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Simón había dejado la empresa hacía no mucho para estudiar un MBA. El único trabajo que pudo encontrar tras terminarlo fue un empleo de corte español, esto es, uno donde la idea básica era captar subvenciones de la Unión Europea y escenificar un sainete que pasara por proyecto real, de manera que mediante una contabilidad de doble carpado con tirabuzón el dinero europeo acabara en las arcas de la empresa a la vez que cumplían con los trámites destinados a evitar precisamente que ese fuera el caso. Simón languidecía gemebundo en su escritorio frente a un ordenador obsoleto sin acceso a las páginas más interesantes de internet, con poco que hacer en general y unos compañeros de esos con los que uno se relaciona «cordialmente». De vez en cuando quedábamos para comer y poner en común quemaduras del mundo laboral. Nos preguntábamos si no deberíamos ser de esas personas que ven el trabajo simplemente como una forma de ganar dinero para vivir, y no como una fuente de realización o de satisfacción personal.
Cuando Mario anunció su marcha inmediatamente pensamos en Simón. Conocía la empresa, a la gente, el departamento, los productos y los servicios. Ahora, además, tenía el MBA, y un puesto de jefe le ayudaría a dar vigor a su currículum. La idea cuajó y Simón volvió con nosotros. Al principio le costó coger el ritmo, dicen, pero al cabo se adaptó y se hizo con las riendas. Su buen hacer, como ocurre en las empresas de este país, fue castigado recientemente con un ascenso a la española: mismo sueldo, mucha más responsabilidad.
Un par de semanas atrás, en una de esas mañanas que se presume igual que cualquier otra, Simón hizo que se nos atragantara el desayuno al anunciar que se marchaba a trabajar con Mario. De nuevo el proceso se puso en marcha: las notas de adiós, las fiestas de despedida y los buenos deseos para el futuro. Otra vez la incertidumbre sobre el futuro de los que se quedan.
Para mí Simón siempre será el jefe que no parecía un jefe. En todo momento se mostraba informal y accesible, tanto con sus subordinados como con sus superiores. Posee un importante capital intelectual, fruto de su perspicacia y curiosidad natural. Su personalidad es una extraña mezcla de friki, geek, señor jubilado y adolescente de diecisiete años. Aún me choca verle con sus hijas pequeñas, ser testigo de cómo ese fumador empedernido aficionado a los cómics, salaz, sardónico y bromista, a quien he visto preso de los vapores etílicos en más de una ocasión, se desenvuelve tan bien con los cachorros. Adicto a reddit, su vasto conocimiento de la cultura popular y formal le hacían casi imbatible en el Triviados. Él fue quien me descubrió a Alain de Botton y me recomendó leer a Bertrand Russell (ahora uno de mis filósofos favoritos), a la par que me indicaba algunos blogs interesantes (y alguno prescindible). En todo este tiempo invariablemente ha tolerado mi presencia sin signos visibles de fastidio y me ha aportado su sensato punto de vista por muy estúpida o banal que fuera la pregunta que le estaba planteando. Igual que para con Mario, no siento por Simón otra que cosa que admiración, envidia y gratitud.
En los días posteriores a la noticia de la marcha noté en el ambiente una sensación de eso que los periodistas deportivos gustan en llamar «fin de ciclo». Me pareció que por la cabeza de todos rondaba la misma idea acerca de que esto era de alguna manera el final de nuestro camino laboral conjunto, de que la situación solo puede empeorar y ha llegado la hora de separarnos en busca de pastos más verde (si acaso los hay). Una compañera llegó a preguntarse en voz alta cuántos del grupo seguirían trabajando aquí el año que viene. Nadie dijo nada. Como esto no es una serie de televisión y los flash forwards no son factibles, habrá que esperar para verlo.
«Sin cambio no hay progreso», me dijo Simón en una de nuestras últimas conversaciones a la hora del cigarro. Reto aceptado.
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