lunes, 16 de junio de 2014

El Mar Muerto

Los malos augurios de los que les hablé el año pasado se han cumplido. Por ahora han sido cuatro las personas de aquella mesa que han empezado otro camino, y probablemente el número siga subiendo. Dos de ellos nos han abandonado hace unos días tan solo. Ambos eran grandes compañeros de larga trayectoria en la compañía, geniales en lo profesional y más aún en lo personal. Entre los dos sumaban casi quince años de experiencia en nuestro negocio; ahí es nada. Afortunadamente, en su caso la despedida ha sido por voluntad propia, en busca de pastos más verdes. Viéndolo de forma global es lo mejor para todos: sus capacidades y talentos estaban siendo desaprovechados, y merecen trabajar en un sitio donde se les cuide y valore apropiadamente. Claro que para los que nos quedamos la historia es bien distinta; el roto que supone su marcha no va a haber Aquaplast que lo tape. La partida simultánea de ambos es una muy mala noticia para una empresa cuyo modelo de negocio consiste en vender productos defectuosos y malos servicios a clientes ingenuos, y que sobrevive a base de los milagros que se curran sus soldados.

Foto de israeltourism
Sus nombres son los últimos de una larga lista de bajas que ha ido creciendo cada vez más rápido, especialmente en los últimos meses. Si son reemplazados lo serán por sendos becarios sin experiencia, chavales que en su mayoría solo pueden ofrecer buena voluntad y son contratados por la única razón de que, en su lucha por pasar a formar parte de la población activa en un país con seis millones de parados, están dispuestos a dar el callo por un sueldo ridículo. Si la filosofía del Real Madrid de Florentino Pérez en su primera época fue «Zidanes y Pavones» la de mi empresa es, sin duda, «Pavones por Zidanes».

Suele decir nuestro director general que nuestra gente es la mejor. Por desgracia, como bien dice Scott Adams, «solo una empresa de cada sector puede contar con los mejores empleados. Además, es un poco extraño que la misma empresa sea la que pague los salarios más bajos». Y continúa:
«¿Le parece probable que los mejores empleados se sientan atraídos por su empresa a pesar de pagar unos sueldos de miseria? ¿Es posible que exista una rara enfermedad mental que hace que la gente sea brillante realizando su trabajo, pero incapaz de comparar dos cifras y determinar cuál es la más elevada de las dos? Vamos a llamar a estas personas «sabios ocupacionales». Si realmente existieran, ¿cuáles son las probabilidades de que todas ellas decidieran trabajar para su empresa?
¿Y le parece probable que la gente con la que trabaja durante todo el día parezca más densa que el titanio y, sin embargo, en la realidad sean los profesionales más brillantes de su campo?
¿No será más probable que tuvieran razón los economistas merecedores del Premio Nobel, según los cuales el sistema de mercado funciona, y su empresa cuenta exactamente con la calidad de empleados por los que está dispuesta a pagar?»
Obviamente, la realidad es algo más complicada que esta cómica simplificación. El dinero suele ser la razón principal por la que trabajamos, y sí, a veces es la única, pero hay otras muchas cosas que nos motivan: el significado de lo que hacemos, la posibilidad de desarrollar nuestra creatividad, el hecho de desafiarnos, la sensación de tener algo nuestro, la identificación con lo que hacemos y el orgullo que conlleva hacer aquello a lo que nos dedicamos. Por desgracia, en un sector que consiste principalmente en hacer treatillo, las posibilidades de sentirse orgulloso o creer que se hace algo significativo son muy reducidas. Sin embargo, en este sainete que tenemos por profesión aún es posible afrontar retos, aprender, mejorar y crear cosas nuevas. Pero cuando todo ello nos es negado, y además la paga es miserable, el resultado es previsible: los más capacitados, aquellos que pueden encontrar otro trabajo más fácilmente, se marchan, y el resto nos quedamos a verlas venir, soportando la misma carga con menos brazos.

Interrogado sobre la fuga de empleados valiosos la lacónica respuesta del director general fue: «el talento viene y va». Quizá sea así en otras compañías, pero lo cierto es que en la empresa que él comanda el talento mayormente se va. Cuando hablaba de esto mismo con otro director me decía: «bueno, es que durante muchos años aquí no se ha ido nadie, es normal que en algún momento se marchen». Como si la marcha del personal fuera un hecho ineluctable, igual que la muerte y los impuestos. Según su argumento la causa de la desbandada solo era el tiempo, nada tenían que ver el empeoramiento de las condiciones laborales y de la calidad del servicio, la bajada de sueldos, los despidos y los rumores que llenaban el vacío dejado por la falta de comunicación de los que mandaban. Parece que la ceguera a lo evidente es requisito para ser director. Y ya saben, no hay mayor ciego que el que no quiere ver. En lugar de averiguar qué estaba ocurriendo se encogieron de hombros y miraron a otro lado. Irónicamente, la persona que me dijo eso también se marchó hace tiempo.

Prácticamente todos los pesos pesados que daban cierto nombre a la firma en la que trabajo ya no están (aunque, por fortuna, aún queda gente competente). Con cada marcha, al talento medio de la compañía baja considerablemente porque las habilidades de los mejores ya no pueden compensar la torpeza de los zopencos como yo y de quienes entran nuevos, huérfanos de saber hacer. A la larga solo queda la morralla. Bruce F. Webster llamó a este fenómeno el efecto Mar Muerto (el énfasis es mío):
«The Dead Sea [...] is a large body of water between Israel and Jordan, located well below sea level. The Jordan River empties into it; water leaves only by evaporation, which means that over the eons, the Dead Sea has become very salty (e.g., 8x saltier than the ocean). As such, it is generally unable to support life, except when spring floods temporarily lower the salinity.
Many large corporate/government IT shops — and not a few small ones — work like the Dead Sea. New hires are brought in as management deems it necessary. Their qualifications (talent, education, professionalism, experience, skills — TEPES) will tend to vary quite a bit, depending upon current needs, employee departure, the personnel budget, and the general hiring ability of those doing the hiring. All things being equal, the general competency of the IT department should have roughly the same distribution as the incoming hires.
But in my experience, that’s not what happens. Instead, what happens is that the more talented and effective IT engineers are the ones most likely to leave — to evaporate, if you will. They are the ones least likely to put up with the frequent stupidities and workplace problems that plague large organizations; they are also the ones most likely to have other opportunities that they can readily move to.
What tends to remain behind is the ‘residue’ — the least talented and effective IT engineers.
They tend to be grateful they have a job and make fewer demands on management; even if they find the workplace unpleasant, they are the least likely to be able to find a job elsewhere. They tend to entrench themselves, becoming maintenance experts on critical systems, assuming responsibilities that no one else wants so that the organization can’t afford to let them go.»
Es un problema difícil de atajar que adopta la forma de una espiral descendente. La calidad se resiente y los clientes lo notan. Muchos de ellos se dan cuenta de que están pagando demasiado dinero por lo que reciben y deciden cambiar de proveedor. Cuantos menos clientes se tienen menos dinero hay para traer nuevo talento o retener el existente. El margen de maniobra para contentar a la plantilla se reduce. Las condiciones para los trabajadores empeoran y quienes no tenían pensado marcharse cada vez se encuentran con más razones para buscar otro trabajo. La calidad se resiente aún más. Y vuelta a empezar. Además, los mejores ya no tienen interés en trabajar aquí porque los grandes ya no están. Quienes están interesados en mejorar, aquellos que creen que si son los más listos en una habitación es que están en la habitación equivocada, optan por otros empleadores.

Hace poco leí que uno no deja su trabajo, sino a su jefe. En el caso de mis excompañeros creo que eso es totalmente cierto: su salida ha estado ligada indiscutiblemente a la de los mejores jefes que hemos tenido y al ascenso de los más incompetentes. La pasividad de los mandos ha acabado con la paciencia de los más dispuestos, y su incapacidad para satisfacer las demandas legítimas de los buenos empleados sin duda ha precipitado la marcha de estos últimos. Lo peor de todo tal vez sea el hecho de que a esos mandamases todo esto ni siquiera les importa. Como la persona que engorda año tras año sin poner remedio, prefieren seguir como hasta ahora antes que mover un dedo. Luego, cuando sean incapaces de respirar y la sangre ya no pueda circular, ya verán qué hacen. Y si nos sobreviene la muerte (empresarial, entiéndase) seguramente le echarán la culpa a la crisis, a los bancos o a los propios empleados, que no hacen más que cuchichear y se toman cafés muy largos. Ya se sabe que la derrota es huérfana.

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