En ocasiones, uno se topa con textos del tipo que le hubiera gustado saber escribir, aquellos en los que bellas ideas fluyen como el agua brota de un manantial, transportadas por palabras hiladas de forma elegante que hace que eso de escribir parezca fácil, señal inequívoca de maestría. Hoy les traigo uno de tales textos,
firmado por Fernando Jiménez del Oso. Que lo disfruten.
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Foto de Ross Pollack |
Imagino una sólida estaca hundida profundamente en la tierra. Arrollada a ella, formando un ovillo, una invisible cuerda cuyo extremo libre está atado a nuestra cintura. Nacemos y comenzamos a andar. Unidos a la estaca, recorremos círculos que, al irse desenrollando la cuerda, son cada vez más amplios. Describimos, en fin, con nuestra marcha una espiral que se aleja del punto de partida, hasta que, estirada ya toda la cuerda —si un accidente o una muerte prematura no la han roto—, iniciamos sin darnos cuenta un camino de regreso. Seguimos caminando, pero ahora los círculos van siendo progresivamente más pequeños. Sin cambiar el sentido de la marcha, la espiral, que antes nos alejaba del origen, nos aproxima inexorablemente a él para, enrollada de nuevo la cuerda en torno a la estaca, terminar donde empezamos. Es un viaje de ida y vuelta que, desde la experiencia personal, se ha iniciado en la nada y retorna a ella. Puede que haya un antes y después, quiero creerlo, pero me refiero aquí a lo vital, no a lo trascendente.
En la primera parte de nuestro viaje, recorremos un camino inédito, un sendero de descubrimientos. Experimentamos lo que, por ser nuestro, consideramos único. Con fragmentos de conocimiento ajeno —el de otros que, antes que nosotros, hollaron la misma vereda— y un mínimo de reflexión, elaboramos un conocimiento propio que se nos antoja original y defendemos como si fuera la verdad suprema. En esa fracción de camino incorporamos el amor, el deseo, la pérdida, el dolor… Descubrimos nuestra fragilidad y, asustados, nos aferramos con fuerza a lo que, desde fuera, nos dé esa seguridad de la que carecemos: riqueza, fama, poder, admiración… cada cual de acuerdo a su medida y circunstancia, aunque, a la postre, de poco o nada sirva, porque lo externo es sólo un decorado y en el sí mismo, en lo que somos y sentimos, no cabe otro que uno; se está solo, no hay sitio para nadie y para nada más.
Llegada a su límite la cuerda, comienza a invertirse la espiral y, pensando que seguimos adelante, regresamos, vivimos lo que, en el fondo, ya está vivido. Sentimos, sí, pero es lo que ya antes habíamos sentido, matizado esta vez por el tiempo y la experiencia, sin el desgarro o el gozo que tuvo cuando nuevo. Con la soledad asumida, la necesidad de lo externo se limita a lo esencial, y al reencontrarnos con lo que nos pareció importante, vemos que es cosa vana y no merecía el esfuerzo. Hasta la memoria señala en el viejo el auténtico sentido de la marcha, volviendo fresco el recuerdo de su infancia y desvaído el de lo que hizo esa misma mañana.
Creo que sólo una cosa permite que la vida acabe sin haber emprendido el camino de retorno: dársela a los demás. Sentirse útil al otro, saberse necesario, es romper la cuerda. Una vez rota, se sigue caminando mientras el cuerpo aguanta, sin importar a dónde, sin necesidad alguna de echar la vista atrás. Y es que hay vidas que terminan en sí mismas y otras que sirven para algo.
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