lunes, 25 de agosto de 2014

Nacidos para correr

Sospecho que ustedes también tienen al menos un amigo de esos que es un enamorado del deporte, con más energía que una central nuclear y que corre maratones, ultramaratones o triatlones, que juega dos o tres partidos de fútbol en un solo día o que participa simultáneamente en dos ligas de pádel. Personas a las que uno mira con asombro preguntándose de dónde les viene ese ímpetu que les hace levantarse a horas intempestivas para salir a correr o a montar en bicicleta, que nunca parecen cansarse y que dicen cosas como «después de la carrera del otro día estaba tan agotado que al día siguiente no puede correr ni cinco kilómetros» (verídico). Personas como Howard Wasdin, antiguo miembro de los de los Navy SEAL, a quien en los agradecimientos de su libro uno de sus antiguos compañeros describe directamente como «loco»:

Durante el entrenamiento del BUD/S con la clase 143, conocí a Howard Wasdin. Acabábamos de terminar otro día brutal de entrenamiento, y Howard preguntó: «¿Quién quiere venir a correr conmigo a la playa?». Pensé que estaba loco. «¡¿Acaso no hemos tenido suficiente por hoy?!». Aún más locos estaban los tipos que le siguieron.
Mientras a la inmensa mayoría de nosotros nos cuesta dios y ayuda ponermos en marcha cuando se trata de deporte, el problema para estos individuos parece ser justo el contrario, es decir, parar. En este sentido, se parecen a los perros husky:

[E]l problema es parar a los perros, no ponerlos en marcha. Están hechos para correr. Si se les deja sueltos, corren hacia el horizonte y siguen corriendo hasta quedar agotados, por lo que uno no vuelve a verlos nunca más.
Foto de EveryDamnNameIsInUse
Esta y otras razas de perros han sido criados y seleccionados por el hombre para no detenerse. En Alaska tiene lugar todos los años una carrera de trineos de larga distancia llamada Iditarod Trail Sled Dog Race en la que equipos de dieciséis perros comandados por un musher deben recorrer unos mil ochocientos kilómetros a través de la nieve en el menor tiempo posible. La primera edición de esta carrera tuvo lugar en 1973. Desde entonces, mediante el cruce y la reproducción seleccionada de los mejores perros el tiempo empleado en recorrer dicha distancia se ha reducido a la mitad:

The winners of the first two Iditarod races took more than twenty days to finish. Two decades of breeding later, mushers were finishing in half that time. Alaskan huskies morphed into athletes unique on the planet. Even before training, an elite Alaskan husky can move four to five times as much oxygen as a healthy, untrained adult man. With training, top sled dogs reach a VO2max about eight times that of an average man, and more than four times higher than a trained Paula Radcliffe, the women’s marathon world record holder.
El perro idóneo para una carrera de este tipo cuenta, además de con características propiamente atléticas, con una inquebrantable voluntad de seguir adelante. Y ocurre que esa es una característica que se puede mejorar con la crianza, lo que significa que tiene una base genética (ibídem Epstein):

Huson and colleagues discovered genetic traces of twenty-one dog breeds, in addition to the unique Alaskan husky signature. The research team also established that the dogs had widely disparate work ethics (measured via the tension in their tug lines) and that sled dogs with better work ethics had more DNA from Anatolian shepherds—a muscular, often blond breed of dog originally prized as a guardian of sheep because it would eagerly do battle with wolves. That Anatolian shepherd genes uniquely contribute to the work ethic of sled dogs was a new finding, but the best mushers already knew that work ethic is specifically bred into dogs.
“Yeah, thirty-eight years ago in the Iditarod there were dogs that weren’t enthused about doing it, and that were forced to do it,” Mackey says. “I want to be out there and have the privilege of going along for the ride because they want to go, because they love what they do, not because I want to go across the state of Alaska for my satisfaction, but because they love doing it. And that’s what’s happened over forty years of breeding. We’ve made and designed dogs suited for desire.”
El mismo proceso se ha replicado en ratones, con idéntico resultado (ibídem Epstein):

Normal mice run three to four miles each night. [Theodore] Garland took a group of average mice and separated them into two subgroups: those that chose to run less than average each night, and those that chose to run more than average. Garland then bred “high runners” with other high runners, and “low runners” with other low runners. After just one generation of breeding, the progeny of the high runners were, of their own accord, running even farther on average than their parents. By the sixteenth generation of breeding, the high runners were voluntarily cranking out seven miles each night. “The normal mice are out for a leisurely stroll,” Garland says. “They putz around on the wheel, while the high runners are really running.”
Finalmente, también en humanos se ha observado que la herencia genética influye en el nivel de actividad física (ibídem Epstein):

Variations in the brain’s dopamine system make certain individuals more likely to feel reward when using particular drugs, and they are more likely to become addicted. Is it possible that, like sled dogs and lab mice, some people are biologically predisposed to get an outsized sense of reward or pleasure from being constantly in motion? All sixteen human studies conducted as of this writing have found a large contribution of heredity to the amount of voluntary physical activity that people undertake.
Todo esto significa que personas como Dean Karnazes, Pam Reed y Scott Jurek sencillamente nacen, no se hacen (piense también en los tarahumara, por ejemplo). Su cerebro les obliga a moverse; son literalmente yonquis del deporte. Pero ¿y si esa capacidad de esforzarse no se limita al ámbito físico? ¿Y si la fuerza de voluntad en general tiene un punto de partida y un rango de alcance marcados por el ADN?

Durante las últimas semanas hemos estado hablando sobre las diez mil horas de práctica deliberada como forma de suplir, al menos parcialmente, la carencia de talento natural. La idea es que aunque no hayamos salido premiados en la lotería genética, siempre está en nuestra mano practicar concienzudamente para mejorar y llegar lejos. Sin embargo, siempre que yo leía sobre las célebres diez mil horas me preguntaba ¿y si la capacidad o el deseo de esforzarse son también dones naturales? Eso mismo se preguntaba el cirujano Atul Gawande:

En realidad, el talento verdadero quizás sea el que uno tiene para practicar. K. Anders Ericsson, especialista en psicología cognitiva y experto en rendimiento, observó que el mejor modo de que los factores innatos desempeñen un papel importante puede consistir en la disposición para dedicarse a un aprendizaje continuo. Descubrió, por ejemplo, que a las personas con un rendimiento billante tampoco les gusta practicar (éste es el motivo por el cual los atletas y los músicos dejan de practicar cuando se retiran). Pero aún así tienen más voluntad que otros para seguir esforzándose.
Los cirujanos, dice Gawande, no creen en el talento. En lugar de ello «los cirujanos de los hospitales clínicos dicen que lo más importante para ellos es encontrar gente los suficientemente concienzuda, trabajadora y crédula para continuar con la práctica de algo que resulta difícil siempre». Sin embargo «creen que la pericia puede aprenderse, pero no la tenacidad. Es un punto de vista que se sostiene incluso en los mejores departamentos de cirugía». Así pues, uno puede nacer doblemente premiado, con talento y tesón, y ser capaz de los mayores logros (ibídem Epstein):

In her engrossing book Gifted Children: Myths and Realities, psychologist Ellen Winner coined the phrase “rage to master” to describe one of the primary qualities of gifted children. She describes it as intrinsic motivation and “intense and obsessive interest.” In a sentence that seems as if it were made to describe Tiger Woods or Mozart, she writes: “The lucky combination of obsessive interest in a domain along with an ability to learn easily in that domain leads to high achievement.”
O se puede nacer si ninguna de las dos y arrastrarse por la vida abrazado a la mediocridad. Ello me hace pensar que aquellos quienes airean su éxito achacándolo únicamente a lo duro que han trabajado tienen aún más suerte de lo que creen.

Hace poco Eric Barker escribía que el rasgo de personalidad más valioso según la ciencia era la diligencia (conscientiousness), esto es, el ser minucioso, esmerado, eficiente, organizado, ordenado y sistemático. Implica sentir el deseo de hacer bien una tarea y aspirar al logro. Ello requiere autodisciplina y ser capaz de pensar antes de actuar. Pero si nuestra personalidad no viene equipada de serie con estos elementos estaremos atrapados en una situación del tipo «pescadilla que se muerde la cola». Podrías intentar dedicar diez mil horas a cultivar esa parte de tu persona pero ¿cómo vas a hacerlo si de partida no cuentas con la volición necesaria para completar el proceso? En cualquier caso, aunque lo lograras, después quedarían otras diez mil horas (o más) que dedicar a aquello en lo que quieres triunfar.

No trato de insinuar que los genes lo son todo; ninguna persona educada defendería tal cosa. No se trata, pues, de holgazanear en el sofá justificándose bajo la excusa de que «no he nacido con genes para el trabajo». No. Solo constato el hecho de que, como escribió Steven Pinker, «los genes no sólo nos empujan hacia situaciones excepcionales del funcionamiento mental, sino que nos sitúan dentro de la variedad normal, y son la causa de gran parte de la diversidad de capacidad y temperamento que observamos en las personas que nos rodean». Cualquier plan de desarrollo personal ha de contemplar estas limitaciones si se pretende que tenga éxito, pues el camino para llegar a Roma no es el mismo ni tiene el mismo coste cuando uno tiene un avión privado que cuando solo puede ir andando.

lunes, 18 de agosto de 2014

All-in

Dan McLaughlin hizo lo que algunos pensarán que debería haber hecho yo. En lugar de escribir sus lamentaciones por la ausencia de éxito al cumplir los treinta, este fotógrafo de Portland decidió dejar su trabajo para dedicarse por entero a lograr algo. En su caso, el objetivo marcado es convertirse en golfista profesional:

On June 27, 2009, his thirtieth birthday, Dan McLaughlin resolved to do something special: quit his job as a commercial photographer in Portland, Oregon, and become a professional golfer. His golf experience over the previous three decades consisted of two childhood trips to a driving range with his older brother. Save for some youth tennis and a season of cross-country running in high school, McLaughlin hadn’t been a competitive athlete. But something had to change. [...] McLaughlin is the Everyman. He’s 5'9", 150 pounds, and “not particularly physically gifted,” in his own words. “I’m kind of just a very average-type person,” he says. That’s what he’s counting on.
Si están interesados en saber cómo le va pueden seguir su diario, The Dan Plan, donde registra sus experiencias y sus estadísticas. ¿En qué consiste exactamente el Plan Dan? Pues en diez mil horas de práctica deliberada, claro está (ibídem):

McLaughlin was inspired by what he read of Ericsson’s work in the bestsellers Talent Is Overrated, by Geoff Colvin, and Outliers, by Malcolm Gladwell. He read about the 10,000-hours rule, the “magic number of greatness,” as it is called in Outliers, and about the idea that skills that appear to be predicated on innate gifts are often nothing more than the manifestations of thousands of hours of practice.
And so it was that on April 5, 2010, McLaughlin logged his first two hours of deliberate practice toward his ultimate goal of going pro and making the PGA Tour. His plan is to log every single hour along the path to 10,000, and to show that “there’s no difference between experts and me, or other people, not just in golf, but in any field. If I were over six feet tall, that might not speak to most people, but I’m a normal guy.”
McLaughlin is not approaching his journey—he had logged 3,685 hours by the end of 2012—as a publicity stunt, but as a scientific experiment. He enlisted a PGA-certified instructor and consults with Ericsson for advice on his strategy. McLaughlin is committed to counting only those hours of practice that truly qualify as deliberate according to Ericsson’s definition.
En el momento de escribir estas líneas la última entrada en su blog es del día catorce del mes en curso, y escribe que le quedan todavía 4.553 horas de práctica. Para poder participar en la pre-clasificación para el PGA Tour, Dan necesita un hándicap de 2,0. He aquí su progreso en ese aspecto desde 2012 (cuando empezó a registrar sus estadísticas de hándicap quincenalmente) hasta mayo del presente año, con el objetivo señalado por la línea roja y el eje y (su hándicap) invertido:


Como era de esperar, la mejora no es lineal. No les descubriría nada nuevo si les dijera que, cuando se trata de dominar una nueva técnica, al principio los progresos llegan rápidamente, tras lo cual el ritmo de evolución disminuye gradualmente, se atraviesan mesetas temporales en las que uno está estancado o incluso empeora ligeramente hasta que se vuelve a avanzar, etc. En el gráfico podemos ver que a Dan aún le queda un largo camino hasta su objetivo. No en vano, como hemos mencionado, apenas ha superado la mitad de las diez mil horas.

Si tuviera que adivinar la forma final de la curva de aprendizaje de McLaughlin, sospecho que se parecería bastante a la siguiente:


Fuente: (Silver, 2012)

Este gráfico aparece en el libro de Nate Silver, y representa la relación entre el esfuerzo y el progreso. La disciplina en la que Silver quería mejorar no era el golf, sino el póquer. Probablemente hayan notado que la línea del gráfico tiene la forma de una distribución de Pareto:

The key thing about a learning curve is that it really is a curve: the progress we make at performing the task is not linear. Instead, it usually looks something like this (figure 10-6)—what I call the Pareto Principle of Prediction.
[...] The name for the curve comes from the well-known business maxim called the Pareto principle or 80-20 rule (as in: 80 percent of your profits come from 20 percent of your customers16). As I apply it here, it posits that getting a few basic things right can go a long way. In poker, for instance, simply learning to fold your worst hands, bet your best ones, and make some effort to consider what your opponent holds will substantially mitigate your losses. If you are willing to do this, then perhaps 80 percent of the time you will be making the same decision as one of the best poker players like Dwan—even if you have spent only 20 percent as much time studying the game.
En el caso del golf, ese primer veinte por ciento tan rentable bien puede ser el trabajo en el juego largo. Cuando Dan empezó a jugar estaba limitado a una distancia del hoyo de unas ciento cuarenta yardas (un hierro ocho). Ser capaz de llegar al green con menos golpes es, sin duda, una buena forma de bajar el hándicap. Según este instructor de golf, el ochenta por ciento del éxito en este deporte radica en el swing. El veinte por ciento restante se debe, de acuerdo con la sabiduría popular del propio deporte,  al juego corto (si bien eso podría ser falso).

La decisión de Dan McLaughlin de dejar su trabajo por el golf puede considerarse, por tomar un vocablo de la jerga del póquer, una apuesta all-in. Diez mil horas son muchas horas. Necesariamente hay que renunciar a muchas otras cosas. McLaughlin dedica unas ocho horas diarias a pulir su técnica, aparte de lo cual levanta pesas, lee sobre teoría de su deporte y trabaja con un nutricionista (ibídem Epstein):

“According to the tenets of deliberate practice, you have to be cognitively engaged,” McLaughlin explains. Just going to the driving range and swatting balls for a few hours without an eye toward improvement and error correction doesn’t cut it. So, six days a week, McLaughlin puts in six hours of deliberate practice, a workday that consumes eight hours because he takes frequent breaks to think about what he did well and what can be improved—like closing the club face on impact—and because it is exhausting to maintain strict focus for hours on end.
¿Logrará Dan su objetivo después de tanto esfuerzo? Depende. Aquí concurren dos problemas. Por un lado, no todas las horas de práctica cuentan lo mismo. Como indica el gráfico visto anteriormente, la mejora en la destreza sigue una ley de rendimientos decrecientes, y conforme uno asciende por la senda de la maestría se encuentra con que cada vez necesita más tiempo para obtener progresos cada vez menores. Por otra parte, dado que cuando se compite con otros lo que importa no es lo bueno que uno es sentido absoluto, sino lo bueno que se es comparado con el resto, la cuestión es si Dan podrá alcanzar un nivel superior al de la competencia. En el caso de que esta fuera muy dura, este soñador necesitará mucho más que ese ochenta por ciento inicial para lograr su objetivo, quizá muchísimo más de lo que esté al alcance de su mano (ibídem Silver, énfasis mío):

«Sometimes, however, it is not so much how good your predictions are in an absolute sense that matters but how good they are relative to the competition. In poker, you can make 95 percent of your decisions correctly and still lose your shirt at a table full of players who are making the right move 99 percent of the time. Likewise, beating the stock market requires outpredicting teams of investors in fancy suits with MBAs from Ivy League schools who are paid seven-figure salaries and who have state-of-the-art computer systems at their disposal.

In cases like these, it can require a lot of extra effort to beat the competition. You will find that you soon encounter diminishing returns. The extra experience that you gain, the further wrinkles that you add to your strategy, and the additional variables that you put into your forecasting model—these will only make a marginal difference. Meanwhile, the helpful rules of thumb that you developed—now you will need to learn the exceptions to them.

However, when a field is highly competitive, it is only through this painstaking effort around the margin that you can make any money. There is a “water level” established by the competition and your profit will be like the tip of an iceberg: a small sliver of competitive advantage floating just above the surface, but concealing a vast bulwark of effort that went in to support it

Fuente: (Silver, 2012)

La cuestión, por tanto, no es si puedes ser mejor; claro que puedes, con práctica. La verdadera cuestión es, cuando no puedes ser el número uno, si puedes ser suficientemente bueno, esto es, si el máximo nivel que alcances te permitirá situarte por encima del nivel del agua y lograr tu objetivo. ¿Puedes llegar a ser suficientemente bueno jugando al fútbol para acabar en un equipo de la liga profesional, como soñabas de joven? ¿Puedes llegar a ser suficientemente bueno actuando para lograr un papel en una serie de éxito, como pretendes? ¿Puedes llegar a ser suficientemente bueno programando para conseguir ese trabajo en Google que ansías? Puede ocurrir que inviertas diez mil, quince mil, veinte mil horas tras las cuales todavía sigas peleándote en medio del pelotón. Cuando la pecera en la que uno nada rebosa de peces grandes, la vida se hace difícil para quienes no tienen talento natural y se fijan objetivos ambiciosos. Mucho me temo que los individuos que cultivan sus dones naturales acaban en cabeza y se quedan con los pocos premios disponibles. Por contra, aquellos cuya única baza es el trabajo duro languidecen en la cola de espera de los mediocres. En mejor posición que los que no trabajaron duro, claro está, pero con la comezón interna de vivir un deseo con pocas esperanzas de realizarse.

Quizá recuerden del artículo anterior que en los estudios sobre maestría en música y ajedrez había una gran variabilidad individual, y que las diez mil horas eran realmente el promedio de todos los individuos estudiados. ¿Y si resulta que McLaughlin es uno de los que aprenden más despacio, y tras diez mil horas no ha logrado su objetivo? (ibídem Eipstein):

When I asked Dan McLaughlin whether he had any concern that he might, like some of the chess players, be a 20,000-hours guy as opposed to a 10,000-hours guy, he said that he considered the journey a victory in itself. “When it comes down to D-Day and it’s my ten-thousandth hour,” McLaughlin said, “it’ll be interesting to see whether I’m still shooting seventy-five, or I missed Q-School [the PGA Tour’s qualifying school] by one stroke, or if I’m on the Tour. I think you could probably master something in anywhere from 7,000 to 40,000 hours, but this is kind of a good way to keep track of progress.” Somehow, the 7,000-to-40,000-hours rule just doesn’t have the same ring to it.
Según sus propias palabras, lo que Dan espera con este experimento es probarse a sí mismo y a los demás que nunca es demasiado tarde. Asegura que se sentirá satisfecho si su ejemplo sirve de inspiración a alguien para que deje su trabajo y encuentre la felicidad en una nueva aventura elegida por sí mismo. Para él, el propio camino es la recompensa. Ya saben cómo va esto. Apunta hacia la luna para que si fallas aterrices entre las estrellas. Lo importante es participar, disfrutar el proceso. Etcétera. Probablemente sea esa la mentalidad más adecuada para una aventura con altísimo riesgo de fracaso.

lunes, 4 de agosto de 2014

La clave del talento

Se llamaba Alberto, pero todos le conocíamos como Jimmy. Su especialidad era el regate de cuerda. Cada día, después de la comida, ambos nos uníamos al resto de la pandilla para jugar al fútbol hasta que empezaban las clases de la tarde. Como es costumbre en los patios, antes de empezar los capitanes echaban a suertes el primer turno para elegir jugador para su equipo. Invariablemente el ganador de ese sorteo elegía a Jimmy y el reparto se daba por terminado automáticamente: todos los demás pasaban a formar el equipo contrario. Dos contra cinco. Aún así el equipo de Jimmy (más bien habría que decir «la pareja») siempre ganaba por goleada. Era el Lionel Messi de nuestro colegio.


Malcolm Gladwell popularizó con su libro Fueras de serie (Outliers) el trabajo de K. Anders Ericsson sobre los factores que convierten a una persona en un maestro de su disciplina. En un estudio realizado a principios de los años noventa, el psicólogo sueco encontró que, entre los violinistas de la Academia de Música de Berlín, los intérpretes de elite habían acumulado diez mil horas de práctica cada uno, mientras que los estudiantes buenos solo habían sumado unas ocho mil. Ericsson y sus colegas hicieron otro estudio con pianistas y notaron el mismo patrón: los pianistas profesionales habían alcanzado las diez mil horas a la vez que los aficionados sumaban apenas unas dos mil. Llegar a gran maestro de ajedrez (dos mil doscientos puntos ELO) también exige completar diez mil horas de ardua práctica. Así, las diez mil horas pasaron a ser el número mágico de la grandeza. Según escribió el periodista anglo-canadiense:

La idea de que la excelencia en la realización de una tarea compleja requiere un mínimo dado de práctica, expresado como valor umbral, se abre paso una y otra vez en los estudios sobre la maestría. De hecho, los investigadores se han decidido por lo que ellos consideran es el número mágico de la verdadera maestría: diez mil horas.
Había nacido la esperanza para las personas sin dotes naturales. ¿Qué era necesario para llegar a ser un fuera de serie? En dos palabra: práctica deliberada. La maestría pasó a ser cuestión de esfuerzo y repetición: miles de horas de ejercicio con un feedback adecuado e inmediato y una intensa concentración en la técnica, sesiones en las que se va ajustando una y otra vez el objetivo para acercarse a la meta marcada, tratando de hacerlo cada vez un poco mejor. La mayor parte de la pericia se ganaría, pues, con trabajo duro. El cerebro, con su plasticidad, permitiría a cualquiera alcanzar la excelencia. El secreto está en la mielina. Como resultado el éxito no dependería de los genes, sino de la cantidad de práctica que alguien es capaz de acumular. «Keep your gifts», decía el culturista Kai Greene en un documental en referencia a su némesis, Phil Heath, apodado The Gift. «I work hard». En un deporte donde el ganador se decide por la forma y el tamaño de los músculos, Green lo confía todo a su ética de entrenamiento.

Muchos libros sobre el desarrollo del talento vienen de Estados Unidos, un país de tradición protestante que parece vivir bajo la ilusión de que con esfuerzo suficiente no hay nada imposible. No en vano, las encuestas muestran que la mayoría de estadounidenses creen que cualquiera puede realizar el sueño americano, a pesar de que la mobilidad social allí es mucho más reducida que en los países europeos. Aún así continúan pensando que cualquiera puede hacerse rico si está dispuesto a trabajar los suficiente. Los talentos y dones naturales suponen un problema para las sociedades meritocráticas, donde lo que realmente se valora es la contribución o el logro («¿Conceden el Nobel por intento de Química?», se preguntaba acertadamente el Actor Secundario Bob). Uno no puede volver a nacer siendo hijo de otros padres, pero sí puede gastar cada hora de vigilia en lo que sea que le interese mejorar. La idea de que somos totalmente responsables de si llegamos o no a ser grandes es mucho más conveniente para un sistema que finge premiar el esfuerzo en lugar de la suerte. Desde esta perspectiva, cuando alguien no tiene éxito siempre se le puede echar la culpa de su fracaso por no haber practicado lo suficiente.

Creo que existe un sesgo de publicación a favor de lo políticamente correcto, de cómo nos gustaría que fuera el mundo, y no de cómo es en realidad. Pensar que no estamos limitados por nuestros genes es lo políticamente correcto y democráticamente aceptable. Por tanto, se minimiza la importancia de aquello que no se puede controlar (el talento natural) y se aumenta la de aquello otro que sí se puede (las horas de práctica). Incluso se llega a considerar que los factores contingentes sí están bajo nuestro control, que es posible cultivar la propia suerte. Esta distorsión resulta visible en los libros sobre cómo alcanzar el éxito. En palabras de Michael Sandel:

[L]a excelencia consiste también, al menos en parte, en la exhibición de talentos y dones naturales que no son obra del atleta que los posee. Se trata de un hecho incómodo para las sociedades democráticas. Queremos creer que el éxito, tanto en el deporte como en la vida, es algo que nos ganamos, no algo que heredamos. Los dones naturales, y la admiración que inspiran, resultan incómodos para la fe meritocrática; proyectan dudas sobre la convicción de que sólo el esfuerzo merece elogio y recompensa. Como consecuencia de esta incomodidad, exageramos la importancia moral del esfuerzo y la perseverancia , y devaluamos el talento.
Atribuir el mayor peso a los factores que están bajo nuestro control es un arma de doble filo. Por un lado, nos permite soñar. Creo que muchos nos contentamos pensando que, si nos hubiéramos puesto a ello, hubiéramos logrado un nivel muy alto o llegado muy lejos. Como nunca ponemos a prueba esa hipótesis no tenemos que enfrentarnos a su falsación, lo que afianza nuestra ilusión de competencia. Pero a veces ocurre que entramos en harina y nos esforzamos con denuedo durante años para acabar descubriendo que, aunque se suponía que podíamos convertirnos en Goku, nos hemos quedado a medio camino de ser siquiera Yamcha, y que esa es nuestra cota superior. Por otro lado, al atribuir toda la responsabilidad del resultado al individuo se corre el riesgo de culpabilizar a la víctima. Uno puede negarse a hacer donativos bajo la premisa de que el pobre lo es porque se lo merece, porque es un vago que no quiere trabajar y que su desgracia se la tiene merecida.

Magnus Carlsen, actual número uno del mundo en ajedrez, tiene tan solo veintitrés años. Alcanzó el número uno del ranking en 2010 con diecinueve años y treinta y dos días, el más joven de la historia. ¿Cuántos de ustedes creen sinceramente que lo único que les separa de este gran maestro noruego son las horas dedicadas a entrenar? En 2007, Guillermo Campitelli y Fernand Gobet reclutaron a ciento cuatro jugadores de diferentes niveles para realizar un estudio sobre maestría en ajedrez. El tiempo medio que tomó a esos jugadores convertirse en maestro fue de 11.053 horas. Sin embargo, había enormes diferencias individuales:

One player in the study reached master level in just 3,000 hours of practice, while another player needed 23,000 hours. If one year generally equates to 1,000 hours of deliberate practice, then that’s a difference of two decades of practice to reach the same plane of expertise. “That was the most striking part of our results,” Gobet says. “That basically some people need to practice eight times more to reach the same level as someone else. And some people do that and still have not reached the same level.” Several players in the study who started early in childhood had logged more than 25,000 hours of chess practice and study and had yet to achieve basic master status.
While the average time to master level was 11,000 hours, one man’s 3,000-hours rule was another man’s 25,000-and-counting-hours rule. The renowned 10,000-hours violin study only reports the average number of hours of practice. It does not report the range of hours required for the attainment of expertise, so it is impossible to tell whether any individual in the study actually became an elite violinist in 10,000 hours, or whether that was just an average of disparate individual differences.
Que las personas aprendemos a ritmos distintos es evidente. La cuestión es que esas diferencias importan porque se acumulan con el tiempo. Al hablar de mi trigésimo aniversario comenté algunos logros que ciertas personas habían llevado a cabo antes de cumplir los treinta. Séame permitido agregar un ejemplo más. Norbert Wiener, el matemático y filósofo padre de la cibernética, obtuvo su doctorado por la universidad de Harvard a los diecisiete años. En menos de dos décadas estaba a una distancia cósmica del resto intelectualmente hablando. Hay campos, como el saber, en los que los logros futuros dependen de los actuales. Cuanto antes domines los fundamentos de una disciplina antes podrás empezar a trastear para hacer alguna aportación relevante. La precocidad te da una ventaja definitiva que solo está disponible a través de los genes. Jimmy ya era el mejor jugador del colegio a los siete años, y con el tiempo la distancia con el resto no hizo más que aumentar. Lo mismo ocurre en el ajedrez. Como explica Gobet (ibídem):

If you look at those players who go on to be masters and those who remain below that level [...] some of them have the same practice the first three years, but there were already large differences in performance. Perhaps if there are very small individual differences [in talent] at the beginning, they make a huge effect. We assume it takes about ten seconds to learn a chunk, and we have estimated that it takes about 300,000 chunks to become a grandmaster. If one person learns each chunk in nine seconds and the other person eleven seconds, those small differences are going to be amplified.
En realidad, Ericsson nunca usó el término «regla de las 10.000 horas». Según él, fue Gladwell quien lo acuñó en el libro que hemos mencionado anteriormente, Fueras de serie, malinterpretando las conclusiones de su estudio sobre violinistas. Ese estudio fue hecho con una muestra pequeña y las horas de práctica eran dadas por los propios sujetos de estudio (ibídem):

On a panel at the 2012 American College of Sports Medicine conference, Ericsson noted that the now world-famous data were collected in a small number of subjects and are not entirely reliable in terms of counting practice hours. “Obviously, we were only collecting data on ten individuals,” Ericsson said. “And [the violinists did] some of the retrospective estimates several times, and there was no perfect agreement.” That is, the violinists were inconsistent in multiple accounts of how much they had practiced. Even so, Ericsson said, the variation among just the ten most elite violinists—the 10,000-hours group—was still “certainly more than 500 hours.”
El debate sobre el talento y la práctica se ha avivado en los últimos meses tras la publicación por parte de David Hambrick y Brooke Macnamara de dos estudios que cuestionan las conclusiones de Ericsson. Su metaanálisis muestra que, en conjunto, la práctica deliberada explica tan solo un doce por ciento de las diferencias individuales encontradas en ámbitos como el deporte, la música, la educación y varias profesiones:

Fuente

Perfect practice makes perfection. Obviamente con entrenamiento es posible mejorar, eso nadie lo pone en duda. Pero no creo que cualquiera piense realmente que con diez mil horas de práctica deliberada podría llegar al nivel de Carlsen o a ganar los campeonatos nacionales de cien metros lisos. En efecto, la velocidad no se puede enseñar. Cuando se trata de capacidades físicas, entendemos de manera intuitiva que hay topes que no podemos superar. Sin embargo, cuando se trata del cerebro, es como si asumiéramos que no hay límites, que cualquiera puede ser un virtuoso, un erudito o un empresario billonario. Albergar esperanzas ilusorias sobre nuestra propia capacidad puede ser tan perjudicial como rendirse antes de empezar. Tocar techo y martirizarse porque se es incapaz de ir más allá, echándose la culpa a uno mismo, supone una carga que la mente encuentra difícil de manejar:

A belief in inborn gifts and limits is much gentler on the psyche: The reason you aren’t a great opera singer is because you can’t be one. That’s simply the way you were wired. Thinking of talent as innate makes our world more manageable, more comfortable. It relieves a person of the burden of expectation. It also relieves us of distressing comparisons. If Tiger Woods is innately great, we can feel casually jealous of his genetic luck while avoiding disappointment in ourselves. If, on the other hand, each one of us truly believed ourselves capable of Tiger-like achievement, the burden of expectation and disappointment could be profound. Did I blow my chance to be a brilliant tennis player?
Que a menudo nos pongamos límites mentales no quiere decir que no haya límites reales. Si todo fuese cuestión de trabajar duro no hablaríamos de genios, sino de currantes. La clave del talento es ser hijo de los padres adecuados.