lunes, 29 de diciembre de 2014

Un año de libros (edición 2014)

Metidos en estas fechas, gusto de traer la sólita serie de recomendaciones literarias, sin ningún orden en particular. Como siempre, la relación completa de libros puede consultarse en nuestra estantería de Anobii.

Foto de Abhi Sharma

“23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo”, de Ha-Joon Chang. Ha-Joon Chang es un economista coreano que da clases en la Universidad de Cambridge, autor de varios libros ampliamente discutidos. En esta obra analiza las diferencias entre el dicho y el hecho del sistema capitalista, asuntos como la falsa globalización (que es efectiva solo para el capital, no para los trabajadores), los mercados libres (que rara vez hacen ricos a los países subdesarrollados), la planificación de la economía (todas las economías están planificadas centralmente en mayor o menor grado), la nacionalidad del capital (que fluye al país de origen del dueño de la empresa) o la economía del conocimiento (que, en realidad, sigue siendo principalmente manufacturera).

“Models. Behaving. Badly.: Why Confusing Illusion with Reality Can Lead to Disaster, on Wall Street and in Life”, de Emanuel Derman. Diríase que los economistas envidian la certeza y solidez de la física y las matemáticas. Desde la década de los cincuenta, las teorías económicas se han vestido de ecuaciones, teoremas y otros artificios numéricos para dar un aire de ciencia a una disciplina que, como la crisis financiera ha puesto de manifiesto nuevamente, tiene más de astrología que de astronomía. Emanuel Derman trabajó como analista cuantitativo para Goldman Sachs, desarrollando modelos económicos para ganar dinero con renta fija. En esta obra reflexiona sobre qué es un modelo y qué una teoría, qué precauciones hay que tomar cuando se utilizan modelos y en qué se diferencia la economía de ciencias como las matemáticas y la física. No es un libro técnico sino autobiográfico, con disquisiciones filosóficas que abarcan la política, la vida diaria, la física y la economía.

“Forecast: What Physics, Meteorology, and the Natural Sciences Can Teach Us About Economics, de Mark Buchanan. Otro libro que, como el anterior, muestra cuán desnudo va el emperador, y que para hacer verdadera ciencia se requiere algo más que prolijas ecuaciones. Mientras los economistas venden el libre mercado como una especie de máquina mágica que, dejada a su albur, es capaz de tomar todos nuestros deseos y preocupaciones y decirnos qué hacer, cuánto y a que precio, los ciudadanos de a pie sufrimos las consecuencias de las burbujas económicas que nacen y explotan continuamente. Sostiene Buchanan que los mercados comparten muchas características con sistemas físicos dinámicos y caóticos y que, por ello, los economistas podrían aprender mucho de la física que estudia dichos sistemas. En una analogía con el clima, Buchanan analiza cómo los economistas defienden sus propuestas como un camino hacia un día soleado sin fin, cuando lo cierto es que probablemente las nubes y las tormentas sean algo inevitable de la economía.

“The Numbers Game: Why Everything You Know About Football is Wrong”, de Chris Anderson y David Sally. Aunque no lo siga habitualmente, lo cierto es que el fútbol me gusta (serán reminiscencias de una infancia obsesionada con él). Mientras en Estados Unidos abundan las estadísticas deportivas, en Europa la recogida de datos como costumbre es un fenómeno más bien reciente. El análisis estadístico de dichos datos recogido por Anderson y Sally revela algunos hechos sorprendentes que contravienen el saber establecido, algo a lo que le dedicamos un artículo resumen en su día.

“La ola que arrasó España: ascenso y caída de la cultura del ladrillo”, de Guillermo Valcárcel. Obviamente, esta es una recomendación dirigida a aquellos españoles que vivieron la burbuja inmobiliaria y sufren actualmente sus consecuencias. El autor entrelaza en la narración la evolución de la política de vivienda (desde la era franquista hasta la actualidad) con sus recuerdos como jefe de obra desde los noventa. Es un libro interesante y entretenido que muestra los entresijos de la construcción, desde la especulación con el suelo a los chanchullos en la adjudicación de contratos por parte de las administraciones públicas, pasando por la vida diaria de la obra: los robos, los accidentes, las chapuzas, las bromas, la corrupción y un largo etcétera.

“El capital en el siglo XXI”, de Thomas Piketty. Un libro muy, muy denso que podría haberse resumido bastante. Lo he incluido en la lista principalmente por lo que significa y el debate que se ha generado en torno a él (tiene pinta de que se convertirá en un clásico). Lo que más me ha gustado es su perspectiva histórica, analizando la distribución de la riqueza remontándose varios siglos en el tiempo, algo permite apreciar tendencias eliminando parte del ruido. También he disfrutado su aproximación literaria a la economía, con referencias a obras clásicas para mostrar cómo se vivía y qué significaba ser rico en siglos pasados. Un trabajo concienzudo, controvertido y muy criticado que uno ha de leer para formarse su propia opinión.

“Doctored: The Disillusionment of an American Physician”, de Sandeep Jauhar. Estados Unidos gasta más dinero que ningún otro país en sanidad y, aún así, sus indicadores de salud están entre los peores de los países desarrollados. Este libro cuenta, a través de las memorias de un médico, todos los problemas que sufre el sistema sanitario norteamericano. Es lo que ocurre, me temo, cuando se deja la sanidad en manos privadas. Médicos que para ganarse la vida se ven obligados a hacer pruebas, pruebas y más pruebas, incluso en pacientes que no las necesitan o que corren bastante riesgo al someterse al procedimiento. Cirujanos que se niegan a operar para librarse de una posible demanda por negligencia o de una mancha en su historial. Facultativos que se dejan captar por las farmacéuticas para complementar sus ingresos. Etcétera. Es una obra muy personal, con las tribulaciones del autor descritas en detalle, sus problemas familiares y las historias de sus pacientes. Leerlo me trajo muchos recuerdos como trabajador de la sanidad, recuerdos que plasmé en un artículo.

“La paradoja de la globalización”, de Dani Rodrik. Dice Rodrik que entre globalización, democracia y soberanía nacional solo se pueden tener dos de tres. Si se quiere globalización y democracia, habríamos de renunciar a un gobierno nacional en favor de uno mundial. Si uno quiere mantener la soberanía nacional, o bien renuncia a la globalización e impone sus propias reglas, nacidas del proceso democrático (lo que puede hacer que las empresas no quieran hacer negocios en nuestro país), o se renuncia a dichas reglas nacionales y se acatan las impuestas por organizaciones como la OCDE, el Banco Mundial, el FMI, etc. Un libro muy interesante que muestra que no es oro todo lo que reluce, que en la economía global hay que desistir de ciertas ventajas si se quieren conseguir otras, y que pone de relieve las sombras y dudas que afectan a la globalización y, en general, a la teoría macroeconómica. Un autor que, para variar, reconoce los límites que existen en el conocimiento actual y no argumenta como si estuviera transmitiendo la verdad revelada, característica que escasea entre los que se dedican a la economía.

“¡Que vienen los lobbies! El opaco negocio de la influencia en España”, de Juan Francés. Dice un viejo aforismo –recogido en el libro– que hay dos cosas que es mejor no saber cómo se elaboran: las leyes y las salchichas. La obra empieza con una anécdota jugosa. El partido del gobierno redacta una proposición de ley. Cuando revisa las enmiendas propuestas por los otros grupos parlamentarios se da cuenta de que dos partidos han presentado exactamente la misma, punto por punto. ¿Cómo es eso posible? Resulta que la enmienda la había redactado uno de los grandes bancos españoles y se la había entregado a ambos partidos para que la presentaran como propia, cosa que estos hicieron sin cambiar ni una sola coma (algo muy habitual, parece ser).
Aunque la segunda parte del libro está centrada en España, la primera trata sobre los grupos de presión en aquellos países donde están más desarrollados, Estados Unidos y Reino Unido. Un libro imprescindible para entender la política actual y cómo y por qué los lobbies transforman el sistema democrático de «una persona, un voto» en uno de «un dólar, un voto».

“Thinking In Numbers”, de Daniel Tammet. Me encanta el estilo de Tammet, tan sencillo y elegante, mezcla perfecta de literatura, matemáticas y apuntes personales. Disfruté mucho su autobiografía Nacido en un día azul, lo que hizo que me animara a leer este, que no dejaba de aparecer en las listas de libros recomendados del año. Si bien los primeros capítulos no me cautivaron especialmente, en conjunto es un libro muy hermoso, curioso e interesante, con reflexiones únicas de una persona que ve el mundo con unos ojos muy diferentes.

“The Guinea Pig Diaries”, de A.J. Jacobs. Hace unos años ya les recomendaba otro libro de este autor, aquel en el que se leía la Enciclopedia Británica de la A a la Z. En cada capítulo de este otro libro, Jacobs realiza un experimento consigo mismo durante treinta días: no contar mentiras, hacerse pasar por una chica guapa en un portal de citas, no hacer más de una cosa a la vez, asistir a los Oscar suplantando a un actor famoso, vivir racionalmente... En el capítulo final describe los treinta días que vive como esclavo de su mujer, haciendo absolutamente todo lo que esta le pide, sin rechistar. Jacobs es muy ingenioso y hace reír continuamente (al menos a mí). Muy entretenido.

“GDP: A Brief but Affectionate History”, de Diane Coyle. Políticos, economistas y cuñados han convertido el PIB en un número fetiche, una especie de dios sacroprofano al que se han de ofrecer continuos sacrificios para que crezca mucho y continuamente, con la promesa de un mundo mejor. Este breve escrito narra la historia del PIB, concepto nacido durante la II Guerra Mundial para planificar el esfuerzo bélico, así como su evolución desde entonces, su definición y los problemas que supone calcularlo. Cuenta lo que mide y lo que no, y cómo son necesarios indicadores alternativos para medir el bienestar social y «la economía» en una época de servicios donde muchos de ellos son gratuitos (como Google) o proporcionados por el gobierno, y cuya contribución no puede medirse como quien cuenta pares de zapatos producidos.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Espíritu navideño

«Veinticinco, ya es Navidad.
Todos juntos vamos a brindar
por Ruanda, Etiopía.
En Venezuela o en la India,
ahí mueren niños.
Feliz Navidad.»

SKA-P, Villancico. 

Dos noticias se entienden mejor juntas, oigo decir a menudo últimamente. Por un lado, la ONG Educo presentó un anuncio alertando sobre la desnutrición infantil en España basado, según cuentan, en la historia real de Marta, una niña de once años que a los Reyes Magos les pide un plato de macarrones (de acuerdo con esta organización, en España uno de cada cuatro niños está malnutrido y uno de cada tres en riesgo de pobreza). Por otro lado, la portavoz Mònica Oltra acusó al diputado del PP en las Corts Valencianes, Rubén Ibáñez, de decir «ahora saco el pañuelo y lloro» en relación a este tema del hambre infantil (algo que él niega y que es imposible dilucidar con el vídeo que ha compartido la portavoz, de manera que el asunto se reduce a la palabra de uno contra la del otro).

Ilustración de John Holcroft
Este tipo de noticias chirrían especialmente en Navidad, una época en la que la bondad se nos presupone (si bien hay quien no se porta bien ni un solo día en todo el año). La tradición manda que en estas fechas seamos niños buenos, intercambiemos parabienes y felices deseos, y que nos demos besos en los morros unos a otros. Smuac, smuac, que dice Pérez-Reverte. Comentando la noticia sobre el diputado del PP en unos foros peruanos alguien escribía: «Los espanoles (sic) tienen la sensibilidad de una pared. Son criaturas insensibles, brutas y toscas». Ay, si solo fueran los españoles. Creo que donde mi primo dijo «espanoles» quería decir «humanos». Es mi opinión que hay una escasez generalizada de compasión en el mundo, escasez que, por los libros que leo, los debates que sigo y las conversaciones que escucho, es especialmente grave entre gente acaudalada, políticos y economistas. Seguramente sea una de esas quejas que se mantiene desde el origen de la especie, como la de que los demás son idiotas.

La compasión, afirma Victoria Camps, es la emoción más aprobada por la tradición filosófica a lo largo de los años:

Compasión es la traducción latina del griego simpatía, sentimiento en el que Hume hizo descansar su concepción de la moralidad. Si algo hay en los humanos que explica la existencia de una ética basada en la obligación de no hacerse daño y respetarse mutuamente, es ese sentimiento que nos vincula con los semejantes, que lleva a compadecerse de los que sufren, así como a alegrarse de su buena suerte, hasta el punto de que la inhumanidad y la falta de compasión son la misma cosa.
Aristóteles definía este sentimiento en su Retórica como «cierta tristeza por un mal que aparece grave o penoso en quien no es merecedor de padecerlo». El célebre filósofo observó que no sienten compasión los soberbios (aquellos con un «espíritu insolente»), pues se creen a salvo de sufrir mal alguno, lo que podría explicar en parte por qué a los políticos, con sueldos a partir de sesenta mil euros anuales y todos los gastos pagados, amén de un trato preferente ante la justicia, no les importan sus votantes y solo se preocupan por sí mismos. Aristóteles también incidió en que para sentir compasión es necesario que el mal «podría esperar padecerlo uno mismo o alguno de los allegados de uno, y esto cuando apareciese cercano». Este es otro hecho bien conocido por todos (me temo que hoy no traigo más que obviedades) y el motivo por el que el gobierno obliga a los directores de los medios de comunicación a «ser buenos» y no hablar de las desgracias de los ciudadanos, no vaya a ser que los espectadores se identifiquen con los perjudicados, se indignen y exijan algún cambio social. (La compasión parece estar basada en un circuito neuronal de la parte primitiva del cerebro que se activa cuando se ve sufrir a alguien cercano o similar a uno mismo). De la unión de ambos factores, soberbia y ausencia de identificación con el que sufre, resulta el sistema actual, en el que quienes más poder tienen para cambiar las cosas son los menos conmovidos y prestos a ello.

Sigue diciendo Camps en su libro que la compasión en sí misma se queda corta, que lo que se requiere en un mundo donde los recursos están distribuidos de forma tan desigual es justicia. De nada sirve decirse «¡qué pena!», entregar unas monedas y seguir adelante como si nada: «La compasión necesaria es aquella que implica indignación [...] contra los que mantienen instituciones que permiten injusticias». La compasión es, pues, una puerta a la justicia. Desgraciadamente, abundan quienes no se ven afectados por esta emoción y, por ende, niegan ciertas injusticias que claman al cielo, sea porque atenta contra sus ideales o porque afecta a personas fuera de su ámbito social, o bien porque creen que «eso» no puede pasarle a ellos.

Los medios de comunicación no ayudan precisamente a cosechar compasión. Hace ya bastante tiempo que la desgracia ajena se convirtió en espectáculo. Que le pregunten a Pedro Piqueras, vaya, cuyos informativos estaban plagados de hechos atroces, terribles, espeluznantes, terroríficos, apocalípticos y demás adjetivos que salteaba con gusto. Actualmente ni siquiera hace falta ver el telediario; los vídeos de decapitaciones, atropellos, peleas y otras lindeces por el estilo pululan por los grupos de WhatsApp y se ponen a disposición de todos en páginas de internet al uso. Frente a las imágenes explícitas están las desgracias más abstractas: las cifras de pobreza, parados, deshaucios, suicidios, embargos, cortes de luz por impago, muertes achacables a los recortes de presupuesto. Ya sea mercadeando con las imágenes más impactantes para ofrecer un espectáculo morboso o reduciéndolas a un número, el caso es que las víctimas son reificadas y despojadas de su humanidad, lo que hace que la compasión se evapore. Según la psicología, es la despersonalización de las víctimas lo que permite que personas normales lleven a cabo atrocidades como las que tuvieron lugar en el siglo XX. Sumémosle a ello el hecho de que ante el torrente inacabable de desgracias con el que se nos bombardea la respuesta más habitual sea el distanciamiento.

A la despersonalización mencionada se opone, curiosamente, la expansión del círculo moral explicada por Peter Singer, descrita aquí por Steven Pinker:

Las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca las entidades que se consideran dignas de consideración moral. El círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, la raza, y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad. Se ha dilatado para pasar de encerrar a la realeza, la aristocracia y los propietarios a encerrar a todos los hombres. Ha pasado de incluir sólo a los hombres a incluir a las mujeres, los niños y los recién nacidos. Se ha ensanchado para abarcar a los delincuentes, los prisioneros de guerra, los civiles enemigos y los discapacitados mentales.
Mucho me temo que en la lucha entre estas dos fuerzas contrarias prevalecerá la despersonalización, pues depende de las zonas menos evolucionadas del cerebro. Aquel ideal budista que asegura que no hay diferencias esenciales entre «yo» y «otro», y que la verdadera iluminación viene de la compasión que disuelve esa barrera, se antoja harto improbable de extenderse al común de la población en un mundo de siete mil millones de personas, tan diferentes unas de otras.

Mientras rumiaba las ideas aquí expuestas no dejaba de pensar en cierto tuit que resumía de forma irónica la situación: «Vivimos en una sociedad de mierda. Se cae una viejecita cruzando la calle y me dejáis riéndome sola». En 1984, Orwell nos había instado a hacernos una idea del futuro imaginando una bota aplastando un rostro humano incesantemente. Lo que este autor inglés dejó fuera de la imagen fue los millones de personas asistiendo indiferentes a tal hecho, ora justificándolo («algo habrá hecho», «se lo merece», «se lo ha buscado»), ora ignorándolo llanamente («no es mi problema», «no hay nada que yo pueda hacer», «que se jodan»). Si los informativos abrieran el veinticinco de diciembre con la noticia «la alta ocupación hotelera obliga al hijo de Dios a nacer en un pesebre», la única reacción que cabría esperar sería la de un ejército de almas duras, inmunes al dolor ajeno, conectándose a sus redes sociales favoritas para hacer mofa y befa de la paternidad del niño Jesús.

Feliz Navidad.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Meditaciones ajenas

En ocasiones, uno se topa con textos del tipo que le hubiera gustado saber escribir, aquellos en los que bellas ideas fluyen como el agua brota de un manantial, transportadas por palabras hiladas de forma elegante que hace que eso de escribir parezca fácil, señal inequívoca de maestría. Hoy les traigo uno de tales textos, firmado por Fernando Jiménez del Oso. Que lo disfruten.

Foto de Ross Pollack

Imagino una sólida estaca hundida profundamente en la tierra. Arrollada a ella, formando un ovillo, una invisible cuerda cuyo extremo libre está atado a nuestra cintura. Nacemos y comenzamos a andar. Unidos a la estaca, recorremos círculos que, al irse desenrollando la cuerda, son cada vez más amplios. Describimos, en fin, con nuestra marcha una espiral que se aleja del punto de partida, hasta que, estirada ya toda la cuerda —si un accidente o una muerte prematura no la han roto—, iniciamos sin darnos cuenta un camino de regreso. Seguimos caminando, pero ahora los círculos van siendo progresivamente más pequeños. Sin cambiar el sentido de la marcha, la espiral, que antes nos alejaba del origen, nos aproxima inexorablemente a él para, enrollada de nuevo la cuerda en torno a la estaca, terminar donde empezamos. Es un viaje de ida y vuelta que, desde la experiencia personal, se ha iniciado en la nada y retorna a ella. Puede que haya un antes y después, quiero creerlo, pero me refiero aquí a lo vital, no a lo trascendente.

En la primera parte de nuestro viaje, recorremos un camino inédito, un sendero de descubrimientos. Experimentamos lo que, por ser nuestro, consideramos único. Con fragmentos de conocimiento ajeno —el de otros que, antes que nosotros, hollaron la misma vereda— y un mínimo de reflexión, elaboramos un conocimiento propio que se nos antoja original y defendemos como si fuera la verdad suprema. En esa fracción de camino incorporamos el amor, el deseo, la pérdida, el dolor… Descubrimos nuestra fragilidad y, asustados, nos aferramos con fuerza a lo que, desde fuera, nos dé esa seguridad de la que carecemos: riqueza, fama, poder, admiración… cada cual de acuerdo a su medida y circunstancia, aunque, a la postre, de poco o nada sirva, porque lo externo es sólo un decorado y en el sí mismo, en lo que somos y sentimos, no cabe otro que uno; se está solo, no hay sitio para nadie y para nada más.

Llegada a su límite la cuerda, comienza a invertirse la espiral y, pensando que seguimos adelante, regresamos, vivimos lo que, en el fondo, ya está vivido. Sentimos, sí, pero es lo que ya antes habíamos sentido, matizado esta vez por el tiempo y la experiencia, sin el desgarro o el gozo que tuvo cuando nuevo. Con la soledad asumida, la necesidad de lo externo se limita a lo esencial, y al reencontrarnos con lo que nos pareció importante, vemos que es cosa vana y no merecía el esfuerzo. Hasta la memoria señala en el viejo el auténtico sentido de la marcha, volviendo fresco el recuerdo de su infancia y desvaído el de lo que hizo esa misma mañana.

Creo que sólo una cosa permite que la vida acabe sin haber emprendido el camino de retorno: dársela a los demás. Sentirse útil al otro, saberse necesario, es romper la cuerda. Una vez rota, se sigue caminando mientras el cuerpo aguanta, sin importar a dónde, sin necesidad alguna de echar la vista atrás. Y es que hay vidas que terminan en sí mismas y otras que sirven para algo.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Autobombo

Pueblan las oficinas de todo el mundo. El resto de trabajadores los tienen claramente identificados. Se les reconoce rápidamente por su uso reiterado de la primera persona del singular. Yo, mi, me, conmigo. Declaran, sin que nadie les haya preguntado, lo ocupados que están, lo relevante y especialmente complicadas que son sus tareas y, a menudo, lo vagos, descuidados o estúpidos que son los demás. Con frecuencia cuestionan el éxito ajeno, lo minusvaloran o, directamente, se apropian de él. Los errores los atribuyen al equipo («la hemos cagado»), los aciertos a su persona («pero hablé con él y lo solucioné»). Trepan por la jerarquía. Mantienen una línea de comunicación constante con sus superiores, los únicos a quienes consideran dignos de un trato educado. «¡Mamá! ¡Mira lo que hago! ¡Mamá! ¡Que no me miras!».

No es inusual que estos individuos medren económicamente. Hace unos meses leí uno de esos artículos sobre cómo pedir que te suban el sueldo del que he olvidado todo salvo esta parte (énfasis mío):

[K]eep a private log of your achievements. Quantify your work by recording what you do and your most important accomplishments. Every week, spend five minutes jotting down the most important tasks and results you achieved during the week. Remember, your manager may be unaware of your performance and results until you let them know.
[...]
In the meeting, focus on your contributions and your market value. Clearly articulate how you've contributed to the organization's success. Map your skills against what the organization values. Let your manager know that you, like all business-savvy professionals, keep abreast of the market value of your position and you believe you are deserving of a raise.

Establish your contribution by outlining the ways you have excelled at your job and show exactly how you have increased profitability or effectiveness, or decreased loss and errors. Never ask for increased compensation without showing at least six concrete ways you deserve it.
Imagen de marsmettnn tallahaassee
Me pareció un consejo sensato. Al fin y al cabo, para la mente humana lo que se ve es todo lo que hay. Si no le dices a tu jefe lo que haces es muy posible que tu contribución pase desapercibida, pues tu superior probablemente tenga la cabeza saturada con un millar de cuestiones. La única forma de que se tenga en cuenta tu trabajo es hablarle de él para que ocupe su escenario mental, de manera que se acuerde de que existe y pueda valorarlo. Es lo que un amigo mío llama «dar visibilidad a tu curro» y lo que otro trata de transmitir cuando me dice que «no basta con ser bueno, también hay que parecerlo».

En uno de los artículos Lo que ves es todo lo que hay trajimos a colación las palabras del psicólogo Dan Ariely, cuya cita vale la pena repetir aquí por ser pertinente de nuevo:

I suspect that in the world of consulting it is hard to estimate directly how good any particular individual is. If you worked in such a place, you would want your managers to know how good you are—but if they couldn’t directly see your quality, what would you do? Working many hours and telling everyone about it might be the best way to give your employer a sense of your commitment—which they might even confuse with your quality. This is a general tendency. Every time we can’t evaluate the real thing we are interested in, we find something easy to evaluate and make an inference based on it.
El conocimiento de este hecho es lo que hizo que el consejo al que me he referido antes se me antojara razonable. También fue la causa de que no me sorprendiera que las más jugosas subidas de sueldo fueran a parar a quienes más bombo se dan. Los jefes, humanos como son (aunque no todos y no siempre lo parezcan), tomaron de buena fe la lista de logros y responsabilidades que sus empleados les transmitieron y ajustaron la paga en concordancia. Obviamente, eso significa que no premiaron el trabajo real sino la versión del mismo que oyeron, con ajustes por arriba o por abajo según el presupuesto, la relación personal y otras razones poco relacionadas con la competencia. Conque lo importante no era el trabajo, sino la propaganda. Y yo sin saberlo. Siendo este el estado de las cosas, es posible que sea más racional dedicar el tiempo de oficina a la publicidad personal en lugar de al trabajo en sí, pues parece que las compensaciones se establecen según la percepción de este último, algo que puede manipularse.

Tal vez algún jefe esté leyendo esto y se diga: «yo sé cuándo me están vendiendo la moto, se me da muy bien calar a los demás, a mí no me engañan». Que exista gente así es conveniente, pues compran productos y contratan servicios a empresas como la mía, pero la realidad es que hay menos gente lista de lo que parece. Pocas personas se miran a sí mismas y reconocen que son susceptibles de engaño, una de las razones por las que compañías que solo venden humo siguen teniendo clientes y por la que a quienes trabajan en recursos humanos se les cuelan a menudo impresentables a quienes dan ganas de patear a la semana de haber sido contratados:

Todos diagnosticamos cuando nos encontramos con una persona o situación por primera vez, y uno tras otro los estudios muestran que no somos muy buenos en estas lides. Sin embargo, cuando entrevistamos a un candidato potencial o iniciamos una nueva relación, sobrevaloramos una y otra vez nuestra habilidad para formarnos una opinión objetiva.
Es por ello que las empresas serias cuentan (según me hace saber alguien que trabaja en una de ellas) con métodos más o menos objetivos de evaluación del personal. Por supuesto, ningún conjunto de números logrará capturar perfectamente la valía de nuestro trabajo, pero cuanto más estructurado sea el proceso y más se basen las decisiones en algo cercano a los hechos en lugar de a las opiniones, menos espacio habrá para la manipulación. Como dicen los hermanos Brafman, la idea es centrarse en la información importante y los datos pertinentes, prescindiendo «de cualquier pregunta que invite al candidato a predecir el futuro, reconstruir el pasado o reflexionar sobre las grandes cuestiones de la vida». Por desgracia, dicho sistema está inevitablemente sesgado contra aquellos cuya labor consiste en prevenir que ocurran ciertos hechos. Si en el último año, pongamos por caso, no ha habido ninguna queja de ningún cliente, o ninguna caída del sistema del que te encargas ¿cómo puede determinarse en qué grado se debe a tu capacidad? De no haber estado tú ¿cuántos clientes se habrían quejado? ¿Uno? ¿Diez? ¿Mil? ¿Un millón? Es razonable suponer que deberían subirte más el sueldo cuando evitas que el sistema informático deje de funcionar tres veces al día que cuando, si lo dejaran a su albur, solo fallaría dos minutos al año pero ¿cómo demostrar que estamos hablando del primer caso?

Cuando tu sustento depende de controlar la opinión acerca de tu trabajo ocurre que, como me decía aquel otro, no estás trabajando, estás haciendo política. Considero que es labor de los mandos recabar la información necesaria acerca del rendimiento de sus empleados para decidir sobre promociones, subidas de sueldo, etc. Creo, por tanto, que actuar solo cuando un subordinado se queja, o aceptar como buena su propia evaluación, constituye una dejación de funciones. En este caso quizá valga la pena plantearse si queremos seguir trabajando para alguien que elige la vía fácil (evaluar lo que alguien le dice que ha hecho en lugar de lo que realmente ha hecho) a la hora de dirimir cuestiones tan importantes como el salario. O quizá valga la pena hacer un curso de márquetin.