sábado, 7 de julio de 2012

30 Rock

Ya está aquí, ya llegó: el primer aniversario de mi vigésimo noveno cumpleaños. Para los que -como yo- son de la LOGSE: he cumplido treinta años.

Desde más o menos los catorce años he tenido la sensación de que no llegaría a la treintena. No sé muy bien por qué, pero presentía que mi vida acabaría antes. Tal sospecha se vio «confirmada» cuando me dedicaba a la quiromancia y vi que mi línea del destino se detenía a la altura de la línea de la cabeza. Según la bibliografía eso podría significar la muerte antes de la tercera década, si bien podía tener otros tantos significados. En cualquier caso, aquí estoy.

Foto de DafneCholet
Algunos datos deprimentes para los de mi generación: a esta edad Albert Einstein ya había completado el trabajo que le valió el Premio Nobel (igual que James D. Watson), amén de otros dos sobre la relatividad especial y la equivalencia masa-energía. Kurt Gödel publicó sus teoremas de la incompletitud a los veinticinco. Mozart escribió el Concierto para piano Nº9 en mi bemol con veintiuno. Rafael Nadal ha ganado siete veces Roland Garros y dos veces Wimbledon, y solo tiene 26 años. Fernando Alonso ya tenía dos títulos de campeón del mundo cuando sopló treinta velas. Y sigue así la lista. Es como si el cerebro tuviera un ciclo preprogramado de creatividad y productividad que terminara a los treinta. Lo malo es que nadie te avisa de ello cuando eres joven, de manera que para cuando te quieres poner a hacer algo importante ya eres viejo. Supongo, no obstante, que en mi caso particular pesa más el hecho de ser un botarate sin el más mínimo rastro de talento.

Descartada la posibilidad de hacer algo realmente trascendente, toca centrarse en la propia vida. Dos capítulos de dos comedias diferentes son apropiados aquí. Uno es de Friends, "En el que todos cumplen treinta años" (S07E14). El otro es de Scrubs, en el que es J. D. quien llega a la marca (S05E03). Algo que comparten los dos capítulos son las listas hechas por los protagonistas, listas de cosas que hacer antes de cumplir los treinta que aún no tienen ningún elemento tachado.

Parafraseando el chiste, hay dos tipos de personas: las que hacen listas de cosas que hacer o lograr en la vida, y las que no las hacen. Por usar la metáfora de la vida como un viaje, las primeras tienen una ruta planificada, un itinerario con paradas definidas, quizá incluso con horas de llegada. Cumplir su plan requiere verse a sí mismas situadas en el asiento del conductor. Por otro lado estamos aquellos que nos sentamos en el asiento del copiloto, dejando que la vida nos lleve a donde nos tenga que llevar, deseando quizá que pase por aquí o por allá, pero sabiendo que uno no tiene el control último sobre el camino. Cambias de dirección según vas llegando a las bifurcaciones, procurando tomar ciertas salidas cuando se te permite, tratando de situarte cómodamente en tu carril, dejándote llevar, siendo más espectador que actor.

Envidio a las personas que tienen claro lo que quieren obtener en su paso por este planeta. Personalmente nunca se me ha ocurrido hacer una lista de objetivos vitales. De hecho, solo he conocido a dos personas que las tuvieran. Este tipo de planificación parece una fuente segura de frustraciones: la vida es contingente y no siempre puedes elegir. A nadie que haya pasado la veintena hay que decirle que las cosas no siempre salen como uno quiere. Por más que desees tener una gran casa llena de hijos jugando con tu cónyuge, si no tienes dinero para la hipoteca y una pareja mal vas. Mas viajar sin rumbo también puede ser frustrante: de la ausencia de un destino surge la preocupación por no haber aprovechado la vida, la angustia de una vida sin sentido, la banalidad de una historia personal sin argumento.

En mi caso, hoy día, habiendo asumido que mi vida no va a ser lo que esperaba, me encuentro un poco perdido, pues no tengo ninguna meta a la que dirigirme. Borrados del mapa los puntos de interés que en su día consideré, conociéndome un poco y sabiendo más o menos de qué soy capaz y de qué no, resulta que no sé qué querer. Desgraciadamente, la vida en ese sentido no es como el mar: no hay ningún faro para guiarte. En lugar de eso existe una multitud de pequeñas luces muy parecidas e igualmente intrascendentes, señales confusas y a menudo contradictorias que solo se distinguen por nuestros sentimientos hacia cada una de ellas.

Una amiga me decía hace un par de años:
«Yo sigo intentando encontrar algo que me falta. No sé lo que es pero a pesar de tener mi vida, mi trabajo, mi casa, mi coche, ser independiente, no termino de encontrarlo. No sé si es a nivel profesional, o a nivel personal, o a nivel sentimental, pero algo falta (o muchas cosas más bien). No sé, necesito algo para ser feliz, y me siento vacía».
Niña, ahora sí que te entiendo.

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