«Si tomas la pastilla azul, fin de la historia. Despertarás en tu cama y creerás lo que quieras creerte. Si tomas la roja te quedarás en el país de las maravillas y yo te enseñaré hasta dónde llega la madriguera de conejos. Recuerda: lo único que te ofrezco es la verdad. Nada más.»
– The Matrix
La idea de que el mundo no exista «en realidad», de que todo sea una ilusión orquestada por un ente externo se remonta a Platón y su mito de la caverna. Siglos después, René Descartes, en sus Meditaciones metafísicas, planteaba Matrix como un:
«genio depravado, no menos engañador y astuto que poderoso, [que] ha empleado toda su industria en engañarme; pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las demás cosas exteriores, no son más que ilusiones y ensueños de que se ha servido para tender redes a mi incredulidad»El tono usado por el autor con palabras como depravado, engañador e incredulidad deja entrever que, al menos para el pensador francés, tal ilusión no es deseable. Descartes, como Neo, parece preferir la pastilla roja. Como otras tantas personas, ambos valoran la autenticidad de la experiencia. Hay quien sitúa esa autenticidad incluso por encima de la felicidad, por lo que para ellos algo como el soma de la novela de Aldous Huxley resulta una idea repugnante.
Hace no mucho estuve planteando entre gente cercana un dilema a lo Matrix en forma de experimento mental similar al formulado por Robert Nozick con su máquina de experiencias. Mi formulación era la siguiente:
Foto de NightRStar |
Imagina que hubiera una pastilla que, al tomarla, hiciera que un gran problema que tuvieras no te importara. Supón que si no la tomas ese problema te hace sufrir una gran angustia. Por último, asumamos que tal problema tiene solución en principio, pero nada te asegura que tu esfuerzo por resolverlo garantice algún resultado. ¿Tomarías dicha pastilla? ¿Por qué?¿Qué elegiría el lector? ¿Cuál cree usted que fue la opción elegida por mayoría?
La forma en que planteé la duda conlleva ciertas asunciones. Una de ellas es que la angustia es un fuerte motivador: se asume que cualquier persona trabajaría por reducir o erradicar una sensación así. Sin embargo, tal regla no tiene por qué valer para todo el mundo. Puede haber gente que acepte la gragea para eliminar la desazón pero que no por ello va a ignorar el problema. Eso podría ser hasta más productivo, ya que no se toman las mismas decisiones cuando uno es feliz que cuando está acongojado. Supongamos, no obstante, que la mencionada pastilla hace a uno olvidarse totalmente del brete en el que se haya.
Otra premisa que se debe establecer es el tipo de problema. Se asume aquí que el sujeto debe poder intervenir para solucionarlo, aunque esa solución no dependa enteramente de él. Por poner algunos ejemplos, el aprieto podría consistir en tener un trabajo que se odia -cambiar de empleo depende de que alguien te contrate-, una relación que no funciona -la marcha de la pareja depende de la otra parte- o ser obesido mórbido -con la genética hemos topado, amiguete-.
Finalmente, aquí la opción elegida no irrevocable, esto es, en cualquier momento uno puede cambiar su decisión por la contraria. El comprimido no tiene por qué administrarse para siempre, si bien estará disponible en todo momento para recurrir a él si se desea.
Si tomas la pastilla el problema como tal desaparece (al menos a tus ojos), dado que cuando no te importa algo deja de haber conflicto. La eliminación de esa angustia contribuiría a tu felicidad, al menos en el sentido de que no te restaría parte de ella. Se evaporaría la posibilidad de frustración o sentimiento de fracaso por no haber podido resolver ese problema. Sería conformarse, mirar hacia otro lado y seguir adelante tranquilamente sin volver a pensar en ello. Para qué perder el tiempo lamentándonos, si podemos dirigir nuestra energía optimista recién adquirida a otros menesteres con mayores probabilidad de mejorar.
Si no tomas la pastilla tal vez seas de los que valoran lo auténtico. No quieres vivir en mundo de fantasía sino en la realidad, aunque sea una puñeta. O quizá lo haces porque aspiras a ser cierto de tipo de persona, una de esas que afrontan la papeleta de forma responsable, yendo de cara, o una de esas otras que no dejan de intentarlo aunque fracasen y se sienten reconfortados con el «al menos lo intenté». Acaso te produzca rechazo la idea de vivir anestesiado, sin que te importen cosas de tu vida que están mal. También puede tratarse sencillamente de que no te gustan los atajos ni seguir el camino fácil.
La abrumadora mayoría de los encuestados dijeron que no tomarían la oblea. ¿Qué nos dice eso? En primer lugar, que es muy fácil hablar. Cuando el sufrimiento es solo hipotético no cuesta nada declarar que se haría esto o lo otro, pero cuando te levantas cada mañana con ganas de pegarte un tiro en la boca la cosa cambia. En segundo lugar, tampoco tengo muy claro que sea una cuestión de autenticidad. Al fin y al cabo, a varios de los que me contestaron les gusta emborracharse y fumarse un porro de vez en cuando; que la diversión sea fruto del etanol o el cannabis no plantea un problema para ellos. Aquí cabe argüir, no obstante, que uno puede desear experimentar sensaciones genuinas en ciertas contextos y no en otros. Por usar los términos en los que lo planteó un amigo, si bebes cuando sales de fiesta con tus amigos no pasa nada, pero si solo bebes para olvidar eres un alcohólico. A este hombre no se le ocurriría embriagarse estando solo en casa cuidando de su hija pequeña. Por último, cabe considerar el papel redentor del dolor. En las sociedades de tradición cristiana hay quien considera el sufrimiento como algo purificador, incluso como algo que da sentido a la vida. Gente así preferirá la angustia por el valor que le otorga en la vida presente o en una hipotética vida más allá de la muerte.
Podría ser, entonces, que lo más importante de cara a decidir si tragar o no la píldora sea el tipo de persona que uno es, cree ser o quiere llegar a ser. ¿Quedaré bien ante mí mismo si la tomo? Si no lo hago, ¿me sentiré como un imbécil? ¿Me servirá el mal trago para madurar y mejorar?
Cuando me ha tocado decidir ha sido precisamente el problema de la identidad el que más me ha hecho reflexionar. La cuestión del yo es muy amplia para tratarla aquí pero querría al menos plantear las preguntas que me hice. Si la química cambia tu visión del mundo ¿sigues siendo tú? ¿No te defines en parte por lo que te preocupa? ¿Cabe renunciar a uno mismo cuando tu forma de ser actual entorpece o impide tu deseada forma de ser futura? Por ejemplo, puede que quieras ascender a lo más alto pero que te interese también ser una persona de familia. En tal caso tu presente excluye el futuro deseado. ¿Y si resulta que la química solo está compensando una tara de la naturaleza? Podría darse el caso de que tu verdadera personalidad sea la que aparece cuando estás drogado y tienes unos niveles normales de, digamos, neurotransmisores.
Aunque he planteado todo esto como un experimento mental, lo cierto es que la pastilla de la que hemos hablado existe. Solo hay que ponerle nombre: alcohol, drogas, antidepresivos... Todas ellas son sustancias que alteran la conducta y nuestra forma de pensar y ver las cosas. Una vieja amiga, verbigracia, ha empezado a tomar citalopram hace poco. Me dijo que ahora es capaz de «mandar a la mierda» a su jefe de vez en cuando. Las preocupaciones que antes le impedían hacer tal cosa y le obligaban a tragarse su resignación han desaparecido. Ella se siente mejor y yo me alegro. ¿Le ha convertido la píldora en alguien diferente, o en una versión mejorada de ella misma, con valor suficiente para enfrentarse a la autoridad? ¿Es su bienestar recién adquirido genuino o una ilusión? Si es un ilusión ¿acaso importa?
Gracias de corazón a todos los que soportasteis estoicamente mi interrogatorio. Parafraseando a Newton, si alcancé a ver tan lejos (lo que en mi caso equivale únicamente a aquello situado más allá de mis narices) es porque me alcé sobre vuestros hombros de gigantes.
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