacer unos pocos clics en una interfaz web.

Esta flexibilidad, unida a su bajo coste, es lo que ha permitido a empresas como Uber, Airbnb y otras por el estilo su éxito. Los servidores virtuales son la base sobre las que las estas aplicaciones para móviles ofrecen unos servicios que no eran posibles hasta que el software ha empezado a devorar el mundo. El auge de estas nuevas compañías basadas en software y la paulatina desaparición de los modelos tradicionales implica que el ciclo se alimenta a sí mismo.

Desde hace unos años existe un movimiento en el sector tecnológico que equipara la programación (esto es, la creación de software) a la alfabetización, y propone que todo el mundo aprenda a programar. Personalmente, dudo que la propuesta tenga éxito a la larga, de la misma forma que no todos hemos acabado siendo mecánicos (salvo nuestros cuñados) a pesar de estar rodeados de vehículos. Téngase en cuenta, además, que actualmente el software hay que escribirlo (literalmente) y las máquinas son muy exquisitas con la sintaxis; sospecho que alguien habituado a una gramática del tipo «ola k ase» difícilmente puede llegar a ser un programador productivo.

Algunas personalidades del mundo de la programación, como Jeff Atwood, se han opuesto desde el principio a esta propuesta llamada «programación para todos». De todos sus argumentos quiero resaltar el siguiente: el software no es un objetivo en sí mismo. Los programas existen para solucionar problemas, no porque tengan valor intrínseco. De hecho, a pesar de la enorme importancia que tiene el código informático en el mundo moderno, su valor de mercado no ha dejado de devaluarse:

This is the Software Paradox: the most powerful disruptor we have ever seen and the creator of multibillion-dollar net new markets is being commercially devalued, daily. Just as the technology industry was firmly convinced in 1981 that the money was in hardware, not software, the industry today is largely built on the assumption that the real revenue is in software. The evidence, however, suggests that software is less valuable –in the commercial sense–than many are aware, and becoming less so by the day.
Esto ocurre porque el software en sí es cada vez más un facilitador de ciertos modelos de negocio como la economía de la suscripción de la que ya hablamos y cada vez menos un producto.

El código informático es una herramienta muy poderosa y, como suele ocurrir, sus virtudes también hacen de él una herramienta peligrosa. Permite, verbigracia, a las empresas controlarnos y manipularnos constantemente y a gran escala. Los gobiernos pueden, además de vigilarnos y extender su propaganda, aplicar cómodamente un surtido florilegio de comportamientos autoritarios, desde la censura hasta el robo. Y lo que es peor: en ocasiones pueden hacerlo sin que los ciudadanos se den cuenta siquiera. Actualmente unas pocas líneas de código pueden bastar para hacer añicos derechos que llevó siglos adquirir. Cuantos más aspectos de nuestra vida pasan a estar controlados por programas informáticos, mayores son los riesgos en este sentido.

Existen también otros peligros que no tienen que ver con nuestra naturaleza y el uso que hacemos de la tecnología, sino que son intrínsecos a la herramienta. Como ya argumenté en su día, la manera en la que hacemos software aún no es suficientemente madura, lo que hace que el producto final esté lleno de problemas de seguridad y errores de fiabilidad. Los millones de programas existentes se comunican entre sí dando lugar a complicados sistemas cuya complejidad se nos escapa, lo que hace imposible predecir su comportamiento en cada situación y, en consecuencia, valorar adecuadamente el riesgo.

Por tanto, la cuestión quizá sea ahora cuándo parar. En algún momento deberíamos darnos cuenta de que no hace falta gestionar absolutamente todo desde nuestro teléfono móvil o que no es necesario conectar nuestras ollas de cocina a internet. No poner límites podría suponer acabar devorados por el software de la misma forma que el espacio urbano acabó siendo devorado por nuestros coches, con la diferencia de que el código informático puede tener el control de muchísimas más áreas de nuestra vida.

lunes, 20 de febrero de 2017

Mateo (y IV)

Por mucho que se empeñen los teístas religiosos en hacer ver que la fe no es contraria a la razón, lo cierto es que va más allá de lo que es ordinariamente razonable, ya que implica aceptar lo que no puede establecerse como verdadero mediante el ejercicio apropiado de nuestras facultades cognitivas. De hecho, esa parece ser una característica fundamental de su propia naturaleza: tener fe significa seguir creyendo a pesar de todas las pruebas y argumentos en contra. En palabras de William James: «Faith is when you believe something that you know ain’t true».

Foto de Hamed Al-Raisi
El problema de la razonabilidad empeora cuando tenemos en cuenta que las tradiciones religiosas no solo insisten en que Dios existe, sino que además aseguran que se ha revelado a los hombres de una u otra manera, describiéndose así o asá y asegurando esto o lo otro. Por tanto, no se trata solo de que la metafísica del ser supremo haya de ser razonable, sino que también la epistemología de sus revelaciones ha de serlo; es un pack cuyos elementos no se pueden vender individualmente. Sam Harris lo caricaturiza así:

Our situation is this: most of the people in this world believe that the Creator of the universe has written a book. We have the misfortune of having many such books on hand, each making an exclusive claim as to its infallibility. People tend to organize themselves into factions according to which of these incompatible claims they accept—rather than on the basis of language, skin color, location of birth, or any other criterion of tribalism. Each of these texts urges its readers to adopt a variety of beliefs and practices, some of which are benign, many of which are not. All are in perverse agreement on one point of fundamental importance, however: "respect" for other faiths, or for the views of unbelievers, is not an attitude that God endorses.
En esta serie de artículos yo he obviado directamente los textos sagrados porque no resisten un mínimo análisis de coherencia si se quieren interpretar literalmente, mientras que si se toman como una alegoría a interpretar nos toparemos con todos los problemas que ello plantea (autoridad, significado, fiabilidad de las fuentes, etcétera).

Martin Gardner, uno de los fundadores del movimiento escéptico moderno, se definía como teísta filosófico o fideísta. En una entrevista para la revista Skeptic explicaba:

I call myself a philosophical theist in the tradition of Kant, Charles Peirce, William James, and especially Miguel Unamuno, one of my favorite philosophers. As a fideist I don’t think there are any arguments that prove the existence of God or the immortality of the soul. Even more than that, I agree with Unamuno that the atheists have the better arguments. So it is a case of quixotic emotional belief that is really against the evidence and against the odds. The classic essay in defense of fideism is William James’ The Will to Believe. James’ argument, in essence, is that if you have strong emotional reasons for a metaphysical belief, and it is not strongly contradicted by science or logical reasons, then you have a right to make a leap of faith if it provides sufficient satisfaction.
Es lo que se conoce como credo consolans: creo porque me consuela. Eso sitúa la fe religiosa al nivel de otras preferencias personales que no tienen, ni necesitan, justificación. Para el economista Robin Dale Hanson, las creencias son como la ropa: las llevamos encima por muchas razones, desde las prácticas hasta las sentimentales. Escribe:

Clothes are both "functional" and "social". Functionally, clothes keep us warm and cool and dry, protect us from injury, maintain privacy, and help us carry things. But since they are usually visible to others, clothes also allow us to identify with various groups, to demonstrate our independence and creativity, and to signal our wealth, profession, and social status. The milder the environment, the more we expect the social role of clothes to dominate their functional role.
[...] Beliefs are also both functional and social. Functionally, beliefs inform us when we choose our actions, given our preferences. But many of our beliefs are also social, in that others see and react to our beliefs. So beliefs can also allow us to identify with groups, to demonstrate our independence and creativity, and to signal our wealth, profession, and social status. 
Quizá sea por eso que soy sordo a la fe. No encuentro ningún consuelo en la creencia de un ser superior que se preocupa por mí, o en la de una vida después de la muerte. Tampoco puedo creer en algo cuando todas las pruebas apuntan en sentido contrario y violan las leyes de la lógica. En primer lugar, porque me sentiría aún más estúpido de lo que ya me siento normalmente. En segundo lugar, porque estaría renunciando a sabiendas a mi razón. Al hablar del alcohol ya mencioné que hacer eso supone dejar a un lado una de las características más salientes del ser humano (si no la definitoria) y que, según el razonamiento aristotélico, estaríamos renunciando a nuestra felicidad.

Lo cierto es que dotar a sus criaturas de ciertos bajos instintos y luego pedirles que renuncien a ellos es algo muy propio del dios retratado por las escrituras cristianas (y más aún del dios maligno del que hablamos en el artículo anterior). Añadir el ejercicio de la razón a la lista de pecados capitales pone de manifiesto que el pensamiento crítico no es algo que Dios apruebe.

La gota que colmó el vaso de mi ateísmo fue leer en una revista científica que se podían provocar sentimientos religiosos en una persona mediante la estimulación transcraneal de ciertas zonas del cerebro. Fue como cuando te explican un truco de magia: la ilusión desaparece y te das cuenta de cómo el mago ha engañado a tu cerebro. Aquello me hizo entender que Dios existe solo dentro de nuestras cabezas.

lunes, 13 de febrero de 2017

Mateo (III)

Soy de los que piensa, como Arturo Pérez-Reverte, que solo hay dos tipos de personas: hijos de puta en potencia o en vigencia. Si Dios nos hizo a su imagen y semejanza entonces deduzco que es un ser todopoderosamente malvado. Su crueldad y malignidad no conocen límites. Nos creó para torturarnos y se alimenta de nuestras lágrimas.

Para muchos, la existencia de un Dios pérfido puede parecer una proposición absurda pero, examinada de cerca, es tan sólida (o endeble) como la de un Dios amante y misericordioso. Por ejemplo, los argumentos que examinamos en el artículo anterior (la primera causa, el diseño inteligente, el argumento ontológico, las leyes naturales) nada tienen que decir acerca de la moralidad de ese creador/diseñador. Por tanto, son argumentos igualmente válidos (o, como vimos, inválidos) para sostener tanto la existencia de un Dios bueno como la de un Dios malo.

Foto de Farley Roland Endeman
Alguien podría tratar de refutar la hipótesis del Dios maligno señalando todo lo bueno que hay en el mundo: personas bondadosas, gente inmensamente feliz, naturaleza hermosa, el amor incondicional de los padres, los cuerpos sanos, esbeltos y hermosos de algunos seres humanos, la inteligencia excepcional de otros, etcétera. Si Dios fuera malvado ¿por qué iba a darnos todo eso?

Pues bien, este contraargumento es el reflejo exacto del «problema del mal» identificado por Epicuro. Si Dios es omnipotente y bueno, ¿por qué permite el mal? Quizá Dios desee eliminar el mal del mundo pero no pueda, en cuyo caso no sería todopoderoso. O quizá pueda, pero no quiera, en cuyo caso no sería amoroso. Tal vez ni quiera ni pueda, por lo que no estaríamos hablando de Dios como lo concebimos. Finalmente, es posible que quiera y pueda pero, entonces, ¿por qué hay tanto mal en el mundo?

Nuestro Dios perverso supone una paradoja similar. ¿Por qué no acaba con todo lo bueno del mundo? Lo relevante es que las mismas respuestas teológicas pueden emplearse para justificar a ambos dioses. Por ejemplo, el argumento del libre albedrío establece que el mal existe porque Dios (bueno) da a los hombres libertad. Esta libertad permite a los seres humanos hacer el bien más importante de todos, aquel del que ellos mismos son responsables. Si fuéramos meras marionetas que siempre hacen lo correcto nuestras obras no tendrían valor moral.

Pero dar libertad a sus criaturas es algo que el Dios vil también hace. Como resultado, las personas a veces contravenimos los deseos de nuestro perverso creador y elegimos hacer el bien. Por otro lado, cuando obramos mal lo hacemos libre y voluntariamente, llenando el mundo de ese tipo de mal moralmente relevante.

¿Por qué el Dios bueno y misericordioso nos hace la puñeta en la vida? Una posible respuesta es que las desgracias nos ayudan a desarrollar el carácter. El Dios maligno obra de forma parecida: nos da cosas buenas como contraste, de manera que no podamos acostumbrarnos al dolor y lo desagradable parezca aún más desagradable. Da a los demás éxitos y bienaventuranzas para provocar nuestra envidia, resentimiento, celos y frustración. Nos hace amar a nuestros hijos para que nos sintamos constantemente preocupados por su bienestar y angustiados por su pérdida. Nos proporciona cuerpos saludables a sabiendas de que con los años nos serán arrebatados para que nos torturemos pensando en la llegada de ese momento y que, para cuando finalmente llegue, nos comparemos con nuestro joven yo y nos sintamos unos inútiles.

Otra tesis habitual sostiene que Dios, en su infinita sabiduría, tiene un plan para nosotros que nuestra limitada mente no pueda entender. Esto es aplicable a Dios tanto si es bueno como si es malo. En ambos casos el resultado es que no somos capaces de entender ese plan divino que mezcla cosas buenas y malas en nuestras vidas. Dicho sea de paso, este argumento del plan pone de manifiesto la paradoja de la oración como petición. Si Dios (bueno o malo) es infinitamente más sabio y tiene un plan para cada uno de nosotros por buenas razones que solo él conoce ¿qué sentido tiene pedirle por nosotros o por los demás? ¿No estaríamos actuando como un niño que le pide a sus padres gominolas para desayunar, comer y cenar?

Cualquier defensa que se nos ocurra a favor del Dios bueno se puede utilizar para defender al Dios malvado. Nadie puede probar la no existencia del primero pero, de igual manera, nadie puede probar tampoco la no existencia del Dios malo. El Nuevo Testamento habla de Dios como un padre pero el Viejo Testamento retrata a un Dios guerrero, vengativo y cruel mientras que Alá, por lo que tengo entendido, también es un Dios guerrero (de hecho, sería propio de un Dios maligno convencer a los hombres de distintas encarnaciones suyas que chocaran para provocar el conflicto entre ellos). Los milagros que versan sobre curaciones o salvamentos inexplicables se pueden contrarrestar con relatos de enfermedades y muertes súbitas. Las posesiones demoníacas se contraponen a las placenteras experiencias místicas. Etcétera.

La única forma de echar por tierra la hipótesis del Dios maligno es renunciar al Dios benévolo argumentando, verbigracia, que Dios es un ser inefable que no podemos comprender, o una energía (signifique eso lo que signifique), o Gaia, o cualquier otro retrato difuso y vago. En todos estos casos nuestra ausencia de comprensión hace que no nos esté permitido etiquetar moralmente las intenciones de dicho ser. O bien, podemos asumir que la idea de un Dios maligno es absurda y, por equivalencia, la de un Dios benévolo también lo es.

(Me topé con la hipótesis del Dios maligno a través del imprescindible libro de Stephen Law titulado Believing Bullshit: How Not to Get Sucked Into an Intellectual Black Hole. Si están interesados, su trabajo sobre esta hipótesis en concreto está disponible en línea).

Continuará

lunes, 6 de febrero de 2017

Mateo (II)

Como bien dijo Bertrand Russell: «la cuestión de la existencia de Dios es una cuestión amplia y seria, y si yo intentase tratarla del modo adecuado, tendría que retenerles aquí hasta el Día del Juicio, por lo cual deben excusarme por tratarla en forma resumida». Por razones de espacio, la discusión de los argumentos lógicos aquí retratada consistirá en trazos gruesos de cinco argumentos clásicos. No les costará encontrar más información en los libros mencionados en la primera parte.

El argumento de la primera causa

Según este argumento todo cuanto vemos en el mundo tiene una causa. Si vamos hacia atrás en la cadena de causalidad llegamos a una primera causa a la que llamamos Dios. Esa primera causa sería lo que dio origen al Big Bang, por ejemplo.

Pero si todo tiene que tener alguna causa, entonces Dios debe tener una causa, que a su vez debe tener otra causa, y así sucesivamente en una serie infinita. Por el contrario, si Dios no necesita una primera causa, es decir, si la cadena de causalidad es finita, entonces es evidente que puede haber algo sin causa, razón por la cual el mundo físico también puede haber nacido sin causa. De hecho, desde el punto de vista de la navaja de Occam es mucho más razonable suponer que es el universo la primera causa que introducir el concepto de Dios. Tengamos en cuenta que todas las cuestiones relativas al universo primigenio (¿cómo apareció ahí? ¿por qué?) son igualmente aplicables a Dios.

El argumento de la primera causa depende además del concepto del tiempo. Para que A pueda ser la causa de B, A debe preceder a B. La concepción de un dios atemporal invalida automáticamente este argumento. Si tenemos en cuenta, además, que el tiempo empieza con la expansión del universo, vemos que el concepto de «causa del Big Bang» es un sinsentido, como hablar del decimotercer huevo de una docena.

La ciencia no es lo que era cuando se formuló este argumento por primera vez. David Hume puso de manifiesto, a través de la falacia de la inducción, que encontrar la causa real de algo es más difícil de lo que parece. Los avances en física ponen de manifiesto este hecho cuando nos hacen ver que, a nivel de partículas, las causas son más probabilísticas que determinísticas.

El argumento de la ley natural

El argumento de la ley natural señala las leyes de la naturaleza descubiertas por los físicos y postula a Dios como el legislador de tales leyes.

Foto de Moyan Brenn
Dejando a un lado el hecho de que las leyes naturales son una descripción de cómo ocurren las cosas y no una prescripción, la réplica a este argumento es parecida al caso anterior. Por un lado, las leyes de la naturaleza son en buena parte promedios estadísticos producto del azar. Por otro, cabe preguntar por qué Dios hizo esas leyes y no otras. Si lo hizo sin razón alguna entonces hallamos algo que no está sometido a la ley y, por tanto, se viola el orden de la ley natural. Y al contrario: si hubo alguna razón para las leyes obra de Dios, entonces el mismo Dios estaría sometido a la ley y, por tanto, de nuevo puede eliminarse en virtud del principio de la navaja de Occam.

El argumento del principio antrópico

Pueden ver una versión de este argumento en aquel vídeo en el que el conocido actor Kirk Cameron escucha a Ray Comfort hablar del plátano como «la pesadilla de los evolucionistas». Según Comfort, las características de dicha fruta muestran claramente que están hechas para los seres humanos. En general, el argumento del principio antrópico sostiene que el mundo está hecho para que podamos vivir en él. Algún creador tuvo a bien situar el planeta Tierra a la distancia justa del Sol y llenarlo de frutas fáciles de comer para nuestro disfrute (según Russell, incluso se arguyó que los conejos tienen las colas blancas con el fin de que sea más fácil dispararles).

Es evidente a primera vista que este no es un argumento muy fuerte. Como dijo Voltaire: «es absurdo sostener que la naturaleza haya obrado en todas las épocas ajustándose a las invenciones de nuestras artes arbitrarias». El célebre filósofo francés ridiculizó esta idea haciendo decir a uno de sus personajes de Cándido o el optimismo que la forma de la nariz está pensada para llevar las gafas y que las piernas están diseñadas para las medias.

Las versiones más actuales del principio antrópico extienden su alcance al universo entero, sosteniendo que las leyes físicas parecen estar calibradas milimétricamente para dar lugar a la aparición de la vida. Esto enlaza con el siguiente argumento, el del diseño.

El argumento del diseño

Este argumento explica la diversidad de formas de vida y la complejidad de las mismas situando a Dios como el diseñador y creador. Nuestros órganos son increíblemente complejos. Es prácticamente improbable, verbigracia, que nuestros ojos sean producto del azar. Según esta línea de pensamiento, es más probable que sean obra de algún ser inteligente.

Aquí caben dos posibilidades. O bien el diseñador es al menos tan complejo como su obra, o bien es más simple que ella. Si grandes complejidades pueden nacer de fenómenos simples, como parece ser el caso, entonces de nuevo podemos eliminar a Dios de la explicación. Si ello no fuera posible, entonces Dios sería al menos tan complejo como el universo, en cuyo caso cabe preguntarse de dónde viene su propia complejidad ya que, como sostiene el diseño inteligente, no puede ser fruto del azar. Volvemos de nuevo al principio de la primera causa y la regresión infinita en la cadena causal.

Richard Dawkins ha dedicado gran parte de su vida a explicar cómo el proceso de la evolución funciona a través de mejoras incrementales, explicando que no se trata de un vendaval dentro de un hangar que construye por suerte un Boeing 747. Dicho sea de paso, este proceso no viola la segunda ley de la termodinámica como algunos teólogos sostienen, ya que la Tierra no es un sistema cerrado. La entropía total de un sistema puede crecer globalmente y decrecer localmente. La entropía del universo en su conjunto sigue creciendo a pesar del orden de los seres vivos.

El argumento del principio antrópico y el del diseño tienen un problema adicional, a saber, el hecho de hacer inferencias basadas en nuestra propia existencia. Obviamente, si las constantes físicas fueran diferentes el universo sería diferente. En este sentido, el argumento del diseño es trivial. Pero lo que es relevante es que no existiríamos para escribir libros sobre Dios. Como explica Paulos, hay 1068 formas posibles de ordenar una baraja de cincuenta y dos cartas. Si barajamos el mazo y observamos cómo han quedado ordenados los naipes no estamos justificados a decir que el orden resultante no hubiera sido posible sin la mediación de un diseñador porque la probabilidad a priori era diminuta. Tampoco podemos decir que tal ordenación no sea el resultado del simple proceso de bajar solo porque (de nuevo) las probabilidades a priori eran minúsculas.

El argumento ontológico

Hay varias formas del argumento ontológico, siendo una de las más conocidas la de Anselmo de Canterbury. Formulada en el siglo XI, en resumen tiene esta forma:
  1. Dios es el ser más grande que puede ser concebido.
  2. Entendemos la noción de Dios así como la noción de la existencia de Dios.
  3. Si Dios no existe, entonces podríamos concebir la existencia de otro ser mayor que Dios (o un Dios que realmente existe). Esto es una contradicción porque Dios es el ser más grande que puede ser concebido. Por tanto, Dios existe.
David Hume refutó este argumento señalando que nada puede probarse como existente a partir de un argumento racional a priori como el anterior. La única forma de que una proposición pueda ser probada a través de la lógica y del significado de las palabras es si su negación implica una contradicción. Cualquier cosa que concebimos como existente igualmente la podemos concebir como inexistente. No hay, por tanto, ser alguno cuya inexistencia implique una contradicción. En consecuencia, no hay ser alguno cuya existencia sea demostrable a priori.

Continuará