lunes, 30 de junio de 2014

La maldición de la competencia

Hace algunos años un amigo mío se vio envuelto en una desagradable situación que finalmente hizo que abandonara la empresa en la que trabajaba por entonces. Su entonces compañero de equipo era muy limitado técnicamente y carecía de toda ética de trabajo, aquello que se conoce como un azteca: «hazte cargo de lo mío, que tengo que...». Dado que mi amigo era el único capacitado de su sección, todo el mundo se dirigía a él. Nadie quería hablar con su compañero porque era perder el tiempo, así que mi colega cargaba con todo el trabajo mientras el otro vivía relajadamente. Quizá algunos de ustedes sientan una incómoda sensación de familiaridad en la lectura de este párrafo: los más torpes son los que menos trabajo tienen porque no se les puede encargar nada, so pena de que la pifien y haya que arreglar lo que rompen, pero tampoco son despedidos. Mientras tanto, los más capaces se ven desbordados: tienen que hacerlo todo y todo el mundo recurre a ellos en busca de ayuda. Es la maldición de la competencia.

Dilbert.com

Por desgracia, la saturación no es la única consecuencia de esta maldición. Ese amigo al que me he referido también me contó la conversación que dos jefes de equipo acababan de tener acerca de uno de sus empleados. El jefe del trabajador había dicho: «sí, sé que debería ascenderle, pero ¿cómo le voy a sacar de ahí si me saca de todos los marrones?». Poco después yo mismo cambié de trabajo y me encontré con que la persona a la que iba a sustituir se marchaba porque había estudiado un MBA y sus peticiones de ocupar un rol de más responsabilidad habían sido ignoradas por su empresa, ya que sus superiores preferían mantenerle en su puesto actual. Recientemente, una buena amiga me contaba que su padre anda de sucursal en sucursal deshaciendo entuertos, con el alma destrozada, anhelando la prejubilación que hace tiempo que le corresponde y que le es negada por su capacidad para reflotar oficinas bancarias que atraviesan problemas. Ella misma ha dejado su trabajo hace no mucho machacada por la presión de tener que absorber las labores de quienes abandonaban la firma. Un antiguo jefe me lo dijo claramente: «es lo que tiene ser una persona válida, que todos los marrones van a ella».

Con los años me lo he ido encontrando una y otra vez: gente que quiere hacer cosas nuevas, cambiar de departamento o asumir otras funciones y cuyas demandas son desatendidas porque hacen muy bien su trabajo y el cliente está muy contento. En estas situaciones el principal de turno hace oídos sordos, esperando que todo siga igual y ahorrándose de paso la inconveniencia de tener que buscar a un sustituto. Para colmo, no se suele compensar de ninguna otra manera al subordinado. Huelga decir que el desenlace suele ser casi siempre el mismo: el trabajador, quemado y aburrido, deja la compañía. Esta es, sin duda, una de las causas del efecto Mar Muerto del que hablamos en el último artículo.

Meses atrás una (ahora ex) compañera de trabajo me decía: «quiero un trabajo en el que pueda usar el cerebro». Infinitamente aburrida en su bucle de tareas siempre iguales y poco exigentes, pidió cambiar de departamento pero su solicitud fue denegada. Como digo, al poco se marchó. Su lamento me recordó la teoría marxista de la alienación, tan bien reflejada en la historia de la fábrica de Ford de principios del siglo XX. Escribe el economista Tim Harford:
«[Ford] había ido prescindiendo sistemáticamente de los técnicos más preparados de su fábrica. [...] Para el nuevo sistema de fabricación de coches hacían falta grandes cantidades de hombres semicualificados que desempeñaran tareas repetitivas. Ford quería a robots dóciles que hicieran una y otra vez lo que se les pedía. (Un trabajador se quejó de estar enloqueciendo de monotonía: «Como siga enroscando la tuerca 86 durante ochenta y seis días más, seré el loco número ochenta y seis del manicomio de Pontiac».)»
Quienes padecen la maldición de la competencia se hallan sumidos en un estado estacionario en el que no avanzan como trabajadores. Su condición laboral es dura, emocionalmente miserable, triste, decadente. Acaban siendo asalariados apáticos y desencantados, resentidos con la empresa y con algunos de sus compañeros. Son víctimas de un sistema que premia la ineptitud y castiga la competencia, un sistema en el que los más vagos e inútiles cobran un sueldo a cambio de un esfuerzo mínimo, mientras que los buenos empleados cobran el mismo salario (a veces incluso sustancialmente menor) pero son obligados a lidiar con una carga de trabajo repetitivo siempre creciente, a la vez que sus quejas son desoídas y sus deseos caen en el olvido.

En la mayoría de empresas, el destino que aguarda a los mejores es arder abandonados en la hoguera del estrés.

lunes, 16 de junio de 2014

El Mar Muerto

Los malos augurios de los que les hablé el año pasado se han cumplido. Por ahora han sido cuatro las personas de aquella mesa que han empezado otro camino, y probablemente el número siga subiendo. Dos de ellos nos han abandonado hace unos días tan solo. Ambos eran grandes compañeros de larga trayectoria en la compañía, geniales en lo profesional y más aún en lo personal. Entre los dos sumaban casi quince años de experiencia en nuestro negocio; ahí es nada. Afortunadamente, en su caso la despedida ha sido por voluntad propia, en busca de pastos más verdes. Viéndolo de forma global es lo mejor para todos: sus capacidades y talentos estaban siendo desaprovechados, y merecen trabajar en un sitio donde se les cuide y valore apropiadamente. Claro que para los que nos quedamos la historia es bien distinta; el roto que supone su marcha no va a haber Aquaplast que lo tape. La partida simultánea de ambos es una muy mala noticia para una empresa cuyo modelo de negocio consiste en vender productos defectuosos y malos servicios a clientes ingenuos, y que sobrevive a base de los milagros que se curran sus soldados.

Foto de israeltourism
Sus nombres son los últimos de una larga lista de bajas que ha ido creciendo cada vez más rápido, especialmente en los últimos meses. Si son reemplazados lo serán por sendos becarios sin experiencia, chavales que en su mayoría solo pueden ofrecer buena voluntad y son contratados por la única razón de que, en su lucha por pasar a formar parte de la población activa en un país con seis millones de parados, están dispuestos a dar el callo por un sueldo ridículo. Si la filosofía del Real Madrid de Florentino Pérez en su primera época fue «Zidanes y Pavones» la de mi empresa es, sin duda, «Pavones por Zidanes».

Suele decir nuestro director general que nuestra gente es la mejor. Por desgracia, como bien dice Scott Adams, «solo una empresa de cada sector puede contar con los mejores empleados. Además, es un poco extraño que la misma empresa sea la que pague los salarios más bajos». Y continúa:
«¿Le parece probable que los mejores empleados se sientan atraídos por su empresa a pesar de pagar unos sueldos de miseria? ¿Es posible que exista una rara enfermedad mental que hace que la gente sea brillante realizando su trabajo, pero incapaz de comparar dos cifras y determinar cuál es la más elevada de las dos? Vamos a llamar a estas personas «sabios ocupacionales». Si realmente existieran, ¿cuáles son las probabilidades de que todas ellas decidieran trabajar para su empresa?
¿Y le parece probable que la gente con la que trabaja durante todo el día parezca más densa que el titanio y, sin embargo, en la realidad sean los profesionales más brillantes de su campo?
¿No será más probable que tuvieran razón los economistas merecedores del Premio Nobel, según los cuales el sistema de mercado funciona, y su empresa cuenta exactamente con la calidad de empleados por los que está dispuesta a pagar?»
Obviamente, la realidad es algo más complicada que esta cómica simplificación. El dinero suele ser la razón principal por la que trabajamos, y sí, a veces es la única, pero hay otras muchas cosas que nos motivan: el significado de lo que hacemos, la posibilidad de desarrollar nuestra creatividad, el hecho de desafiarnos, la sensación de tener algo nuestro, la identificación con lo que hacemos y el orgullo que conlleva hacer aquello a lo que nos dedicamos. Por desgracia, en un sector que consiste principalmente en hacer treatillo, las posibilidades de sentirse orgulloso o creer que se hace algo significativo son muy reducidas. Sin embargo, en este sainete que tenemos por profesión aún es posible afrontar retos, aprender, mejorar y crear cosas nuevas. Pero cuando todo ello nos es negado, y además la paga es miserable, el resultado es previsible: los más capacitados, aquellos que pueden encontrar otro trabajo más fácilmente, se marchan, y el resto nos quedamos a verlas venir, soportando la misma carga con menos brazos.

Interrogado sobre la fuga de empleados valiosos la lacónica respuesta del director general fue: «el talento viene y va». Quizá sea así en otras compañías, pero lo cierto es que en la empresa que él comanda el talento mayormente se va. Cuando hablaba de esto mismo con otro director me decía: «bueno, es que durante muchos años aquí no se ha ido nadie, es normal que en algún momento se marchen». Como si la marcha del personal fuera un hecho ineluctable, igual que la muerte y los impuestos. Según su argumento la causa de la desbandada solo era el tiempo, nada tenían que ver el empeoramiento de las condiciones laborales y de la calidad del servicio, la bajada de sueldos, los despidos y los rumores que llenaban el vacío dejado por la falta de comunicación de los que mandaban. Parece que la ceguera a lo evidente es requisito para ser director. Y ya saben, no hay mayor ciego que el que no quiere ver. En lugar de averiguar qué estaba ocurriendo se encogieron de hombros y miraron a otro lado. Irónicamente, la persona que me dijo eso también se marchó hace tiempo.

Prácticamente todos los pesos pesados que daban cierto nombre a la firma en la que trabajo ya no están (aunque, por fortuna, aún queda gente competente). Con cada marcha, al talento medio de la compañía baja considerablemente porque las habilidades de los mejores ya no pueden compensar la torpeza de los zopencos como yo y de quienes entran nuevos, huérfanos de saber hacer. A la larga solo queda la morralla. Bruce F. Webster llamó a este fenómeno el efecto Mar Muerto (el énfasis es mío):
«The Dead Sea [...] is a large body of water between Israel and Jordan, located well below sea level. The Jordan River empties into it; water leaves only by evaporation, which means that over the eons, the Dead Sea has become very salty (e.g., 8x saltier than the ocean). As such, it is generally unable to support life, except when spring floods temporarily lower the salinity.
Many large corporate/government IT shops — and not a few small ones — work like the Dead Sea. New hires are brought in as management deems it necessary. Their qualifications (talent, education, professionalism, experience, skills — TEPES) will tend to vary quite a bit, depending upon current needs, employee departure, the personnel budget, and the general hiring ability of those doing the hiring. All things being equal, the general competency of the IT department should have roughly the same distribution as the incoming hires.
But in my experience, that’s not what happens. Instead, what happens is that the more talented and effective IT engineers are the ones most likely to leave — to evaporate, if you will. They are the ones least likely to put up with the frequent stupidities and workplace problems that plague large organizations; they are also the ones most likely to have other opportunities that they can readily move to.
What tends to remain behind is the ‘residue’ — the least talented and effective IT engineers.
They tend to be grateful they have a job and make fewer demands on management; even if they find the workplace unpleasant, they are the least likely to be able to find a job elsewhere. They tend to entrench themselves, becoming maintenance experts on critical systems, assuming responsibilities that no one else wants so that the organization can’t afford to let them go.»
Es un problema difícil de atajar que adopta la forma de una espiral descendente. La calidad se resiente y los clientes lo notan. Muchos de ellos se dan cuenta de que están pagando demasiado dinero por lo que reciben y deciden cambiar de proveedor. Cuantos menos clientes se tienen menos dinero hay para traer nuevo talento o retener el existente. El margen de maniobra para contentar a la plantilla se reduce. Las condiciones para los trabajadores empeoran y quienes no tenían pensado marcharse cada vez se encuentran con más razones para buscar otro trabajo. La calidad se resiente aún más. Y vuelta a empezar. Además, los mejores ya no tienen interés en trabajar aquí porque los grandes ya no están. Quienes están interesados en mejorar, aquellos que creen que si son los más listos en una habitación es que están en la habitación equivocada, optan por otros empleadores.

Hace poco leí que uno no deja su trabajo, sino a su jefe. En el caso de mis excompañeros creo que eso es totalmente cierto: su salida ha estado ligada indiscutiblemente a la de los mejores jefes que hemos tenido y al ascenso de los más incompetentes. La pasividad de los mandos ha acabado con la paciencia de los más dispuestos, y su incapacidad para satisfacer las demandas legítimas de los buenos empleados sin duda ha precipitado la marcha de estos últimos. Lo peor de todo tal vez sea el hecho de que a esos mandamases todo esto ni siquiera les importa. Como la persona que engorda año tras año sin poner remedio, prefieren seguir como hasta ahora antes que mover un dedo. Luego, cuando sean incapaces de respirar y la sangre ya no pueda circular, ya verán qué hacen. Y si nos sobreviene la muerte (empresarial, entiéndase) seguramente le echarán la culpa a la crisis, a los bancos o a los propios empleados, que no hacen más que cuchichear y se toman cafés muy largos. Ya se sabe que la derrota es huérfana.

lunes, 9 de junio de 2014

Así obro yo

Ocurre que a Cucufato su (ex)socio Demetrio le ha estropeado un negocio prácticamente asegurado que venía unido a una lustrosa multitud de euros, dinero muy necesario para mantener a flote la empresa que comandaban. La desavenencia ha llevado a Cucufato, en un arrebato inusual, a hacer públicas alharacas sobre el asunto, quién sabe si para regular sus emociones. La causa prima de tamaña tragedia es, según diagnóstico del propio Cucufato, que el susodicho malasombra ha antepuesto sus intereses personales a los del bien colectivo. Nótese la deliciosa ironía: un empresario que se bate en arena capitalista juzgando el egoísmo como reprobable rasgo de carácter cuando, según las reglas del juego en que participa con gusto (es el primero en anteponer su bienestar al del conjunto), la búsqueda del interés propio no es sino virtud, el ánima que pone en movimiento la mano invisible. Recordemos las celebérrimas palabras de Adam Smith:
«No es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de la que esperamos nuestra cena, sino del cuidado que pone en su propio interés. No nos dirigimos hacia su humanidad sino a su egoísmo, y jamás le hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas.»
Foto de Christiaan Tonnis
Un abanderado atravesado por el asta de la enseña que portaba. El karma, dirían algunos. A veces se nos olvida que los preceptos que defendemos pueden volverse en contra nuestra. Cuando ello ocurre tendemos a pasarnos al bando opuesto sin pestañear, y sin notar menoscabo en nuestra integridad. Nuestra filosofía se mece al vaivén de los vientos que soplan en nuestra circunstancia.

En fin. Sin entrar en detalles, según cómo acabe la historia de Cucufato puede que próximamente centenares de personas pasen a formar parte de la lista de desempleados. Algunos de ustedes pensarán: «qué cabrón el Demetrio este, menuda puñalada trapera». Otros quizá se digan que aquí cada cual para sí, el que pueda que se aplique y exprima, y tonto el último.

Cabe preguntarse hasta qué punto está bien perseguir el interés personal cuando las consecuencias para otros, aun sin ser mortales, son nefastas. ¿Debe procurarse un sistema que dé a cada individuo plena libertad para perseguir los fines que tiene razones para valorar, sin entrar a valorar dichos fines? ¿O es moralmente aceptable violar o limitar de algún modo la libertad individual si eso beneficia al bien común? Esa es básicamente la discusión que mantenían, como recordarán, Rawls y Nozick. Para Rawls las desigualdades sociales y económicas han de estar dispuestas de modo que acaben beneficiando a todos. Este principio de justicia propicia una redistribución de la riqueza que busca la opción más beneficiosa para quienes están peor. En el ejemplo del que hablamos en su día eso significaba que era justo aplicar impuestos más altos a quienes más dinero tienen para paliar el infortunio de los desfavorecidos. Recordarán también la postura opuesta de Nozick, para quien no hay más derechos que los naturales, y que según él se reducen a las libertades individuales y el derecho a la propiedad. Para él es inmoral que el Estado le quite a alguien lo que ha ganado legalmente, independientemente de que eso se haga para aliviar el sufrimiento de otros. En lo que respecta a la función del Estado, para Nozick el respeto a las libertades individuales prima sobre el bien común. Por último, recodarán que en aquel artículo trajimos a colación la tesis de MacIntyre según la cual no podemos suscribir virtudes universales.

Rawls y Nozick no son dos personas de a pie a quienes el periodista de turno aborda en una calle concurrida para preguntarles si le parece bien que los impuestos sean más altos para las clases más altas, y que solo tienen unos segundos para responder. Cualquier persona, ante una pregunta así, contesta de forma rápida e intuitiva, guiada por una sensación visceral más que por un sólido razonamiento. Por contra, estos dos filósofos compusieron sendas obras defendiendo sus ideas en las que argumentaban de forma contundente. Sus libros fueron leídos y criticados, y las críticas fueron contestadas. La mayoría de nosotros no sometemos a tamaño escrutinio nuestras ideas y los argumentos que las sostienen, lo que permite a nuestras convicciones mantenerse en pie en virtud de la ilusión de competencia, aplicada aquí a un razonamiento.

Obsérvese, no obstante, un rasgo común entre una persona cualquiera y un filósofo de renombre. Alguien nos pregunta si está bien quitarle al rico para darle de comer al pobre, miramos en nuestro interior y decimos «sí» o «no». Cuando Nozick y Rawls tratan de explicar por qué la respuesta ha de ser afirmativa o negativa llegan a un punto en el que deben elegir ciertos principios como base de su argumentación. Recordemos que dichos principios fundamentales no pueden elegirse en virtud de otros superiores: han de ser autoevidentes. Entonces son estos filósofos quienes, a través de sus sensaciones, seleccionan unos principios y desechan otros. Al final ambas situaciones se solventan recurriendo a intuiciones morales, tal como nos decía David Hume. Hemos vuelto al punto de partida. Jonathan Haidt explica que
«Intuitions come first, strategic reasoning second. Moral intuitions arise automatically and almost instantaneously, long before moral reasoning has a chance to get started, and those first intuitions tend to drive our later reasoning. If you think that moral reasoning is something we do to figure out the truth, you’ll be constantly frustrated by how foolish, biased, and illogical people become when they disagree with you. But if you think about moral reasoning as a skill we humans evolved to further our social agendas—to justify our own actions and to defend the teams we belong to—then things will make a lot more sense. Keep your eye on the intuitions, and don’t take people’s moral arguments at face value. They’re mostly post hoc constructions made up on the fly, crafted to advance one or more strategic objectives.»
Eso no quiere decir que todo valga y todas las opiniones sean igualmente válidas (o no válidas) porque en última instancia partan de una sensación visceral; al fin y al cabo, hay razonamientos buenos y malos, y los paradigmas pueden ser mejores o peores. Estoy convencido, por ejemplo, de que un marco de ética mínima en el que se nos prohíbe matarnos unos a otros es mejor que otro donde impere la ley de la selva. Sostener tal cosa es una petición de principios y, no obstante, sospecho que muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo.

Nuestras creencias tienen un punto de partida, y ese punto de partida revela algo sobre nosotros. Dónde lo situamos nos dice qué valoramos y, por ello, retrata cómo somos. Cuando ya no hay sitio para la argumentación se muestra nuestra naturaleza, nuestro carácter sale a relucir. ¿Recuerdan la frase de aquel padre: «eso es en lo que creo, y así es como vivimos»? A mediados del siglo XX, Ludwig Wittgenstein había recogido ese mismo pensamiento aplicado a la filosofía en general. Y así, en sus Investigaciones filosóficas escribió:
«Una vez he agotado todas las fundamentaciones, me topo con un lecho de roca dura y mi pala se dobla. Entonces me siento inclinado a decir: "Así obro yo"»