lunes, 29 de diciembre de 2014

Un año de libros (edición 2014)

Metidos en estas fechas, gusto de traer la sólita serie de recomendaciones literarias, sin ningún orden en particular. Como siempre, la relación completa de libros puede consultarse en nuestra estantería de Anobii.

Foto de Abhi Sharma

“23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo”, de Ha-Joon Chang. Ha-Joon Chang es un economista coreano que da clases en la Universidad de Cambridge, autor de varios libros ampliamente discutidos. En esta obra analiza las diferencias entre el dicho y el hecho del sistema capitalista, asuntos como la falsa globalización (que es efectiva solo para el capital, no para los trabajadores), los mercados libres (que rara vez hacen ricos a los países subdesarrollados), la planificación de la economía (todas las economías están planificadas centralmente en mayor o menor grado), la nacionalidad del capital (que fluye al país de origen del dueño de la empresa) o la economía del conocimiento (que, en realidad, sigue siendo principalmente manufacturera).

“Models. Behaving. Badly.: Why Confusing Illusion with Reality Can Lead to Disaster, on Wall Street and in Life”, de Emanuel Derman. Diríase que los economistas envidian la certeza y solidez de la física y las matemáticas. Desde la década de los cincuenta, las teorías económicas se han vestido de ecuaciones, teoremas y otros artificios numéricos para dar un aire de ciencia a una disciplina que, como la crisis financiera ha puesto de manifiesto nuevamente, tiene más de astrología que de astronomía. Emanuel Derman trabajó como analista cuantitativo para Goldman Sachs, desarrollando modelos económicos para ganar dinero con renta fija. En esta obra reflexiona sobre qué es un modelo y qué una teoría, qué precauciones hay que tomar cuando se utilizan modelos y en qué se diferencia la economía de ciencias como las matemáticas y la física. No es un libro técnico sino autobiográfico, con disquisiciones filosóficas que abarcan la política, la vida diaria, la física y la economía.

“Forecast: What Physics, Meteorology, and the Natural Sciences Can Teach Us About Economics, de Mark Buchanan. Otro libro que, como el anterior, muestra cuán desnudo va el emperador, y que para hacer verdadera ciencia se requiere algo más que prolijas ecuaciones. Mientras los economistas venden el libre mercado como una especie de máquina mágica que, dejada a su albur, es capaz de tomar todos nuestros deseos y preocupaciones y decirnos qué hacer, cuánto y a que precio, los ciudadanos de a pie sufrimos las consecuencias de las burbujas económicas que nacen y explotan continuamente. Sostiene Buchanan que los mercados comparten muchas características con sistemas físicos dinámicos y caóticos y que, por ello, los economistas podrían aprender mucho de la física que estudia dichos sistemas. En una analogía con el clima, Buchanan analiza cómo los economistas defienden sus propuestas como un camino hacia un día soleado sin fin, cuando lo cierto es que probablemente las nubes y las tormentas sean algo inevitable de la economía.

“The Numbers Game: Why Everything You Know About Football is Wrong”, de Chris Anderson y David Sally. Aunque no lo siga habitualmente, lo cierto es que el fútbol me gusta (serán reminiscencias de una infancia obsesionada con él). Mientras en Estados Unidos abundan las estadísticas deportivas, en Europa la recogida de datos como costumbre es un fenómeno más bien reciente. El análisis estadístico de dichos datos recogido por Anderson y Sally revela algunos hechos sorprendentes que contravienen el saber establecido, algo a lo que le dedicamos un artículo resumen en su día.

“La ola que arrasó España: ascenso y caída de la cultura del ladrillo”, de Guillermo Valcárcel. Obviamente, esta es una recomendación dirigida a aquellos españoles que vivieron la burbuja inmobiliaria y sufren actualmente sus consecuencias. El autor entrelaza en la narración la evolución de la política de vivienda (desde la era franquista hasta la actualidad) con sus recuerdos como jefe de obra desde los noventa. Es un libro interesante y entretenido que muestra los entresijos de la construcción, desde la especulación con el suelo a los chanchullos en la adjudicación de contratos por parte de las administraciones públicas, pasando por la vida diaria de la obra: los robos, los accidentes, las chapuzas, las bromas, la corrupción y un largo etcétera.

“El capital en el siglo XXI”, de Thomas Piketty. Un libro muy, muy denso que podría haberse resumido bastante. Lo he incluido en la lista principalmente por lo que significa y el debate que se ha generado en torno a él (tiene pinta de que se convertirá en un clásico). Lo que más me ha gustado es su perspectiva histórica, analizando la distribución de la riqueza remontándose varios siglos en el tiempo, algo permite apreciar tendencias eliminando parte del ruido. También he disfrutado su aproximación literaria a la economía, con referencias a obras clásicas para mostrar cómo se vivía y qué significaba ser rico en siglos pasados. Un trabajo concienzudo, controvertido y muy criticado que uno ha de leer para formarse su propia opinión.

“Doctored: The Disillusionment of an American Physician”, de Sandeep Jauhar. Estados Unidos gasta más dinero que ningún otro país en sanidad y, aún así, sus indicadores de salud están entre los peores de los países desarrollados. Este libro cuenta, a través de las memorias de un médico, todos los problemas que sufre el sistema sanitario norteamericano. Es lo que ocurre, me temo, cuando se deja la sanidad en manos privadas. Médicos que para ganarse la vida se ven obligados a hacer pruebas, pruebas y más pruebas, incluso en pacientes que no las necesitan o que corren bastante riesgo al someterse al procedimiento. Cirujanos que se niegan a operar para librarse de una posible demanda por negligencia o de una mancha en su historial. Facultativos que se dejan captar por las farmacéuticas para complementar sus ingresos. Etcétera. Es una obra muy personal, con las tribulaciones del autor descritas en detalle, sus problemas familiares y las historias de sus pacientes. Leerlo me trajo muchos recuerdos como trabajador de la sanidad, recuerdos que plasmé en un artículo.

“La paradoja de la globalización”, de Dani Rodrik. Dice Rodrik que entre globalización, democracia y soberanía nacional solo se pueden tener dos de tres. Si se quiere globalización y democracia, habríamos de renunciar a un gobierno nacional en favor de uno mundial. Si uno quiere mantener la soberanía nacional, o bien renuncia a la globalización e impone sus propias reglas, nacidas del proceso democrático (lo que puede hacer que las empresas no quieran hacer negocios en nuestro país), o se renuncia a dichas reglas nacionales y se acatan las impuestas por organizaciones como la OCDE, el Banco Mundial, el FMI, etc. Un libro muy interesante que muestra que no es oro todo lo que reluce, que en la economía global hay que desistir de ciertas ventajas si se quieren conseguir otras, y que pone de relieve las sombras y dudas que afectan a la globalización y, en general, a la teoría macroeconómica. Un autor que, para variar, reconoce los límites que existen en el conocimiento actual y no argumenta como si estuviera transmitiendo la verdad revelada, característica que escasea entre los que se dedican a la economía.

“¡Que vienen los lobbies! El opaco negocio de la influencia en España”, de Juan Francés. Dice un viejo aforismo –recogido en el libro– que hay dos cosas que es mejor no saber cómo se elaboran: las leyes y las salchichas. La obra empieza con una anécdota jugosa. El partido del gobierno redacta una proposición de ley. Cuando revisa las enmiendas propuestas por los otros grupos parlamentarios se da cuenta de que dos partidos han presentado exactamente la misma, punto por punto. ¿Cómo es eso posible? Resulta que la enmienda la había redactado uno de los grandes bancos españoles y se la había entregado a ambos partidos para que la presentaran como propia, cosa que estos hicieron sin cambiar ni una sola coma (algo muy habitual, parece ser).
Aunque la segunda parte del libro está centrada en España, la primera trata sobre los grupos de presión en aquellos países donde están más desarrollados, Estados Unidos y Reino Unido. Un libro imprescindible para entender la política actual y cómo y por qué los lobbies transforman el sistema democrático de «una persona, un voto» en uno de «un dólar, un voto».

“Thinking In Numbers”, de Daniel Tammet. Me encanta el estilo de Tammet, tan sencillo y elegante, mezcla perfecta de literatura, matemáticas y apuntes personales. Disfruté mucho su autobiografía Nacido en un día azul, lo que hizo que me animara a leer este, que no dejaba de aparecer en las listas de libros recomendados del año. Si bien los primeros capítulos no me cautivaron especialmente, en conjunto es un libro muy hermoso, curioso e interesante, con reflexiones únicas de una persona que ve el mundo con unos ojos muy diferentes.

“The Guinea Pig Diaries”, de A.J. Jacobs. Hace unos años ya les recomendaba otro libro de este autor, aquel en el que se leía la Enciclopedia Británica de la A a la Z. En cada capítulo de este otro libro, Jacobs realiza un experimento consigo mismo durante treinta días: no contar mentiras, hacerse pasar por una chica guapa en un portal de citas, no hacer más de una cosa a la vez, asistir a los Oscar suplantando a un actor famoso, vivir racionalmente... En el capítulo final describe los treinta días que vive como esclavo de su mujer, haciendo absolutamente todo lo que esta le pide, sin rechistar. Jacobs es muy ingenioso y hace reír continuamente (al menos a mí). Muy entretenido.

“GDP: A Brief but Affectionate History”, de Diane Coyle. Políticos, economistas y cuñados han convertido el PIB en un número fetiche, una especie de dios sacroprofano al que se han de ofrecer continuos sacrificios para que crezca mucho y continuamente, con la promesa de un mundo mejor. Este breve escrito narra la historia del PIB, concepto nacido durante la II Guerra Mundial para planificar el esfuerzo bélico, así como su evolución desde entonces, su definición y los problemas que supone calcularlo. Cuenta lo que mide y lo que no, y cómo son necesarios indicadores alternativos para medir el bienestar social y «la economía» en una época de servicios donde muchos de ellos son gratuitos (como Google) o proporcionados por el gobierno, y cuya contribución no puede medirse como quien cuenta pares de zapatos producidos.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Espíritu navideño

«Veinticinco, ya es Navidad.
Todos juntos vamos a brindar
por Ruanda, Etiopía.
En Venezuela o en la India,
ahí mueren niños.
Feliz Navidad.»

SKA-P, Villancico. 

Dos noticias se entienden mejor juntas, oigo decir a menudo últimamente. Por un lado, la ONG Educo presentó un anuncio alertando sobre la desnutrición infantil en España basado, según cuentan, en la historia real de Marta, una niña de once años que a los Reyes Magos les pide un plato de macarrones (de acuerdo con esta organización, en España uno de cada cuatro niños está malnutrido y uno de cada tres en riesgo de pobreza). Por otro lado, la portavoz Mònica Oltra acusó al diputado del PP en las Corts Valencianes, Rubén Ibáñez, de decir «ahora saco el pañuelo y lloro» en relación a este tema del hambre infantil (algo que él niega y que es imposible dilucidar con el vídeo que ha compartido la portavoz, de manera que el asunto se reduce a la palabra de uno contra la del otro).

Ilustración de John Holcroft
Este tipo de noticias chirrían especialmente en Navidad, una época en la que la bondad se nos presupone (si bien hay quien no se porta bien ni un solo día en todo el año). La tradición manda que en estas fechas seamos niños buenos, intercambiemos parabienes y felices deseos, y que nos demos besos en los morros unos a otros. Smuac, smuac, que dice Pérez-Reverte. Comentando la noticia sobre el diputado del PP en unos foros peruanos alguien escribía: «Los espanoles (sic) tienen la sensibilidad de una pared. Son criaturas insensibles, brutas y toscas». Ay, si solo fueran los españoles. Creo que donde mi primo dijo «espanoles» quería decir «humanos». Es mi opinión que hay una escasez generalizada de compasión en el mundo, escasez que, por los libros que leo, los debates que sigo y las conversaciones que escucho, es especialmente grave entre gente acaudalada, políticos y economistas. Seguramente sea una de esas quejas que se mantiene desde el origen de la especie, como la de que los demás son idiotas.

La compasión, afirma Victoria Camps, es la emoción más aprobada por la tradición filosófica a lo largo de los años:

Compasión es la traducción latina del griego simpatía, sentimiento en el que Hume hizo descansar su concepción de la moralidad. Si algo hay en los humanos que explica la existencia de una ética basada en la obligación de no hacerse daño y respetarse mutuamente, es ese sentimiento que nos vincula con los semejantes, que lleva a compadecerse de los que sufren, así como a alegrarse de su buena suerte, hasta el punto de que la inhumanidad y la falta de compasión son la misma cosa.
Aristóteles definía este sentimiento en su Retórica como «cierta tristeza por un mal que aparece grave o penoso en quien no es merecedor de padecerlo». El célebre filósofo observó que no sienten compasión los soberbios (aquellos con un «espíritu insolente»), pues se creen a salvo de sufrir mal alguno, lo que podría explicar en parte por qué a los políticos, con sueldos a partir de sesenta mil euros anuales y todos los gastos pagados, amén de un trato preferente ante la justicia, no les importan sus votantes y solo se preocupan por sí mismos. Aristóteles también incidió en que para sentir compasión es necesario que el mal «podría esperar padecerlo uno mismo o alguno de los allegados de uno, y esto cuando apareciese cercano». Este es otro hecho bien conocido por todos (me temo que hoy no traigo más que obviedades) y el motivo por el que el gobierno obliga a los directores de los medios de comunicación a «ser buenos» y no hablar de las desgracias de los ciudadanos, no vaya a ser que los espectadores se identifiquen con los perjudicados, se indignen y exijan algún cambio social. (La compasión parece estar basada en un circuito neuronal de la parte primitiva del cerebro que se activa cuando se ve sufrir a alguien cercano o similar a uno mismo). De la unión de ambos factores, soberbia y ausencia de identificación con el que sufre, resulta el sistema actual, en el que quienes más poder tienen para cambiar las cosas son los menos conmovidos y prestos a ello.

Sigue diciendo Camps en su libro que la compasión en sí misma se queda corta, que lo que se requiere en un mundo donde los recursos están distribuidos de forma tan desigual es justicia. De nada sirve decirse «¡qué pena!», entregar unas monedas y seguir adelante como si nada: «La compasión necesaria es aquella que implica indignación [...] contra los que mantienen instituciones que permiten injusticias». La compasión es, pues, una puerta a la justicia. Desgraciadamente, abundan quienes no se ven afectados por esta emoción y, por ende, niegan ciertas injusticias que claman al cielo, sea porque atenta contra sus ideales o porque afecta a personas fuera de su ámbito social, o bien porque creen que «eso» no puede pasarle a ellos.

Los medios de comunicación no ayudan precisamente a cosechar compasión. Hace ya bastante tiempo que la desgracia ajena se convirtió en espectáculo. Que le pregunten a Pedro Piqueras, vaya, cuyos informativos estaban plagados de hechos atroces, terribles, espeluznantes, terroríficos, apocalípticos y demás adjetivos que salteaba con gusto. Actualmente ni siquiera hace falta ver el telediario; los vídeos de decapitaciones, atropellos, peleas y otras lindeces por el estilo pululan por los grupos de WhatsApp y se ponen a disposición de todos en páginas de internet al uso. Frente a las imágenes explícitas están las desgracias más abstractas: las cifras de pobreza, parados, deshaucios, suicidios, embargos, cortes de luz por impago, muertes achacables a los recortes de presupuesto. Ya sea mercadeando con las imágenes más impactantes para ofrecer un espectáculo morboso o reduciéndolas a un número, el caso es que las víctimas son reificadas y despojadas de su humanidad, lo que hace que la compasión se evapore. Según la psicología, es la despersonalización de las víctimas lo que permite que personas normales lleven a cabo atrocidades como las que tuvieron lugar en el siglo XX. Sumémosle a ello el hecho de que ante el torrente inacabable de desgracias con el que se nos bombardea la respuesta más habitual sea el distanciamiento.

A la despersonalización mencionada se opone, curiosamente, la expansión del círculo moral explicada por Peter Singer, descrita aquí por Steven Pinker:

Las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca las entidades que se consideran dignas de consideración moral. El círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, la raza, y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad. Se ha dilatado para pasar de encerrar a la realeza, la aristocracia y los propietarios a encerrar a todos los hombres. Ha pasado de incluir sólo a los hombres a incluir a las mujeres, los niños y los recién nacidos. Se ha ensanchado para abarcar a los delincuentes, los prisioneros de guerra, los civiles enemigos y los discapacitados mentales.
Mucho me temo que en la lucha entre estas dos fuerzas contrarias prevalecerá la despersonalización, pues depende de las zonas menos evolucionadas del cerebro. Aquel ideal budista que asegura que no hay diferencias esenciales entre «yo» y «otro», y que la verdadera iluminación viene de la compasión que disuelve esa barrera, se antoja harto improbable de extenderse al común de la población en un mundo de siete mil millones de personas, tan diferentes unas de otras.

Mientras rumiaba las ideas aquí expuestas no dejaba de pensar en cierto tuit que resumía de forma irónica la situación: «Vivimos en una sociedad de mierda. Se cae una viejecita cruzando la calle y me dejáis riéndome sola». En 1984, Orwell nos había instado a hacernos una idea del futuro imaginando una bota aplastando un rostro humano incesantemente. Lo que este autor inglés dejó fuera de la imagen fue los millones de personas asistiendo indiferentes a tal hecho, ora justificándolo («algo habrá hecho», «se lo merece», «se lo ha buscado»), ora ignorándolo llanamente («no es mi problema», «no hay nada que yo pueda hacer», «que se jodan»). Si los informativos abrieran el veinticinco de diciembre con la noticia «la alta ocupación hotelera obliga al hijo de Dios a nacer en un pesebre», la única reacción que cabría esperar sería la de un ejército de almas duras, inmunes al dolor ajeno, conectándose a sus redes sociales favoritas para hacer mofa y befa de la paternidad del niño Jesús.

Feliz Navidad.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Meditaciones ajenas

En ocasiones, uno se topa con textos del tipo que le hubiera gustado saber escribir, aquellos en los que bellas ideas fluyen como el agua brota de un manantial, transportadas por palabras hiladas de forma elegante que hace que eso de escribir parezca fácil, señal inequívoca de maestría. Hoy les traigo uno de tales textos, firmado por Fernando Jiménez del Oso. Que lo disfruten.

Foto de Ross Pollack

Imagino una sólida estaca hundida profundamente en la tierra. Arrollada a ella, formando un ovillo, una invisible cuerda cuyo extremo libre está atado a nuestra cintura. Nacemos y comenzamos a andar. Unidos a la estaca, recorremos círculos que, al irse desenrollando la cuerda, son cada vez más amplios. Describimos, en fin, con nuestra marcha una espiral que se aleja del punto de partida, hasta que, estirada ya toda la cuerda —si un accidente o una muerte prematura no la han roto—, iniciamos sin darnos cuenta un camino de regreso. Seguimos caminando, pero ahora los círculos van siendo progresivamente más pequeños. Sin cambiar el sentido de la marcha, la espiral, que antes nos alejaba del origen, nos aproxima inexorablemente a él para, enrollada de nuevo la cuerda en torno a la estaca, terminar donde empezamos. Es un viaje de ida y vuelta que, desde la experiencia personal, se ha iniciado en la nada y retorna a ella. Puede que haya un antes y después, quiero creerlo, pero me refiero aquí a lo vital, no a lo trascendente.

En la primera parte de nuestro viaje, recorremos un camino inédito, un sendero de descubrimientos. Experimentamos lo que, por ser nuestro, consideramos único. Con fragmentos de conocimiento ajeno —el de otros que, antes que nosotros, hollaron la misma vereda— y un mínimo de reflexión, elaboramos un conocimiento propio que se nos antoja original y defendemos como si fuera la verdad suprema. En esa fracción de camino incorporamos el amor, el deseo, la pérdida, el dolor… Descubrimos nuestra fragilidad y, asustados, nos aferramos con fuerza a lo que, desde fuera, nos dé esa seguridad de la que carecemos: riqueza, fama, poder, admiración… cada cual de acuerdo a su medida y circunstancia, aunque, a la postre, de poco o nada sirva, porque lo externo es sólo un decorado y en el sí mismo, en lo que somos y sentimos, no cabe otro que uno; se está solo, no hay sitio para nadie y para nada más.

Llegada a su límite la cuerda, comienza a invertirse la espiral y, pensando que seguimos adelante, regresamos, vivimos lo que, en el fondo, ya está vivido. Sentimos, sí, pero es lo que ya antes habíamos sentido, matizado esta vez por el tiempo y la experiencia, sin el desgarro o el gozo que tuvo cuando nuevo. Con la soledad asumida, la necesidad de lo externo se limita a lo esencial, y al reencontrarnos con lo que nos pareció importante, vemos que es cosa vana y no merecía el esfuerzo. Hasta la memoria señala en el viejo el auténtico sentido de la marcha, volviendo fresco el recuerdo de su infancia y desvaído el de lo que hizo esa misma mañana.

Creo que sólo una cosa permite que la vida acabe sin haber emprendido el camino de retorno: dársela a los demás. Sentirse útil al otro, saberse necesario, es romper la cuerda. Una vez rota, se sigue caminando mientras el cuerpo aguanta, sin importar a dónde, sin necesidad alguna de echar la vista atrás. Y es que hay vidas que terminan en sí mismas y otras que sirven para algo.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Autobombo

Pueblan las oficinas de todo el mundo. El resto de trabajadores los tienen claramente identificados. Se les reconoce rápidamente por su uso reiterado de la primera persona del singular. Yo, mi, me, conmigo. Declaran, sin que nadie les haya preguntado, lo ocupados que están, lo relevante y especialmente complicadas que son sus tareas y, a menudo, lo vagos, descuidados o estúpidos que son los demás. Con frecuencia cuestionan el éxito ajeno, lo minusvaloran o, directamente, se apropian de él. Los errores los atribuyen al equipo («la hemos cagado»), los aciertos a su persona («pero hablé con él y lo solucioné»). Trepan por la jerarquía. Mantienen una línea de comunicación constante con sus superiores, los únicos a quienes consideran dignos de un trato educado. «¡Mamá! ¡Mira lo que hago! ¡Mamá! ¡Que no me miras!».

No es inusual que estos individuos medren económicamente. Hace unos meses leí uno de esos artículos sobre cómo pedir que te suban el sueldo del que he olvidado todo salvo esta parte (énfasis mío):

[K]eep a private log of your achievements. Quantify your work by recording what you do and your most important accomplishments. Every week, spend five minutes jotting down the most important tasks and results you achieved during the week. Remember, your manager may be unaware of your performance and results until you let them know.
[...]
In the meeting, focus on your contributions and your market value. Clearly articulate how you've contributed to the organization's success. Map your skills against what the organization values. Let your manager know that you, like all business-savvy professionals, keep abreast of the market value of your position and you believe you are deserving of a raise.

Establish your contribution by outlining the ways you have excelled at your job and show exactly how you have increased profitability or effectiveness, or decreased loss and errors. Never ask for increased compensation without showing at least six concrete ways you deserve it.
Imagen de marsmettnn tallahaassee
Me pareció un consejo sensato. Al fin y al cabo, para la mente humana lo que se ve es todo lo que hay. Si no le dices a tu jefe lo que haces es muy posible que tu contribución pase desapercibida, pues tu superior probablemente tenga la cabeza saturada con un millar de cuestiones. La única forma de que se tenga en cuenta tu trabajo es hablarle de él para que ocupe su escenario mental, de manera que se acuerde de que existe y pueda valorarlo. Es lo que un amigo mío llama «dar visibilidad a tu curro» y lo que otro trata de transmitir cuando me dice que «no basta con ser bueno, también hay que parecerlo».

En uno de los artículos Lo que ves es todo lo que hay trajimos a colación las palabras del psicólogo Dan Ariely, cuya cita vale la pena repetir aquí por ser pertinente de nuevo:

I suspect that in the world of consulting it is hard to estimate directly how good any particular individual is. If you worked in such a place, you would want your managers to know how good you are—but if they couldn’t directly see your quality, what would you do? Working many hours and telling everyone about it might be the best way to give your employer a sense of your commitment—which they might even confuse with your quality. This is a general tendency. Every time we can’t evaluate the real thing we are interested in, we find something easy to evaluate and make an inference based on it.
El conocimiento de este hecho es lo que hizo que el consejo al que me he referido antes se me antojara razonable. También fue la causa de que no me sorprendiera que las más jugosas subidas de sueldo fueran a parar a quienes más bombo se dan. Los jefes, humanos como son (aunque no todos y no siempre lo parezcan), tomaron de buena fe la lista de logros y responsabilidades que sus empleados les transmitieron y ajustaron la paga en concordancia. Obviamente, eso significa que no premiaron el trabajo real sino la versión del mismo que oyeron, con ajustes por arriba o por abajo según el presupuesto, la relación personal y otras razones poco relacionadas con la competencia. Conque lo importante no era el trabajo, sino la propaganda. Y yo sin saberlo. Siendo este el estado de las cosas, es posible que sea más racional dedicar el tiempo de oficina a la publicidad personal en lugar de al trabajo en sí, pues parece que las compensaciones se establecen según la percepción de este último, algo que puede manipularse.

Tal vez algún jefe esté leyendo esto y se diga: «yo sé cuándo me están vendiendo la moto, se me da muy bien calar a los demás, a mí no me engañan». Que exista gente así es conveniente, pues compran productos y contratan servicios a empresas como la mía, pero la realidad es que hay menos gente lista de lo que parece. Pocas personas se miran a sí mismas y reconocen que son susceptibles de engaño, una de las razones por las que compañías que solo venden humo siguen teniendo clientes y por la que a quienes trabajan en recursos humanos se les cuelan a menudo impresentables a quienes dan ganas de patear a la semana de haber sido contratados:

Todos diagnosticamos cuando nos encontramos con una persona o situación por primera vez, y uno tras otro los estudios muestran que no somos muy buenos en estas lides. Sin embargo, cuando entrevistamos a un candidato potencial o iniciamos una nueva relación, sobrevaloramos una y otra vez nuestra habilidad para formarnos una opinión objetiva.
Es por ello que las empresas serias cuentan (según me hace saber alguien que trabaja en una de ellas) con métodos más o menos objetivos de evaluación del personal. Por supuesto, ningún conjunto de números logrará capturar perfectamente la valía de nuestro trabajo, pero cuanto más estructurado sea el proceso y más se basen las decisiones en algo cercano a los hechos en lugar de a las opiniones, menos espacio habrá para la manipulación. Como dicen los hermanos Brafman, la idea es centrarse en la información importante y los datos pertinentes, prescindiendo «de cualquier pregunta que invite al candidato a predecir el futuro, reconstruir el pasado o reflexionar sobre las grandes cuestiones de la vida». Por desgracia, dicho sistema está inevitablemente sesgado contra aquellos cuya labor consiste en prevenir que ocurran ciertos hechos. Si en el último año, pongamos por caso, no ha habido ninguna queja de ningún cliente, o ninguna caída del sistema del que te encargas ¿cómo puede determinarse en qué grado se debe a tu capacidad? De no haber estado tú ¿cuántos clientes se habrían quejado? ¿Uno? ¿Diez? ¿Mil? ¿Un millón? Es razonable suponer que deberían subirte más el sueldo cuando evitas que el sistema informático deje de funcionar tres veces al día que cuando, si lo dejaran a su albur, solo fallaría dos minutos al año pero ¿cómo demostrar que estamos hablando del primer caso?

Cuando tu sustento depende de controlar la opinión acerca de tu trabajo ocurre que, como me decía aquel otro, no estás trabajando, estás haciendo política. Considero que es labor de los mandos recabar la información necesaria acerca del rendimiento de sus empleados para decidir sobre promociones, subidas de sueldo, etc. Creo, por tanto, que actuar solo cuando un subordinado se queja, o aceptar como buena su propia evaluación, constituye una dejación de funciones. En este caso quizá valga la pena plantearse si queremos seguir trabajando para alguien que elige la vía fácil (evaluar lo que alguien le dice que ha hecho en lugar de lo que realmente ha hecho) a la hora de dirimir cuestiones tan importantes como el salario. O quizá valga la pena hacer un curso de márquetin.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Por qué las personas inteligentes dicen tonterías

Tuve la suerte de conocer en persona a Fernando Jiménez del Oso. Para la gran mayoría su nombre está asociado a lo paranormal, a los programas de televisión Historias para no dormir y Más allá (entre otros), así como a las revistas Espacio y Tiempo y Enigmas. Sin embargo, para mí su nombre está ligado a su faceta más mundana, la de su trabajo diario. Jiménez del Oso era licenciado en Medicina y Cirugía y se especializó en psiquiatría. Tenía su consulta privada en un chalet de no recuerdo qué zona de una gran metrópoli. Allí fue donde le conocí, como el psiquiatra que ayudaba a uno de los miembros de mi familia. El despacho en el que atendía a sus pacientes era impresionante: espacioso, luminoso, decorado con gusto, repleto de libros y objetos exóticos traídos de sus viajes. Era verano y tenía sobre la mesa una jarra de agua helada para sus pacientes y un vaso de coca cola con hielo para él. Solo esos pedazos de cristal tenían aspecto de valer más que el coche en el que mi padre nos había llevado allí. Recuerdo al doctor como un hombre avejentado aunque físicamente imponente, alto y grande, vestido con su bata blanca, con grandes bolsas bajos los ojos y una voz profunda y penetrante que te encandilaba. Se mostraba amable, educado, accesible y poseía un gran sentido del humor. Que era sumamente inteligente quedaba claro enseguida. Afortunadamente, también era un buen psiquiatra y evitó que tuviéramos que ingresar a esa persona de nuestra familia en un hospital psiquiátrico.

Foto de Niels Linneberg
En mi charla con él comenté de pasada que nadie había vuelto de la muerte, a lo que replicó: «eso es lo que tú te crees». Jiménez del Oso fue un ejemplo perfecto de esas personas inteligentes que creen cosas raras a las que se refiere Michael Shermer en su libro Por qué creemos en cosas raras: pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo. ¿Cómo puede un ser adulto bien educado, inteligente y con mundo creer en algo como «las caras de Bélmez»? El análisis de Shermer da tres razones principales que el autor resume en una única frase:

La gente lista cree en cosas raras porque está entrenada para defender creencias a las que ha llegado por razones poco inteligentes.
Como explica en otra parte del libro:

Como son más inteligentes y han recibido más formación que los demás, los listos son más capaces de justificar sus creencias con razones intelectuales, aunque las hayan adquirido por razones no intelectuales. Pero los listos, como el común de los mortales, se dan cuenta de que las necesidades emocionales y el hecho de haber sido educado para creer en algo es la forma en que la mayoría llegamos a creer en lo que creemos. Y entonces interviene el prejuicio de la atribución intelectual, especialmente en la gente lista, para justificar esas creencias por raras que sean.
John Stuart Mill, el célebre filósofo, político y economista del siglo XIX, defendió varias reformas sociales significativas adelantadas a su tiempo, tales como los sindicatos y las cooperativas, la abolición de la esclavitud en Estados Unidos y el voto femenino. Los argumentos que desarrolló tienen la solvencia y robustez propias de un filósofo que ha pasado la prueba del tiempo y cuyas obras siguen siendo leídas e influyentes dos siglos más tarde. En su crítica sobre la esclavitud en norteamérica, verbigracia, Mill preguntaba de forma retórica si alguien había preguntado a los esclavos qué querían ellos, una visión nada habitual en una época en la que las necesidades de esa clase social no se tenían en cuenta en los debates políticos:

Before admitting the authority of any persons, as organs of the will of the people, to dispose of the whole political existence of a country, I ask to see whether their credentials are from the whole, or only from a part. And first, it is necessary to ask, Have the slaves been consulted? Has their will been counted as any part in the estimate of collective volition? They are a part of the population. However natural in the country itself, it is rather cool in English writers who talk so glibly of the ten millions (I believe there are only eight), to pass over the very existence of four millions who must abhor the idea of separation. Remember, we consider them to be human beings, entitled to human rights.
En este sentido, el filósofo británico fue un progresista que defendió posturas que hoy nos parecen obviamente correctas, pero que contravenían lo que era la opinión común en su momento. Sin embargo, Mill también era miembro de la Compañía de las Indias Orientales, monopolio del imperio inglés que gobernaba la India por aquel entonces. Paradójicamente, mientras defendía la autodeterminación y los derechos de los esclavos en una parte del mundo, abogaba por un depotismo benevolente en otra, basándose en una visión de la India como sociedad bárbara que debía ser intervenida:

The rules of ordinary international morality imply reciprocity. But barbarians will not reciprocate. They cannot be depended on for observing any rules. Their minds are not capable of so great an effort, nor their will sufficiently under the influence of distant motives. In the next place, nations which are still barbarous have not yet got beyond the period during which it is likely to be for their benefit that they should be conquered and held in subjection by foreigners. Independence and nationality, so essential to the due growth and development of a people further advanced in improvement, are generally impediments to theirs.
No deja de ser llamativo cómo uno de los grandes pensadores de la Historia pudo defender una postura tan racista y defectuosa, sobre todo si tenemos en cuenta que chocaba frontalmente con las tesis expuestas en sus obras más relevantes y conocidas. Sin duda, Mill era muy capaz de defender y justificar sus opiniones equivocadas.

Ronald Aylmer Fisher también era inglés, pero su campo del saber abarcaba la biología evolucionista (Richard Dawkins lo califica como el mayor biólogo desde Darwin), la genética, las matemáticas y la estadística. Es el responsable de muchos de los métodos que se usan ampliamente hoy día en este último campo, así como del desarrollo del método y el vocabulario de la significación estadística. Sin embargo, en los últimos años de su vida, también esta mente privilegiada cometió un notable error de juicio. Tal como relata Nate Silver:

The issue concerned cigarette smoking and lung cancer. In the 1950s, a large volume of research [...] claimed there was a connection between the two, a connection that is of course widely accepted today.
Fisher spent much of his late life fighting against these conclusions, publishing letters in prestigious publications including The British Medical Journal and Nature. He did not deny that the statistical relationship between cigarettes and lung cancer was fairly strong in these studies, but he claimed it was a case of correlation mistaken for causation, comparing it to a historical correlation between apple imports and marriage rates in England. At one point, he argued that lung cancer caused cigarette smoking and not the other way around—the idea, apparently, was that people might take up smoking for relief from their lung pain.
Fisher negó la relación entre tabaco y cáncer de pulmón aun cuando por aquel entonces ya había una buena cantidad de pruebas estadísticas y ensayos clínicos llevados a cabo por una amplia variedad de investigadores en diversos contextos que demostraban la relación causal entre ambos. La idea de que el tabaco podía causar cáncer de pulmón se había ido convirtiendo rápidamente en el consenso científico pero ¿cómo iba a discutirle nadie a un gigante de la estadística lo que podía inferirse de tales estudios? Actualmente, en uno de esos ejemplos de cómo la historia rima, no es difícil encontrar personas inteligentes que niegan el calentamiento global.

Una persona inteligente puede decir tonterías por muchas razones. Para empezar, puede que le estén pagando para ello, lo cual no es raro cuando se discuten cuestiones con valor político o económico. O puede que el asunto tratado se salga de su área de conocimiento pero la persona en cuestión sea de las que se comporta con la misma petulancia en aquello que ignora que en la porciúncula de universo en la que es eminente. Quizá estén en juego sus intereses y solo ande defendiendo sus privilegios. O tal vez se deba a que algo pone en entredicho sus creencias, en cuyo caso la inteligencia puede ayudarnos a construir sólidas defensas alrededor de las mismas. Los datos pueden escogerse y retorcerse para justificar lo que creemos y desdeñar a quienes piensan lo contrario. Siempre es posible cuestionar los números en sí, los métodos con que se obtuvieron, las interpretaciones de los mismos o la honestidad, intenciones e ideología de quien los proporciona. Las líneas argumentales pueden contorsionarse y adaptarse añadiendo excepciones o puntualizaciones según nos convenga. Los argumentos rivales pueden deformarse o caricaturizarse en alguna de las formas recogidas por Schopenhauer. La inteligencia no solo se convierte así en puntal de nuestras creencias, sino también en una muralla que impide a las de los demás trastocar nuestro mundo (ibídem Shermer):

[A] las personas inteligentes se les da mejor racionalizar sus creencias con argumentos razonados, pero, como consecuencia de ello, están menos abiertas a considerar las opiniones ajenas. Así pues, aunque la inteligencia no afecta a lo que creemos, sí influye en la forma en que las creencias se justifican, racionalizan y defienden, después de que las hayamos adquirido por razones que nada tienen que ver con la inteligencia.
Todos vivimos inmersos en la niebla de nuestras propias convicciones. Las observaciones se filtran a través de nuestro modelo del mundo. Los grandes pensadores de la historia, así como las personas más inteligentes del mundo actual, no son inmunes a ello. La inteligencia es un arma de doble filo que puede actuar como antídoto frente a historias mágicas, cuentos chinos y malos argumentos pero también nos sirve para proteger creencias que han crecido dentro de nosotros por razones aleatorias como nuestro año y lugar de nacimiento, nuestra clase social, nuestra cultura, etcétera.

Hubo una época en la que pensaba: «si ese tío tan listo defiende esa postura quizá sea porque su inteligencia le permite percibir algo que yo soy incapaz de ver. Si fuera tan listo como él ¿defendería su misma postura?». Con el tiempo he aprendido que no tiene por qué ser así. Parafraseando a Shermer, las personas inteligentes dicen tonterías porque están entrenadas para defender puntos de vista equivocados a los que han arribado por razones que poco o nada tiene que ver con su inteligencia. Y es que, como decía mi querido Jiménez del Oso (que en paz descanse): «en contra de lo que la mayoría cree, la inteligencia nada tiene que ver con la madurez: se puede ser una lumbrera en Biología o en Astrofísica y tonto de las posaderas en otros aspectos».

lunes, 17 de noviembre de 2014

Mamá, quiero ser artista

Siguiendo con la tradición familiar, Eduvigis estudió Derecho y comenzó a trabajar en el bufete de su padre con algunos de sus clientes. Aquello no le gustó mucho y optó por hacer unos cuantos cursos de gestión de proyectos IT, tras los cual dejó el negocio familiar en favor de la consultoría. Como era de esperar, ese cosmos de intercambio de tarjetas de visita, gráficos de colores, palabras que no existen, retrasos, lloros y gritos tampoco formaba ante sus ojos un cuadro deseable, por lo que empezó a dedicar parte de su tiempo libre a hacer pequeñas apuestas en forma de proyectos personales. Finalmente, una de dichas apuestas tuvo el éxito suficiente como para atraer clientes, lo que le permitió abandonar el mundo de la consultoría y establecerse como trabajadora autónoma, laborando como bloguera, community manager, diseñadora y maquetadora, todo ello sin necesidad de salir de su domicilio.

Foto de IM Seongbin
La historia de Eduvigis representa tres formas comunes de elegir una carrera profesional: la conformidad con la norma o el grupo, la búsqueda de la seguridad económica y, por último, la dedicación a lo que se nos da bien y nos entusiasma. Pero lo que es interesante de su experiencia es cómo ha ido pasando de un trabajo a otro obteniendo cada vez un grado mayor de control y de satisfacción, acabando en algo que nada tiene que ver con lo que empezó. No solo es su propia jefa y trabaja desde casa, sino que ha conseguido librarse de las cadenas de la especialización y «hacer la T» en el sentido expuesto por Invisible Kid.

No es el único ejemplo que conozco. Gertrudis trabajaba exitosamente en una empresa de publicidad hasta que se le hincharon los ovarios y decidió montar su propia consulta de psicología. Leopoldo pasó de la administración de sistemas a la seguridad corporativa, y de ahí al diseño de frontend como autónomo, lo que le permite trabajar a su aire desde cualquier parte del mundo, eligiendo el número de horas que quiere dedicar. Uno de mis mejores amigos solo terminó la educación básica pero ha logrado progresar desde el típico trabajo en la multinacional de las hamburguesas a uno de monitor de actividades físicas en el que trabaja la mitad de horas que un servidor y cobra el doble.

En So Good They Can't Ignore You, Cal Newport cuenta la historia de Lisa Feuer, una mujer que, como Eduvigis, estaba harta del mundo empresarial y decidió dedicarse a algo totalmente distinto que le apasionaba:

At the age of thirty-eight, Feuer quit her career in advertising and marketing. Chafing under the constraints of corporate life, she started to question whether this was her calling. “I’d watched my husband go into business for himself, and I felt like I could do it, too,” she said. So she decided to give entrepreneurship a try.
[...] Feuer enrolled in a two-hundred-hour yoga instruction course, tapping a home equity loan to pay the $4,000 tuition. Certification in hand, she started Karma Kids Yoga, a yoga practice focused on young children and pregnant women. “I love what I do,” she told the reporter when justifying the difficulties of starting a freelance business.
Por desgracia, las cosas no fueron bien para Lisa. Apenas un año después de su cambio de vida esta mujer necesitaba ayuda para poder comprar comida:

As the recession hit in 2008, Feuer’s business struggled. One of the gyms where she taught closed. Then two classes she offered at a local public high school were dropped, and with the tightening economy, demands for private lessons diminished. In 2009, when she was profiled for the Times, she was on track to make only $15,000 for the year. Toward the conclusion of the profile, Feuer sends the reporter a text message: “I’m at the food stamp office now, waiting.” It’s signed: “Sent from my iPhone.”
¿Es el éxito de Eduvigis y el fracaso de Lisa una cuestión de suerte? No según Newport. Este autor señala que cuando dedicamos años a una profesión no solo estamos pagando facturas, también estamos adquiriendo experiencia y ciertas destrezas circunscritas a un ámbito determinado, algo que él llama career capital. Como todas las inversiones, este «capital de carrera» toma cierto tiempo para construirse. El comienzo siempre es lo más difícil («como poner un tren en marcha»), pero una vez alcanzada cierta masa crítica el capital se retroalimenta y crece a mayor ritmo con el interés que genera. Dicho de otra forma: es mucho más difícil empezar de cero en una área nueva que aprender cosas nuevas en un ámbito en el que ya hemos trabajado, aunque solo esté parcialmente relacionado. El error de Lisa fue, por tanto, renunciar a todo lo que sabía y saltar directamente a un campo tan diferente donde no tenía «capital» suficiente para competir:

[G]reat work doesn’t just require great courage, but also skills of great (and real) value. When Feuer left her advertising career to start a yoga studio, not only did she discard the career capital acquired over many years in the marketing industry, but she transitioned into an unrelated field where she had almost no capital. Given yoga’s popularity, a one-month training program places Feuer pretty near the bottom of the skill hierarchy of yoga practitioners, making her a long way from being so good she can’t be ignored. According to career capital theory, she therefore has very little leverage in her yoga-working life. It’s unlikely, therefore, that things will go well for Feuer—which, unfortunately, is exactly what ended up happening.
Una de las lecciones que Newport enfatiza en su libro es que, si una persona decide cambiar y tratar de asumir más control sobre su vida, no debe renunciar al career capital que ha acumulado hasta ese momento para empezar de cero en algo nuevo. Sostiene que es mejor construir el nuevo «capital» requerido durante cierto tiempo y dar el paso únicamente cuando ya se tengan altas probabilidades de prosperar. Algo así es lo que hizo Scott Adams, el célebre dibujante de la tira cómica Dilbert. Como él mismo cuenta en sus memorias, Adams no dejó su empleo en Pacific Bell para ponerse a dibujar. En lugar de ello, además de trabajar en la compañía telefónica dedicaba un tiempo cada día a sus viñetas:

A principios de la década de 1990 Dilbert había tenido un éxito moderado, pero no hasta el punto, ni mucho menos, de que me sintiera tentado a abandonar mi trabajo diurno en la compañía telefónica Pacific Bell. Me levantaba a las cuatro de la madrugada para dibujar antes de ir al trabajo, y luego pasaba toda la jornada trabajando en mi cubículo carcelario y volvía a casa para dibujar toda la noche.
De manera similar, Eduvigis no dejó la abogacía para escribir un blog. Se valió de su formación en leyes para cambiar a otro sector –el de la consultoría IT– que en parte demandaba esos conocimientos (por ejemplo, para proyectos relacionados con la LOPD). Mientras se formaba en ese nuevo mundo fue probando diferentes tecnologías (redes sociales, foros, edición de vídeo) y haciendo pequeños experimentos con los que iba aprendiendo. Para cuando llegó el momento en que descubrió un hueco en la blogosfera que nadie había llenado, Eduvigis estaba perfectamente preparada para implementar su solución. Y eso fue lo que hizo.

Así pues, la forma recomendable de hacer «hacer la T» –según Newport– sería encadenar varias «Y», esto es, dedicar tiempo y esfuerzo a algo relacionado con lo que ya hacemos, apoyándonos en la experiencia y destrezas que ya poseemos para impulsarnos en un ámbito nuevo, pero no totalmente distinto. Una lección adicional que puede extraerse es la de abandonar pronto: si lo que haces no te gusta date prisa en cambiar, porque cuanta más experiencia acumules en un campo que quieres dejar más difícil te será y mucho más tendrás que perder.


Eduvigis es un ejemplo de éxito, pero también es mucho más la excepción que la regla. Para empezar, sus circunstancias personales no son nada comunes: procede de una familia adinerada, su padre regenta un negocio al que podría recurrir como última instancia, y posee otras fuentes de ingresos aparte de su trabajo que le permitieron acumular una cantidad de ahorros importante a la que pudo echar mano en la última parte del proceso. Además de todo lo anterior, hay que recalcar la fortuna que supuso para esta mujer el hecho de que apareciera un empleo en la economía (community manager) que no existía cuando empezó a estudiar, un rol que se adapta a sus gustos y preferencias. Si lo que le hubiera apasionado a esta mujer hubiera sido vender enciclopedias de puerta en puerta hoy no estaríamos hablando sobre ella.

Seguir el consejo de Cal Newport puede aumentar las probabilidades de éxito finales pero cada paso individual conlleva una nada despreciable probabilidad de fracaso (¿y si la crisis económica no me permite dejar mi puesto actual para ocupar el siguiente en mi plan?). La edad a la que decidimos cambiar, así como nuestro nivel de educación formal, pueden suponer un muro de gran altura (es mucho más difícil lograr una licenciatura a los cuarenta que a los veinte, no solo por capacidades mentales sino también por la cantidad de tiempo libre de la que uno dispone en cada etapa de la vida). Además, dado que cada paso depende del anterior, algunos caminos serán muy largos o difíciles, o directamente imposibles (de analista de malware a estrella del rock, por ejemplo).

En cierta modo, la evolución profesional se parece a la natural: cuando se escala el monte, una vez elegido cierto camino solo puede andarse por ramificaciones del mismo. Mejor eso que tener que empezar de nuevo desde abajo.

Obviamente un cambio radical de profesión requiere mucho tiempo y esfuerzo, así como una buena cantidad de coraje para afrontar la incertidumbre de cada paso (sin olvidar la imprescindible suerte a nuestro favor). No es de extrañar, por tanto, que sean pocos los que lo consiguen. Siempre es más fácil no hacer nada, refunfuñar, convencerse a uno mismo de que lo que se tiene no está tan mal, tratar de alargar la hora del café lo más posible y buscar solaz en otras áreas de la vida. Quién quiere aprender a desempeñar un nuevo trabajo cuando puede usar ese tiempo para ir a jugar con sus hijos en el parque.

lunes, 10 de noviembre de 2014

¿Qué quieres ser de mayor?

Faltaban pocos meses para las pruebas de acceso a la universidad cuando nos llevaron de visita por las facultades a las charlas que cada año se organizaban para futuros estudiantes. Allí nos juntamos con otros tantos alumnos del resto de institutos de la ciudad a oír a los profesores contar lo que cada una de sus respectivas escuelas ofrecía, tanto en términos educativos como en lo referente a perspectivas profesionales. Háganse cargo de la situación: teníamos dieciocho años, no sabíamos nada de la vida, nuestro cerebro aún sufría los efectos secundarios de la adolescencia y no teníamos prácticamente experiencia en tomar decisiones importantes bajo condiciones de incertidumbre. En esas circunstancias nos hacían elegir a qué dedicar el resto de la vida.

Foto de Lauren Macdonald
Ante aquella encrucijada cada uno aplicaba su propia heurística. Algunos los tenían muy claro, bien porque iban a seguir la carrera de sus padres (como Jesús, que en lugar de licenciarse iba a convertirse en policía) o porque estos le habían impuesto prácticamente su sugerencia (el caso de Maru, quien ya sabía mucho antes de terminar el bachillerato que estudiaría ingeniería industrial). Otros optaron por lo que parecía que tenía más demanda en el mercado laboral en aquel entonces, y que no recuerdo qué era. Estaban los que, como Anita, eran reticentes a dejarse guiar por su pasión (la biología en este caso) cuando esta tenía altas probabilidades de resultar en ser profesor. Finalmente, había un grupo numeroso de compañeros que escogerían entre aquello que su nota les permitiera y que aterrizarían en Estadística, Informática y otras carreras que acabarían abandonando.

No hay que ser muy listo para darse cuenta de la cantidad de problemas que supone el sistema actual. Aún somos ignorantes cuando se nos obliga a decidir nuestra profesión y, para más inri, no se nos proporciona información adecuada sobre lo que significa optar por cada vía. Es como si se nos forzara a contratar una hipoteca para comprar una casa de la que hemos visto únicamente el anuncio en un portal inmobiliario (y sin fotos). Creo que en la mayoría de los casos uno no sabe si de verdad le gusta ser médico, ingeniero o profesor hasta que ha vivido el día a día de la profesión, pero para entonces ya es demasiado tarde y ya se está atrapado en cierta medida en lo que ha elegido. No es de extrañar que muchos se equivoquen y quieran cambiar de ocupación más adelante.

Por desgracia, en la era de la superespecialización cambiar de carrera es sumamente complicado. Para empezar, como todo hijo de vecino sabe es más difícil encontrar trabajo cuando no se tiene experiencia en el sector, lo que da lugar a esa situación del tipo «pescadilla que se muerde la cola» en la que a uno no le contratan porque no tiene experiencia pero no puede adquirir dicha experiencia porque nadie le contrata, precisamente por no tener experiencia. A esta primera limitación se le une la edad, tanto en forma de prejuicio como en realidades prácticas. Cuando aún se está estudiando es posible optar a una beca, pero esa es una baza que personas de treinta o más años tienen complicado jugar. Por un lado está, como digo, el prejuicio («¿becario con treinta años?») pero también el hecho de no poder alimentar a tu prole con un sueldo de becario.

No obstante supongamos, por mor del argumento, que con la educación formal adecuada cualquier persona pudiera cambiar de profesión. Ocurre que la mayoría de titulaciones exige un esfuerzo a tiempo completo, como bien se encargó de recordarnos nuestro profesor el primer día de universidad («olvídense de sacarse esta carrera mientras trabajan», nos dijo). Incluso los cursos de las escuelas de negocios, especializadas en dar formación a trabajadores sénior, suponen una carga de trabajo irreconciliable con una familia y un trabajo de cuarenta horas a la semana. El MBA es un bien cuyo acceso está restringido a los privilegiados con dinero para costeárselo y que además pueden tomarse un año sabático para sacarlo adelante.

Es por todo lo anterior que una decisión tomada a corta edad se convierte a menudo en un molesto corsé para toda la vida. Para los trabajadores del conocimiento, hacer esa «T» de la que nos hablaba Invisible Kid es casi imposible en la práctica (a menos, claro está, que no se dependa del sueldo para vivir). Como escribe el economista Raghuram G. Rajam:

In the United States, life expectancy has increased by about 30 years since 1900, almost the span of an entire working career. Although more people today acquire advanced degrees, most still stop their formal education early in life, much as they did a hundred years ago. Education is still geared toward the first job, even though technological change, competition, and greater job mobility means that for most people, that first job, or even that first career, will not be the last. A system of formal education that terminates when one is twenty-five probably provides too much information related to the first few years of one’s career and too little knowledge for the half-century that follows. Would it not make more sense to deemphasize early specialization and offer more doses of formal education later on, so that individuals can cope with changes in environment and preferences?

Mis compañeros de instituto y yo tuvimos la suerte de contar con multitud de opciones, lo cual es estupendo y mucho más de lo que otros muchos tienen al alcance de la mano, pero no es suficiente. No es suficiente cuando solo puedes elegir entre todas esas alternativas una sola vez en la vida y, en caso de equivocarte, has de cargar con las consecuencias durante tres, cuatro o cinco décadas. No es suficiente cuando existe la posibilidad de que tu valor como trabajador se reduzca a cero según cambian las necesidades de la economía y avanza la automatización, y eso suponga acabar condenado al desempleo perpetuo. En palabras de Hayek:

Todos conocemos la trágica situación de los hombres muy especializados, cuya destreza, de difícil aprendizaje, ha perdido repentinamente su valor por causa de algún invento que beneficia grandemente al resto de la sociedad. La historia de los últimos cien años está llena de hechos de esta clase, algunos de los cuales afectaron a la vez a cientos de miles de personas.
En una época en la que no existe el trabajo para todo la vida y en la que a los empleadores se les llena la boca con palabras como «movilidad» o «flexibilidad» se requiere un sistema que permita a los ciudadanos hacer frente a la creciente incertidumbre en su vida como trabajadores. Es absurdo estar constreñidos por una única decisión tomada en la juventud, como si el mercado laboral, la sociedad o nosotros mismos no cambiáramos. Lo habitual es que haya una asimetría cognitiva y epistémica entre el yo adolescente y el yo actual, una diferencia importante entre lo que creíamos que íbamos a querer y lo que ha resultado que queremos, que genera tensiones muy difíciles de reconciliar si no es con un cambio. Por tanto, es importante, como ya decía el economista austríaco a mediados del siglo pasado, tener libertad para cambiar de empleo (ibídem Hayek):

Pocas gentes han dispuesto jamás de abundantes opciones en cuanto a ocupación. Pero lo que importa es contar con alguna opción; es que no estemos absolutamente atados a un determinado empleo elegido para nosotros o que elegimos en el pasado, y que si una situación se nos hace verdaderamente intolerable, o ponemos nuestro amor en otra, haya casi siempre un camino para el capacitado, que al precio de algún sacrificio le permita lograr su objetivo.
Conforme avanza la especialización y aumentan los años de vida laboral más necesarias se hacen a mi entender medidas que permitan a los trabajadores desarrollar nuevas capacidades o actualizar las que ya tienen, de manera que su pericia siga siendo relevante y puedan afrontar las crisis del mercado de trabajo. Un gran problema para ello es, obviamente, que las empresas tienen pocos incentivos para formar a sus trabajadores en algo que no sea la tarea que ya desempeñan, tarea que, a menudo, además de ser altamente especializada está tan circunscrita al contexto de la empresa que las capacidades cultivadas son irrelevantes fuera de ella. Mi experiencia me dice que muy pocas empresas ofrecen oportunidades serias de desarrollo profesional. Lo normal es que busquen a trabajadores que vengan estudiados de casa, que se mantengan al día por su cuenta y que no demanden cierta flexibilidad en el horario para acomodar su formación. Algunas empresas, como aquella en la que trabajo, llegan al punto de denegar explícitamente a su plantilla cursos para el desarrollo de competencias que exige continuamente, como los idiomas. Por pedir que no quede.

Una de las ideas que Rajam propone en su libro con el fin de tratar estos problemas que conlleva la especialización son años sabáticos pagados por el Estado para que los trabajadores se reciclen:

[A]s the length of working lives increases and as technology changes rapidly, more and more workers, especially in knowledge-based industries, are likely to find themselves with outdated and excessively specialized human capital. Academics typically get a sabbatical year once every seven years to renew their knowledge. (University of Chicago faculty are an exception: there is a presumption that we could not possibly learn more anywhere else on earth, so we don’t have sabbaticals.) As more workers come to resemble academics, perhaps employee sabbaticals should become more widespread. As the government could well benefit from the renewal of worker human capital, it could contemplate offering tax credits for workers who have worked for a number of years and decide to take a break to study or retool. Such a move would also put pressure on employers to allow such sabbaticals.
Personalmente, me encantaría poder contar con un año libre para aprender otras cosas sin que ello suponga menoscabar mi probabilidad de ser contratado, pero no cuento con que algo así llegue a ser realidad algún día.

Hace no mucho una compañera se unía al club de las lamentaciones formado por quienes descubren a los treinta que aquello que estudiaron no les gusta ni les interesa. Como ella, todos estamos controlados por la mano muerta del pasado, en este caso la mano de un adolescente que, con su pinta estrafalaria (era la moda de entonces, nos decimos) y su comportamiento a menudo vergonzoso, eligió cierto camino como mejor le pareció en nombre de un fantasma del futuro, un extraño con el que compartía nombre pero cuyos deseos en realidad desconocía.

lunes, 27 de octubre de 2014

Seis escalones de autoayuda

Primer escalón: deepities. Las frases que uno escribe en Twitter o se pone en los estados de WhatsApp. «Todos los triunfos nacen cuando nos atrevemos a comenzar». «Cada mañana puedes optar por seguir soñando o levantarte y luchar por ellos». «Haz lo que te dé la real gana pero que te haga feliz». Ya en su momento le dedicamos algunas palabras a este tipo de afirmaciones obvias que no son particularmente informativas ni verdaderamente profundas. El filósofo Daniel Dennett se refiere a ellas con el término deepities:
A deepity is a proposition that seems both important and true—and profound—but that achieves this effect by being ambiguous. On one reading it is manifestly false, but it would be earth-shaking if it were true; on the other reading it is true but trivial. The unwary listener picks up the glimmer of truth from the second reading, and the devastating importance from the first reading, and thinks, Wow! That’s a deepity.
A pesar de su banalidad, no hay que subestimar el valor de que a uno le recuerden lo que es obvio. Aquellos a quienes se les retiró la lactancia intelectual prematuramente pueden encontrar trascendente lo que para otros es evidente. Pero también las personas más inteligentes, aquellas que pueden verse perdidas en océanos de información y detalles, pueden necesitar que se les recuerde lo más básico y manifiesto.

Segundo escalón: El Alquimista. Un conjunto de deepities hilados en forma de historia breve y recogidos en un pequeño libro. El secretoEl monje que vendió su Ferrari. ¿Quién se ha llevado mi queso? La buena suerte. Jorge Bucay. Paulo Coelho, a quien Pérez-Reverte se refirió en una sátira al más puro estilo revertiano:

Busco al maestro, le digo mientras recobro el resuello. ¿A qué maestro?, me interroga a su vez, enigmática. ¿Al maestro Marina o al maestro Coelho? Y entonces comprendo la lección. Quien cree tenerlo claro, lo tiene oscuro. Y viceversa. Llego, por fin, a un monasterio de lamas. Y lo hago -lo noto en mi corazón- repleto de una sabiduría que te cagas. Allí, dándole vueltas a una carraca mientras pronuncia infatigable los nueve mil millones de nombres de Dios, encuentro a un hombre de mirada tranquila y canas venerables, que transmite paz y felicidad con la misma naturalidad con que Gaspar Rosety retransmite el partido del domingo. Cuéntame, maestro, digo. Cuén-ta-me lo que pa-só. Y entonces, el hombre responde: «Un viejo místico iraní se tomaba una caña en un bar de París cuando un rey y un visir que pasaban por allí le preguntaron: ¿Por dónde se va a Cáceres, si nos hace el favor? Y el viejo místico respondió: andes lo que andes, no andes por los Andes». Eso dice el de la carraca, y la sabiduría ilumina mi corazón. Y comprendo que puedo seguir llenando esta página otros diez años más. Por lo menos.
Son libros de doble satisfacción. De un lado, satisface nuestro apetito espiritual con un piscolabis de fácil deglución y digestión. De otro, calma nuestra sed de narrativa. Somos, ya lo decía MacIntyre, «animales que cuentan historias».

Foto de Jeremy Fernsler
Tercer escalón: consejos vendo. Fulgencio Geovidis ha alcanzado la paz interior, o la felicidad o el éxito, y escribe un libro para difundir su método. Cómo ganar amigos e influir en las personas. Los siete hábitos de la gente eficazSecretos de una mente millonaria. Siempre el mismo patrón: John Smith, de Iowa, era un pobre y desgraciado infeliz, miserable, desdichado y angustiado despojo humano cuya vida cambió radicalmente tras aplicar el método de Fulgencio. Casi inmediatamente se volvió más alto, guapo, listo, fuerte y rico. Logro la iluminación, le creció la jilla y aumentó su recuento de esperma. Chim-pon.

Cuarto escalón: life hacking. Remedios simples, basados en alguna prueba empírica, a problemas complejos. 59 segundos. Influencia: ciencia y práctica. Experimentos de psicología tomados por separado. Bakadesuyo.

Quinto escalón: psicología pop. La auténtica felicidad. Inteligencia emocional. Tus zonas erróneasTropezar con la felicidadAprenda optimismo. Busca en tu interior. La curiosidad superficial acerca de los últimos descubrimientos de la ciencia. Recetas y sistemas basados en la investigación. El conocimiento incompleto que lleva a conclusiones equivocadas o comportamientos absurdos. También la incertidumbre acerca de las corrientes enfrentadas y las teorías opuestas.

Sexto escalón: filosofía. La hipótesis de la felicidad. The Antidote. La conquista de la felicidad. Los clásicos, los pesos pesados: estoicos, Aristóteles, Bentham, Mill, Kant. Pensamiento crítico, de naturaleza escéptico. Asumir que no hay soluciones de talla única que tengan sentido para todo el mundo en todo momento, sino que depende de la circunstancia propia. Darse cuenta de que no hay respuestas definitivamente correctas, sino únicamente buenas direcciones. La certeza es cosa de necios. El escalón donde su uno se topa con los problemas epistemológicos de la psicología y comprende por qué su vida no ha cambiado a pesar de sus esfuerzos: el sesgo de publicación, el sesgo WEIRD,  el problema de la replicación de los resultados. Darse cuenta de que un resultado estadísticamente significativo no tiene por qué ser significativo en la práctica.

Y la búsqueda de significado. Alzarse por encima del vello de la espesa piel del conejo blanco. Entender que nuestras preocupaciones son parte de nuestra identidad y tal vez no debamos simplemente deshacernos de ellas. Comprender que hay ocasiones en que es mejor ver el vaso medio vacío, que dicha perspectiva también es valiosa. En definitiva, preguntarse y tratar de descifrar, como decía nuestro amigo Luis Tarrafeta en su blog, «cómo te aporta sentido -a ti- el puto vaso».

lunes, 20 de octubre de 2014

La muerte del webmaster

Hubo una época, allá por el cambio del siglo, en la que crear una página web era sinónimo de hombre orquesta. Por aquel entonces uno solía construir su propio ordenador al gusto, instalar su sistema operativo favorito, configurar la conexión a internet, montar el software de su servidor web, picar el código HTML, registrar su dominio y, finalmente, ponerlo a disposición del público. De principio a fin, aquel que tenía los conocimientos necesarios (no eran muchos) se lo guisaba y se lo comía. Hablo de aquel tiempo en el que a los estudiantes universitarios de informática se les sacaba de la facultad para trabajar por suculentos salarios, la era de las puntocom, el periodo en el que proliferaron aquellas páginas que rezaban «bienvenido a mi página web», lucían un contador de visitas y mostraban los gifs de «en construcción».

Foto de anyjazz65
Quince años después la cosa es bastante diferente, claro. Hoy ni siquiera hace falta tener ordenador para tener presencia en la world wide web, basta con una tablet o un smartphone. La conexión a internet en el mundo desarrollado se ha vuelto tan habitual como el agua potable que sale del grifo y las páginas personales han dado paso a los perfiles en redes sociales. Aquellos que aún quieren tener un sitio propio cuentan con cientos de servicios (Blogger, Wordpress, Tumblr, etcétera) que les permiten poner su proyecto en marcha sin necesidad de saber nada de código gracias a sus editores estilo Microsoft Word. El coste de entrada a eso del internet se ha reducido sustancialmente en apenas una década.

Antes, como digo, una sola persona podía hacerlo todo. Se era a la vez administrador de sistemas, programador, diseñador y publicista. Conforme la tecnología fue avanzando la complejidad aumentó, haciendo que cada vez fuera más complicado para un solo individuo cargar con todo el trabajo. En pocos años el desarrollo web entró en lo que Atul Gawande llama la fase B-17 (el énfasis es mío):

Una pequeña multitud de mandamases militares y ejecutivos de la industria contemplaba cómo el avión de prueba Model 299 rodaba por la pista de despegue. [...] El avión rugió sobre el asfalto, despegó con suavidad y ascendió abruptamente hasta alcanzar los noventa metros de altura. Después entró en pérdida, giró sobre un costado, se estrelló y explotó en llamas. Dos de los cinco miembros de la tripulación murieron [...].
La investigación posterior puso de manifiesto que no se había producido ninguna avería mecánica. El accidente se debió a un «error del piloto», decía el informe. El nuevo avión, mucho más complicado que aparatos anteriores, exigía que el piloto prestase atención a los cuatro motores [...], al tren de aterrizaje retráctil, a los alerones, al compensador [...] y a las hélices de velocidad constante [...]. El modelo Boeing fue considerado, en palabras de un periódico, «mucho avión para que lo pilotara un solo hombre».
[...] Finalmente, el ejército compró casi trece mil de aquellos aparatos, a los que apodó el B-17. Y, dado que entonces ya era posible pilotar aquel mastodonte, durante la Segunda Guerra Mundial el ejército contó con una superioridad aérea decisiva que posibilitó su devastadora campaña de bombardeo a lo largo y ancho de toda la Alemania nazi.
Gran parte de nuestro trabajo ha entrado en la acutalidad en su propia fase B-17. El trabajo de los diseñadores de software, los agentes financieros, bomberos, policías, abogados y, desde luego, los médicos, es ahora demasiado complejo para llevarlo a cabo confiando únicamente en la memoria. Una pléyade de profesiones, en otras palabras, se ha convertido en «demasiado avión para que lo pilote una sola persona».
Cuando la faena es demasiada carga para una sola persona no queda otra opción, mal que le pese a las empresas, que dividirla entre varios. Esto tiene como resultado que se añaden nuevos puestos de trabajo a la economía (el énfasis es mío):

In 1980 there was no Internet or cell phone network, most people did not travel by air, most of the advanced medical technologies in common use today did not yet exist, and only a minority attended college. In the areas of communication, transportation, health, and education, the changes have been profound. These changes have also had a powerful impact on the structure of employment: when output per head increases by 35 to 50 percent in thirty years, that means that a very large fraction—between a quarter and a third—of what is produced today, and therefore between a quarter and a third of occupations and jobs, did not exist thirty years ago.
Así, hoy día la creación y mantenimiento de sitios webs de cierta enjundia se reparte entre administradores de sistemas (montan la infraestructura de servidores), ingenieros de redes (encargados de las comunicaciones), programadores de backend (lidian con tareas en el lado del servidor), programadores de frontend (responsables de lo que ve el visitante de la página), diseñadores (logos, esquemas de colores, etc.) y community managers (los que se pasan todo el día en Twitter y Facebook) entre muchos otros. Cuanto mayor sea la empresa de la que hablamos, mayor es la especialización. A escala Google, Amazon o Facebook los roles se cuentan por cientos (se suman seguridad, almacenamiento, análisis de datos y, sobre todo, muchos mandos intermedios). Esta división del trabajo tiene la ventaja principal, como seguramente les enseñaron en la escuela a través del ejemplo de las fábricas de Henry Ford o el fabricante de agujas de Adam Smith, de aumentar la productividad (salvo en el caso de los jefes), lo cual teóricamente es estupendo para el consumidor, que obtiene más por menos dinero, y para el dueño de la empresa, que gana más. Sin embargo, como veremos a continuación es terrible para el trabajador.

Vivimos en la era del superespecialista, un periodo de la historia en el que muchos profesionales sabemos cada vez más sobre cada vez menos. «El especialista», escribía Ortega y Gasset a principios del siglo XX, «"sabe" muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto»:

No es sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es "un hombre de ciencia" y conoce muy bien su porciúncula de universo». Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio.
Convertirse en el típico cuñado enteradillo que todo lo sabe y salmodia contra quienes no comparten su punto de vista es bastante malo de por sí, pero hay otros muchos efectos perniciosos de la especialización. Los empleos creados, por ejemplo, no duran para siempre. Conforme el trabajo se divide en pequeños conjuntos de tareas cada vez más acotadas, más se abre la puerta a la automatización. Es cuestión de tiempo que muchas de las labores de las que les he hablado acaben siendo hechas enteramente por máquinas.

La división del trabajo tiene también su coste humano en forma de cargas psicológicas. El empleado ha de lidiar con el aburrimiento de enfrentarse siempre a los mismos problemas y con la alienación señalada por Karl Marx ya en 1844. En su momento nos referimos a ella cuando bosquejamos la dificultad que algunos tenemos para encontrar significado en lo que hacemos al estar enfocados en un cometido muy concreto y carecer de una visión de conjunto. Son relevantes a este respecto las observaciones del psicólogo e investigador Dan Ariely:

Opino que la división del trabajo es uno de los peligros de los trabajos que dependen de las tecnologías. La infraestructura moderna de las tecnologías de la información nos permite dividir los proyectos en partes ínfimas, muy diferenciadas, y asignarle a cada persona sólo una de las partes. Al hacerlo, las empresas corren el riesgo de menoscabar el sentido de conjunto, la comprensión de los objetivos y el sentido de los logros de los empleados. El trabajo muy especializado podría ser eficiente si las personas fueran autómatas, pero dada la repercusión de la motivación y el sentido personales en nuestros quehaceres y nuestra productividad, esta opción puede ser desastrosa. A falta de sentido, los trabajadores especializados pueden sentirse como el personaje de Charlie Chaplin en Tiempos modernos que, como estaba condenado a los engranajes y los piñones de una fábrica, era incapaz de entregarse en cuerpo y alma a su trabajo.
No obstante, después de una década dando el tajo el hecho que encuentro más oneroso es la trampa vital que a menudo supone el trabajo especializado, algo de lo que hablaremos en un próximo artículo.

lunes, 13 de octubre de 2014

Adaptarse o morir

Hace un tiempo hablábamos del inevitable cambio, ese cambio que experimentamos sin apenas darnos cuenta con el paso de los años y el peso de la experiencia. Hoy hablaremos de aquellos cambios de dirección capaces de dar un giro a una vida u organización.

Por defecto la mayoría de nosotros es resistente al cambio en mayor o menor medida, ya que nos encontramos más a gusto en nuestra zona de confort, zona de la que nos cuesta salir y más aún hacer que salgan otros. Frases como «no me apetece», «no lo necesito», «me canso solo de pensarlo», «otro día»... son algunas de las que nos solemos decir a nosotros mismos ante la visión de un nuevo reto.

Si habéis visto la película Trabajo Basura es probable que os identifiquéis con esta frase:
Ever since I started working, every single day of my life has been worse than the day before it. So every day you see me, that's on the worst day of my life.
Conozco gente que podría opinar lo mismo, incluso seguro que muchos de vosotros os sentís identificados de alguna forma. Al fin y al cabo el trabajo lo es todo. Controla tu felicidad dentro y fuera del mismo.

Foto de allison
Ante esta situación tenemos dos opciones, asimilarlo o cambiarlo. Si optamos por la primera es probable que sea la solución más cómoda para nosotros pero ¿cuantas veces a lo largo de la vida nos arrepentiremos de no haber hecho algo cuando hemos podido? Está claro que la situación actual no nos permite muchos malabarismos laborales y todos sabemos que, por desgracia, pasada una edad ya no es tan fácil empezar de cero en otra especialidad. Lo que es una pena porque desde mi punto de vista sería la solución a la desidia que acaba por apoderarse de la mayoría de nosotros después de años en lo mismo.

Ante esto y, una vez enfrentados a la vida laboral, debemos elegir lo que nuestro corazón nos dice que será lo menos malo a largo plazo (siempre siendo realistas con nosotros mismos). De esta forma se podrán dar las siguientes opciones:

  1. Ya hacemos exactamente lo que queremos seguir haciendo pero aún hay mucho que aprender.
  2. No hacemos exactamente lo que nos gustaría pero estamos dentro del campo profesional adecuado. 
  3. Estamos en un campo profesional diferente y queremos cambiar completamente.

En el primer punto queremos seguir creciendo dentro de nuestra especialidad, ya que seguramente, como en la gran mayoría, haya un largo camino por recorrer dentro de la misma. En ese caso la experiencia nos proporcionará buena parte del camino por sí misma, pero si queremos llegar a abarcar lo máximo posible no será suficiente. Para ello se debería dejar un pequeño porcentaje del día a asimilar nuevos conceptos o practicar con situaciones que sabemos que no nos encontramos habitualmente pero que por nuestra posición es muy probable que un día tengamos que aplicarlo y estar preparados. Algo así como un aprendizaje en forma de X, con varios caminos posibles pero un centro común.

En el segundo punto el aprendizaje sería similar pero con forma de Y. Un camino principal que poco a poco se ha de ir bifurcando en busca de conocimientos más específicos sobre lo que queremos llegar a hacer, pero sin abandonar nunca el que es nuestro principal sustento (mientras lo siga siendo al menos).

En el tercero se asemejaría más a una T, ya que tenemos un camino del que no podemos prescindir pero pretendemos dar un cambio completo. Este es el más complejo de todos ya que sería el único caso en el que todo aquello que podamos aprender no solo no nos aportará nada a nuestra actual labor, sino que además requeriría de una mayor dedicación por nuestra parte.

La idea es, con apenas unos minutos al día, mantener el movimiento en nuestra cabeza de técnicas, ideas o conceptos que eviten el estancamiento y el miedo a enfrentarse a algo nuevo cuando llegue el día. Que siempre llega.

lunes, 6 de octubre de 2014

Recuerdos de otra vida

Todavía conservo algunas notas de aquel entonces. Teresa, muñeca rota. Masaje miofascial y movilizaciones. Antonina, cicatriz retráctil, corte del nervio cubital y de los flexores profundos. Movilizaciones, mesa de manos, hielo. Susana y Mercedes, sendas cervicodorsalgias. TENS, ejercicios de aplanamiento de lordosis cervical. Encarnación, hombro. TENS, Codman, autopasivos y hielo. Inés, artrosis de rodilla. TENS y ejercicios con el rulo. Jesús, muñeca rota. Movilizaciones resistidas, tracciones, mesa de manos, TENS estimulador y hielo. Además de estas notas también conservo una fotografía de aquella época. Sergio, Samuel, Jorge, Layla y un servidor junto a una de las fisioterapeutas más simpáticas del hospital, Sonia, todos sonrientes con el uniforme blanco. En aquella época mis compañeros y yo frisábamos los veinte años. Teníamos aún toda la vida por delante.

Foto de Christos Tsoumplekas
No recuerdo la cara de ninguno de los pacientes que aparecen en mis notas, ni los nombres de otros
cuyas historias sí. Estaba, verbigracia, aquella chica de catorce años con la palabra «genio» escrita en la frente, que una noche tuvo la feliz idea de subirse en una motocicleta junto con otras tres amigas. Un coche las embistió lateralmente y le partió la pierna a aquella niña por tres sitios. Fue una fractura abierta, con el fémur a la vista sobresaliendo del pantalón vaquero que había rajado. También teníamos a aquel hombre que trabajaba en una cantera y a quien le había caído en el pie un bloque de piedra gigante, aplastándole la extremidad; su radiografía parecía una pantalla de Tetris dibujada por un Pablo Picasso hasta las trancas de Red Bull. El pie despedía un olor fétido capaz de matar a mil elfos, no por el accidente sino por falta de higiene personal. La fisioterapeuta al cargo se vio en la delicada situación de decirle educadamente que si no venía duchado no habría más terapia manual.

Me acuerdo también de una mujer de Europa del Este, morena, pelo corto y piel nívea, que aquel día volvió a casa con el lomo del color de los turistas ingleses en Benidorm. Me preocupaba que le hubiéramos puesto el microondas demasiado fuerte y así se lo hice saber a mi tutora. «Es normal, no te preocupes», me dijo. El caso es que si hubo quemadura la mujer no se quejó, aunque tampoco estaba muy seguro de que hablara nuestro idioma. Tras mandarla a casa me fui a atender a una señora a la que acababan de operar del túnel carpiano y cuya cicatriz necesitaba tratamiento. Me preguntó «¿tú crees que esto quedará bien, como antes?». Le dije que sí, aunque en realidad dudaba bastante de que fuera el caso. Tenía también un paciente de unos treinta y cinco años que era ingeniero de telecomunicaciones y que me contaba chistes machistas, un taxista al que una vez apuñalaron en el cuello, un exfumador que casi no podía hablar tras habérsele sido extirpado un trozo del pulmón por un tumor, y un tipo del que todo el mundo sospechaba que solo se quejaba para prolongar su baja laboral.

A otras personas de las que conocí por aquel entonces sí que las recuerdo bien. Felicidad era una anciana octogenaria que en nada hacía honor a su nombre. Venía a rehabilitación a fortalecer la rodilla tras la colocación de una prótesis. Estaba sola. Su marido había muerto de un infarto cerebral el año anterior. Sus hijos tampoco estaban con ella, aunque no recuerdo la razón. Felicidad había sido operada muchas veces para extirparle diferentes órganos o trozos de órgano que habían sucumbido. También llevaba una prótesis de cadera. Vestida siempre de negro, no olvidaré la vez que me cogió  la mano tras colocarle el TENS en la rodilla. Aunque lo habitual es colocarlo y marcharse a ver a otro paciente, no pude dejarla. Me quedé con ella, de pie a su lado, sujetando su mano en silencio. Tumbada en la camilla, me había contado parte de su vida y una lágrima había resbalado por su mejilla, igual que le ocurre a mi abuela materna cuando habla de su difunto marido.

De todos los pacientes, los ancianos solían ser los más agradables. Uno de ellos incluso me dio el aguinaldo cuando se acercaba la navidad. Lo hizo a la manera en que los abuelos dan dinero a sus nietos, esto es, con el mismo disimulo que si estuvieran pasando droga. Este hombre había sido camionero y también estaba con nosotros por su prótesis de rodilla. Me contó que una vez se quedó sin frenos en una bajada y que, viendo que se dirigía directo hacia las casas de un pueblo, se lanzó con el camión fuera de la carretera, con la mala suerte de que en lugar de arcén había un barranco. Por fortuna no tuvo heridas graves.

A algunos pacientes se les llegaba a conocer realmente bien, pues ciertas rehabilitaciones pueden durar más allá de un año. Jesús, verbigracia, fue una de las primeras personas a las que atendí en mi primer año. Se había quedado hemipléjico tras un accidente cerebrovascular. La primera vez que mi compañero y yo le tratamos lo traían en silla de ruedas y nuestro cometido era trabajar para que fuera capaz de levantarse y sostenerse inmóvil de pie. Al año siguiente, yo andaba por la sala cuando le vi entrar andando por su propio pie. Aún debía sujetar el brazo afectado con el brazo sano pero era capaz de sentarse, levantarse y andar sin ayuda. No podías sino pensar que su recuperación era asombrosa.

Otra de las habituales era Encarni, una anciana muy salada cuya presencia iba siempre precedida de cierta algarabía. «¡Buenos días! ¡buenos días!», gritaba por todo el pasillo y la sala mientras la transportaban en la camilla. Vivía en un pueblo de la España profunda, bastante lejos del hospital. Siempre venía vestida con su delantal, que mudaba según la ocasión. «Mira qué delantal llevo hoy, niña. Es nuevo», le decía a nuestra tutora mientras le daba algo de vuelo a la prenda. Encarni también era hemipléjica, y además había desarrollado anosognosia, un trastorno por el cual el paciente niega su enfermedad. Con frecuencia se golpeaba la pierna paralizada con la pierna sana mientras gritaba «¡es esta cabrona, que no quiere moverse! ¡Venga!». Un día vino el ortopeda para colocarle un alza que le habían preparado con el objetivo de corregir su genuvalgo, pero resultó no ser de su talla y el efecto no fue muy bueno. Aquel día se le notó la desilusión en la cara. «Ella pensaba que iba a ser ponerse el alza y empezar a andar», nos dijo nuestra profesora. Por supuesto quedaba mucho tiempo para eso, si es que llegaba a pasar.

Además del trabajo en el gimnasio nuestra labor incluía visitas a pacientes ingresados en planta. Estaba aquella anciana a la que le dimos un andador y a la que tuvimos que frenar, pues poco menos que se puso a correr con el artefacto. Era uno de esos pacientes con exceso de motivación que pueden hacerse daño. Frente a ella estaba aquella otra mujer de mediana edad que se había fracturado el tobillo y que iba a necesitar muletas una temporada, a la que había que poner un plan de ejercicio que fortaleciera los músculos que iban a soportar su peso durante ese tiempo. Desgraciadamente, esa mujer estaba cansada antes de empezar. Solo hizo unas extensiones de brazo con una botella de agua y ya se quejaba, jadeando con los ojos cerrados como si hubiera escalado el Kilimanjaro. «Estoy muy cansada, estoy muy cansada». Rendida antes de empezar. Su aspecto y su actitud me recordaban a mi madre.

Fue en estas visitas por las plantas del hospital donde vi a los pacientes que más me impactaron. Eduardo era un anciano al que habían operado del cerebelo y que no podía comunicarse, únicamente emitía un gemido gutural inquietante. Nuestra tarea era levantarle de la cama, dar una vuelta con él por el pasillo y volver a acostarle. Era uno de esos casos que te hacía plantearte todas esas cuestiones sobre una vida digna de ser vivida. A pesar de lo malo de su estado aún era capaz de entendernos. «Abra los ojos, Eduardo», le repetía mi tutora una y otra vez mientras andábamos. Entre las muchas funciones de las que había perdido el control estaban los párpados, que se le cerraban sin que él se diera cuenta de que no veía. Claro que siempre hay otro que está peor. José era un paciente de la unidad del dolor que estaba literalmente en las últimas. Padecía un cáncer de huesos que se le había extendido por todo el cuerpo y estaba conectado a una unidad de morfina bajo demanda. Tenía los antebrazos llenos de tatuajes, ya azulados por el paso del tiempo: una sirena, un ancla y un corazón. La primera vez que fuimos a verle no pudimos tratarle, no recuerdo por qué. Solo hubo una breve charla con algunos miembros de su familia.

Parafraseando a Cees Noteebom, el recuerdo es como un gato que se tumba donde le place. Deambula de forma pseudoaleatoria y se comporta de manera algo impredecible, siempre sin hacer caso a nuestras órdenes. Guarda recuerdos intrascendentes sin saber por qué, olvida cosas que uno preferiría no olvidar y saca a la luz estas viejas memorias ahora, más de diez años después. «La memoria autobiográfica», escribe Douwe Draaisma, «es al mismo tiempo un libro de los recuerdos y un libro del olvido». Y prosigue:

Es como si dejáramos los apuntes de nuestra vida a cargo de un secretario díscolo con intereses propios, que registra minuciosamente lo que preferiríamos olvidar mientras que, en momentos de gloria, hace como si estuviera escribiendo diligentemente cuando, en realidad, ha enroscado disimuladamente el tapón de la estilográfica.
Es casi una obviedad decir que aquello que recordamos influye parcialmente en nuestra personalidad. Me pregunto en qué medida las cosas que no recordamos nos hacen ser quienes somos, si esas vivencias olvidadas dejan en nuestro interior algún eco que resuena en el presente a pesar de que ya no guardamos el recuerdo en sí. Me pregunto si alguno de esos pacientes cuyo nombre y problema ya no recuerdo todavía influye en algo de lo que pienso o hago, perdurando como vagas reminiscencias de aquella otra vida que dejé atrás.