sábado, 29 de septiembre de 2012

Una historia del corazón

Todos a lo largo de la vida pasamos por situaciones que nunca habríamos imaginado que tendríamos que pasar. Situaciones para las que nunca te habían preparado y que te encuentras un buen día sin más. Situaciones que al final son las que acaban determinando quién eres.

Hace casi seis años ya, sufrí una de esas situaciones. Yo no hice nada para salir de ella, simplemente tuve suerte de tener a mi lado a las personas adecuadas. Ellos son los verdaderos protagonistas de la siguiente historia, que lo único que pretende es conseguir que se repita una y otra vez:


Desde entonces mi vida no ha dado ningún giro radical, no hay detrás ninguna de las muchas historias increíbles de superación que podemos ver día a día, ni siquiera fui consciente del impacto que supuso en mi círculo más próximo en su momento hasta tiempo más tarde, ya que se puede decir que yo no lo viví.

Una vez llegué a tomar conciencia de lo excepcional del caso, sabía que en algún momento habría de servir para algo más que para continuar respirando, pero no tenía ni idea de como usarlo. Así han transcurrido los años hasta que Esther y la plataforma de la que forma parte (EdCivEmerg) vinieron a mí, dándole por fin un sentido.

“porque los niños de hoy pueden salvar una vida mañana”

domingo, 23 de septiembre de 2012

In memoriam J.C.F.

A mi abuelo le encantaba el queso.

Hasta bien entrada la adolescencia siempre veraneaba en la aldea natal de mi padre, una casita perdida en medio de los montes de Lugo, en Galicia. Mis hermanas y yo pasábamos allí los días cuidando de los animales de la granja y correteando por los prados. Con mi abuelo aprendí a ordeñar vacas, a segar y rastrillar la hierba con la que alimentarlas, a dar de comer a cerdos, gallinas y corderos, a cortar leña y a hacer pan. Es curioso cómo a veces pasan por vacaciones lo que es trabajo en toda regla. Aún hoy mi padre no para quieto cuando vuelve a esa casa, yendo de recoger cosas del huerto a recolectar miel de las colmenas, mientras mantiene de paso el fuego del horno.

Se fue de a poco, mi abuelo. Durante el último par de años había que bañarle, levantarle y acostarle. No siempre era capaz de comer él solo. Por desgracia llevaba los últimos meses deslizándose por la pendiente de esa enfermedad que todo lo borra. Cuando le vi por última vez -no hace ni treinta días atrás- ya no reconocía a nadie salvo en momentos puntuales de lucidez, cada vez más espaciados. Hablaba, pero eran solo palabras sueltas en un débil susurro. Solía mantener una sonrisa infantil cuando conversabas con él. Ni rastro del mal genio que decían que gastaba; con nosotros siempre fue encantador.

Lamentablemente, en las dos últimas semanas su estado empeoró rápidamente. Ya no se podía mantener sentado, por lo que estaba en la cama todo el día. Después dejó de comer, y hubo que alimentarle con jeringuillas llenas de zumo. Al final dejó de beber también. El pasado domingo, dieciséis de septiembre de 2012, a eso de las nueve y media de la noche, su respiración se desvaneció como lo hacen las canciones, fundiéndose lentamente con el silencio. Le rodeaban su mujer y tres de sus cinco hijos. Tenía ochenta y nueve años recién cumplidos.

Nunca antes había perdido a un miembro cercano de mi familia, y solo una vez había estado en un velatorio, el del padre de mi mejor amigo. «Parece un muñeco» fue lo primero que pensé cuando vi el cadáver de mi abuelo en el tanatorio. Había adelgazado mucho, se le notaba consumido por tantos días sin comer. Para colmo, la persona que preparó el cuerpo no debía de ser muy diestra; mis tíos se quejaban de que no parecía él. Aún así estaba elegante con su traje y su corbata, su pose señorial y el rosario entrelazado entre sus manos -antes recias, ahora huesudas-. «Nuestro más sentido pésame», «es ley de vida», «ahora descansa» y otros tópicos del mismo tenor formaron la retahíla de condolencias del velatorio, fórmulas al uso para un momento en el que en realidad no hay nada que decir. Finalmente lo enterramos en el panteón familiar que él mismo construyó allá por la década de los sesenta. Su cuerpo reposa ahora en el hueco inferior del lado derecho. Sin duda fue el acto físico de meter allí el ataúd la peor parte de todo el proceso. Hay algo terrible en ello que no puedo explicar.

Mi abuelo trabajó todos los días de su vida hasta que los problemas en sus piernas le obligaron a quedarse sentado. Era otro tipo de trabajo, de aquel en el que uno mismo se queda con los frutos de su esfuerzo. Cuando yo era pequeño casi todo lo que se comía en aquella casa era hecho allí: frutas, verduras, pan, leche, carne, huevos... y el queso, ese queso de fortísimo sabor que hacía siempre de postre, el cual mi abuelo cortaba con la navaja que llevaba encima a todas horas (una navaja de las de pueblo, fabricada en la cuchillería del pueblo), acompañándolo de pan o miel, según la apetencia del momento. Todos los años volvíamos de allí con el maletero convertido en improvisada despensa, acomodando como se podía las maletas entre las viandas. A mí me daba un poco sensación de saqueo.

No obstante, los mejores frutos que han salido de aquella casa han sido mi padre, sus dos hermanos (uno de los cuales es mi padrino) y sus dos hermanas (una de las cuales es mi madrina), todas ellas personas fuertes, trabajadoras y solícitas que ahora dan continuidad a ese haz de pensamientos, pasiones y emociones que fue su padre.

Una vez leí que a menudo la muerte se considera una falta de consideración para con los vivos. Sea como sea, ahora toca ocuparse de los que se quedan. Especialmente de mi abuela, que tras sesenta años de matrimonio ha perdido, en un sentido bastante literal, una parte de sí misma. En las parejas que llevan mucho tiempo formadas la mente de uno se extiende hacia la del otro y ambas se entrelazan, hasta el punto de que comparten espacio en sus cabezas para guardar los recuerdos del otro, se influyen mutuamente y piensan de forma conjunta.

«¡Qué triste!» suspiraba la pobre mujer tras la misa mientras mi hermana y yo la acompañábamos de nuevo al coche, sujetándola cada uno de un brazo. Aunque soy ateo la acompañé en silencio durante su rezo del rosario con la ingenua esperanza de repartir un poco la carga del dolor. Su hermana también estaba allí y, al igual que mi abuela, ha perdido a su marido este verano. Me temo que la mayor esperanza de vida de las mujeres lleva consigo la maldición de ver morir a los hombres que quieren.

Al contemplar aquel féretro por primera vez sentí rabia. Tuve ganas de liarme a patadas con todo. Por el dolor de los seres queridos allí reunidos. Porque no podré volver a ver a aquel hombre sentado en su rincón habitual de la mesa disfrutando del vino y el queso. Por mis primos pequeños, que han perdido a su abuelo tan pronto y no podrán aprender de él lo que yo aprendí. Por el absurdo, la banalidad y el sinsentido de la existencia humana.

La sensación que tengo ahora es que la vida se reduce a ver morir a los que te rodean -algunos de los cuales te importan, muchos otros que no- para después, algún día, morirte tú. Y cada noche, mientras intento quedarme dormido, me pregunto quién será el siguiente.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Autosabotaje

Como tantos otros, he estado enamorado varias veces. Como tantos otro, he estado enamorado de personas que no me correspondían. Y como tantos otros, he estado enamorado de quien no me convenía. Una de las lecciones de la adolescencia es que uno no elige de quién se enamora; los sentimientos te atrapan sin más.

Foto de mabelzzz
Venimos al mundo con un buen puñado de preferencias, gustos, inclinaciones y necesidades preprogramadas. La crianza, la educación, la cultura y las experiencias vividas añaden algunas más. Para cuando somos adultos cargamos con una mochila considerable de impulsos y frenos automáticos. Algunos son más o menos maleables, pero otros (innatos) parecen inalterables. Según el caso, puede requerir tanta energía cambiar que pocos se toman la molestia.

Para Richard David Precht la conclusión de todo lo anterior es deprimente (el énfasis es mío):
«Even if I liberate myself from many external constraints, my desires, preferences, and longings remain unfree. I am not the one determining my needs -they are determining me! And that is why many neuroscientists claim that people are utterly incapable of 'reinventing' themselves»
A veces esas necesidades y deseos que nos vienen dados no están alineados con lo que nos conviene, como decía al principio. El resultado es que nos saboteamos a nosotros mismos por acción (hacemos cosas que preferiríamos no hacer) o por inacción (no hacemos cosas que querríamos hacer). Los ejemplos abundan por doquier. Mujeres que solo se ven atraídas por hombres proclives a la infidelidad o a desaparecer inmediatamente tras meter. Hombres a los que les gustaría sentar la cabeza pero que están abonados a labrar en tajo ajeno. Parejas en las que uno quiere hijos y el otro no. Individuos envidiosos de todo y de todos. Empleados que anhelan renunciar a obtener satisfacción en su trabajo. Gente dadivosa en lo personal que preferiría no volcarse tanto hacia los demás porque siempre salen escaldados. Celosos patológicos sin ninguna justificación. Personas a las que les gustaría no dejar todo para el último minuto.

Todos ellos desearían cambiar, transformar sus pulsiones internas y pensar o actuar de otra manera. «Quisiera ser el tipo de persona a la que eso no le preocupa» me decía, verbigracia, un amigo cuando hablábamos de la búsqueda de realización en el trabajo. A mí personalmente me gustaría, entre otras muchas cosas, no darle tantas vueltas a todo, no ser tan cobarde y no estar enganchado al azúcar.

Lamentablemente, me temo que no elegimos nada de lo anterior: ni las necesidades ni los deseos ni las preferencias ni el objeto de nuestras preocupaciones. Lo que sucede es que el subconsciente pide algo («¡quiero una casa más grande!») y la razón se lo niega («no hay dinero») pero el primero hace caso omiso y sigue rogando y pataleando, amargando a uno la existencia. Más tarde, cuando es la razón la que se fija un objetivo («debo ver las cosas buenas que tengo») si el subconsciente no está interesado hará oídos sordos y seguirá a lo suyo («¡quiero una casa más grande!»), denegando el impulso interno que tanto ayuda a la consecución de nuestros objetivos.

No digo que seamos totalmente esclavos de nuestras propensiones. A veces podemos hacer valer nuestra voluntad para no llevar a cabo todo lo que nos pide el cuerpo, pero no parece que seamos capaces de cambiar qué es eso que nos pide. Difícilmente nos levantaremos un día queriendo desde lo hondo de nuestra persona aquello que anoche queríamos querer. Es cierto que algunas de las cosas que he mencionado cambian con el tiempo pero, como digo, no ocurre de forma voluntaria. Más bien creo que nos vamos adaptando a base de intentar ignorar esa vocecilla interna -aunque se resista a callar, la condenada-.

Ojalá en el caso del lector sus deseos conscientes coincidan con los que surgen de su interior, especialmente en lo que atañe a cuestiones importantes. Eso le ahorrará muchas amarguras.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Disfrutar la vida

Colin Farrell interpretó en un episodio de Scrubs a un irlandés juerguista cierrabares que le decía a los doctores:
«¿Vosotros qué, troncos? Aquí salvando vidas todos los días, y aún así salís y quemáis los bares. Porque vosotros salís de noche ¿verdad?» 
Foto de mabelzzz
Cuando los jóvenes galenos le dicen que, debido a sus horarios, lo que hacen realmente es acostarse temprano él replica:
«Tíos, ya dormiréis cuando estéis muertos. Tenéis que salir a la calle, tenéis que hablar con extraños. Desayunar cervezas. Enrollaros con la chica más fea de la fiesta. Iros de viaje a Texas ¿sabéis? Bailad con mujeres cansadas de sus maridos. La vida os pone todo en el regazo. Atreveos a abrazarla»
Su personaje me recordó al también irlandés George Best, un futbolista de la década de los sesenta a quien se atribuye la frase «he gastado mucho dinero en mujeres, alcohol y coches; el resto lo he desperdiciado». En la vida real, Farrell tiene un tatuaje en el brazo con la frase carpe diem. Según él, esa locución latina significa que hay que aprovechar el día, vivir el momento y dejar que el ayer desaparezca. Para el filósofo Julian Baggini dicha interpretación es una receta para el desastre:
«Si eso fuera lo que carpe diem significa realmente, yo diría que Farrell ha cometido un error al intentar vivir siguiendo esa definición. Vivir sólo para el momento y olvidar el mañana o el ayer no es una receta para la satisfacción. El problema es que los placeres van y vienen, y el mañana que imaginamos que jamás llegará casi siempre llega. El hedonismo puro nos deja vacíos, siempre estamos anhelando más placer y jamás no sentimos saciados. Las llamadas de atención están ahí, desde Platón y Aristóteles hasta Dorothy Parker pasando por Kierkegaard.»
Nunca he comulgado con el hedonismo simple típico del filósofo de bar. En primer lugar, porque no creo que dé sentido a la vida. Stephen Hetherington lo resume muy bien:
«La gente no piensa por lo general que si un gato siente placer, eso le otorga sentido a su vida. Así que la próxima vez que oigas a alguien explayarse entusiasmada sobre el sentido que dan a su vida la "buena comida, el buen vino, la buena conversación, en fin, el placer puro y llano", pregúntate si es tan obvio que su vida adquiera por ello más signifcado que la vida de un gato feliz. ¿Es acaso el placer como tal demasiado frívolo como para contribuir a darle verdadero significado a una vida?»
En segundo lugar, porque soy una de esas personas que necesita la narrativa para vivir. Una existencia basada en la mera sucesión de episodios de goce me parece vacía y sin significado. No quisiera que, si algún día viera pasar toda mi vida por delante de mis ojos, lo único que se proyectara ante ellos fuera una comilona seguida por otra comilona, seguida por un polvo, seguido por una comilona. Creo que la vida, como las buenas series de televisión, necesita una trama transversal que alumbre un todo satisfactorio. La típica serie basada en el caso de la semana acaba aburriendo a cualquiera.

Vivir cada día como si fuera el último implicaría la imposibilidad de llevar a cabo proyectos vitales. «He aprendido a depender [de Dios], a vivir al día y a renunciar a hacer planes. Tenemos el día de hoy, pero quizá no tengamos el de mañana», dijo una de sus entrevistadas a la doctora Kubler Ross. Nada nos garantiza que llegue el mañana, es cierto, pero eso es una invitación a no postergar las cosas, no a renunciar a nuestros planes a largo plazo. La flexibilidad mal entendida que conlleva renunciar al timón da un resultado opuesto al buscado.

Hay una tercera razón para que no comparta el enfoque del que estamos hablando. Es una razón que, además, hace que se me atraganten las personas que se guían por un estilo de vida así. Me temo, sufrido lector, que hemos llegado al punto en el que me pongo a pontificar, de modo que le entenderé si se salta los dos párrafos siguientes.

No somos el puto oso Yogui. El mundo no es un panal de miel puesto a nuestra disposición para darle gusto al cuerpo. No estamos solos. Otras personas -cercanas o no- nos necesitan. Tenemos obligaciones para con los demás. La vida no es solo diversión y jodienda. Nuestro disfrute no puede subvertir nuestro sentido del deber. ¿Qué pensaríamos de un médico que no atiende una urgencia porque está disfrutando del postre en su hora libre para comer?

No digo que debamos hacer vida ascética. Lo que digo es que hacer de los chutes de serotonina y dopamina un fin en sí mismo es reprochable, más aún cuando muchos sufren tanto y tan continuamente.  Mientras unos pocos nos ponemos ciegos a aperitivos, otros muchos tienen que atarse fuertemente una cuerda a la cintura para dejar de sentir hambre. Los analgésicos que algunos toman para la resaca los fabrican empresas que llevan a cabo sus ensayos médicos en países del tercer mundo sin ninguna ética médica. Millones de personas no tienen acceso a los avances científicos producidos en los últimos cien años. La fruición propia no es lo más importante del mundo. A mi juicio, es una obligación moral renunciar a parte de ella por el bien de los demás dedicando, verbigracia, el dinero que gastamos en comida y bebercio de utilidad marginal reducida o nula a mejores fines.

Una vez conversaba con alguien acerca de visiones sobre la vida y, en su caso, solo supo decirme que lo que tenía claro era que la vida hay que disfrutarla. En casos así, ya se refiriera a placeres simples, a gratificaciones o a estados de flujo la perspectiva es siempre la misma: «¿qué puedo obtener yo del mundo?». Curiosamente, las investigaciones en psicología apuntan en la dirección contraria: si lo que se busca es ser feliz la perspectiva adecuada tal vez sería «¿qué puedo darle al mundo?».

domingo, 2 de septiembre de 2012

Los hombres que no amaban a las mujeres (apéndice)

Por un lado, hasta la semana 14 de embarazo se puede decidir libremente sin justificación alguna interrumpir el embarazo. Por otro lado, por protocolo médico a finales del primer trimestre del embarazo (entre la semana 10 a 12) se practican pruebas para detectar las posibilidades de que el fecto pueda tener alguna anomalía cromosómica como el síndrome de Down. Si las probabilidades son altas (y hablamos de probabilidades) se permite abortar como máximo en la semana 22, así como si se detecta cualquier otra anomalía o malformación grave. Por último, solo en casos muy extremos en los que se detecte una anomalía o malformación tal que resulte incompatible con la vida puede interrumpirse el embarazo sin límite alguno de plazo.

Foto de pasma
Dicho esto, me resulta contradictorio pensar que hasta la semana 22 pueda decidirse interrumpir el embarazo si se produce alguna de las circunstancias antes mencionadas y, en cambio, no se pueda a partir de dicha semana 22 pues ¿acaso no mucho antes ya se conoce el sexo del feto y todos sus órganos están en desarrollo? Luego antes o después de la semana 22 se trata de la misma vida humana en formación, aunque evidentemente exista la diferencia del tamaño.

Al margen de los plazos, llegado el caso de detección de una alteración, anomalía, malformación o enfermedad grave, qué duda cabe de que los padres son los primeros inmersos en una situación de caos moral, a los que pienso debería corresponder decidir si el embarazo debe llevarse o no a término y, en mi opinión, tan lícito es adoptar una postura como otra, llevando implícitas cada una de ellas sus propias consecuencias.

Estoy de acuerdo en que en este asunto hay constestaciones y no respuestas, por lo que al tratarse de una cuestión pura y estrictamente moral ¿por qué un político se cree con derecho a prohibir algo que no compete a su propia moralidad sino a la de los padres, dependiendo de hacia dónde inclinen la balanza? ¿Se ha parado a pensar por qué en nuestra sociedad se observan cada vez menos casos de personas con síndrome de Down, parálisis cerebrales o cualquier otra anomalía grave de nacimiento?

El Colegio de Ginecólogos está luchando en los últimos años para que el gobierno permita interrumpir el embarazo en cualquier momento -independientemente de la semana de gestación- cuando se detecte una alteración, anomalía, malformación o enfermedad grave en el feto. Los médicos son humanos y por tanto tienen moralidad. En su mayoría recomiendan de manera extraoficial interrumpir el embarazo incluso después de la semana 22 en estos casos, a pesar de no ser legal en la actualidad en España. Es más, en el 90% aproximadamente de los casos los padres optan por la interrupción recurriendo a una vía que queda fuera de nuestra legislación y que es proporcionada por los propios médicos. Me pregunto entonces hasta qué punto es apropiada la intervención política en la imposición de plazos en estos casos (y no digamos por parte de la Iglesia).