lunes, 4 de agosto de 2014

La clave del talento

Se llamaba Alberto, pero todos le conocíamos como Jimmy. Su especialidad era el regate de cuerda. Cada día, después de la comida, ambos nos uníamos al resto de la pandilla para jugar al fútbol hasta que empezaban las clases de la tarde. Como es costumbre en los patios, antes de empezar los capitanes echaban a suertes el primer turno para elegir jugador para su equipo. Invariablemente el ganador de ese sorteo elegía a Jimmy y el reparto se daba por terminado automáticamente: todos los demás pasaban a formar el equipo contrario. Dos contra cinco. Aún así el equipo de Jimmy (más bien habría que decir «la pareja») siempre ganaba por goleada. Era el Lionel Messi de nuestro colegio.


Malcolm Gladwell popularizó con su libro Fueras de serie (Outliers) el trabajo de K. Anders Ericsson sobre los factores que convierten a una persona en un maestro de su disciplina. En un estudio realizado a principios de los años noventa, el psicólogo sueco encontró que, entre los violinistas de la Academia de Música de Berlín, los intérpretes de elite habían acumulado diez mil horas de práctica cada uno, mientras que los estudiantes buenos solo habían sumado unas ocho mil. Ericsson y sus colegas hicieron otro estudio con pianistas y notaron el mismo patrón: los pianistas profesionales habían alcanzado las diez mil horas a la vez que los aficionados sumaban apenas unas dos mil. Llegar a gran maestro de ajedrez (dos mil doscientos puntos ELO) también exige completar diez mil horas de ardua práctica. Así, las diez mil horas pasaron a ser el número mágico de la grandeza. Según escribió el periodista anglo-canadiense:

La idea de que la excelencia en la realización de una tarea compleja requiere un mínimo dado de práctica, expresado como valor umbral, se abre paso una y otra vez en los estudios sobre la maestría. De hecho, los investigadores se han decidido por lo que ellos consideran es el número mágico de la verdadera maestría: diez mil horas.
Había nacido la esperanza para las personas sin dotes naturales. ¿Qué era necesario para llegar a ser un fuera de serie? En dos palabra: práctica deliberada. La maestría pasó a ser cuestión de esfuerzo y repetición: miles de horas de ejercicio con un feedback adecuado e inmediato y una intensa concentración en la técnica, sesiones en las que se va ajustando una y otra vez el objetivo para acercarse a la meta marcada, tratando de hacerlo cada vez un poco mejor. La mayor parte de la pericia se ganaría, pues, con trabajo duro. El cerebro, con su plasticidad, permitiría a cualquiera alcanzar la excelencia. El secreto está en la mielina. Como resultado el éxito no dependería de los genes, sino de la cantidad de práctica que alguien es capaz de acumular. «Keep your gifts», decía el culturista Kai Greene en un documental en referencia a su némesis, Phil Heath, apodado The Gift. «I work hard». En un deporte donde el ganador se decide por la forma y el tamaño de los músculos, Green lo confía todo a su ética de entrenamiento.

Muchos libros sobre el desarrollo del talento vienen de Estados Unidos, un país de tradición protestante que parece vivir bajo la ilusión de que con esfuerzo suficiente no hay nada imposible. No en vano, las encuestas muestran que la mayoría de estadounidenses creen que cualquiera puede realizar el sueño americano, a pesar de que la mobilidad social allí es mucho más reducida que en los países europeos. Aún así continúan pensando que cualquiera puede hacerse rico si está dispuesto a trabajar los suficiente. Los talentos y dones naturales suponen un problema para las sociedades meritocráticas, donde lo que realmente se valora es la contribución o el logro («¿Conceden el Nobel por intento de Química?», se preguntaba acertadamente el Actor Secundario Bob). Uno no puede volver a nacer siendo hijo de otros padres, pero sí puede gastar cada hora de vigilia en lo que sea que le interese mejorar. La idea de que somos totalmente responsables de si llegamos o no a ser grandes es mucho más conveniente para un sistema que finge premiar el esfuerzo en lugar de la suerte. Desde esta perspectiva, cuando alguien no tiene éxito siempre se le puede echar la culpa de su fracaso por no haber practicado lo suficiente.

Creo que existe un sesgo de publicación a favor de lo políticamente correcto, de cómo nos gustaría que fuera el mundo, y no de cómo es en realidad. Pensar que no estamos limitados por nuestros genes es lo políticamente correcto y democráticamente aceptable. Por tanto, se minimiza la importancia de aquello que no se puede controlar (el talento natural) y se aumenta la de aquello otro que sí se puede (las horas de práctica). Incluso se llega a considerar que los factores contingentes sí están bajo nuestro control, que es posible cultivar la propia suerte. Esta distorsión resulta visible en los libros sobre cómo alcanzar el éxito. En palabras de Michael Sandel:

[L]a excelencia consiste también, al menos en parte, en la exhibición de talentos y dones naturales que no son obra del atleta que los posee. Se trata de un hecho incómodo para las sociedades democráticas. Queremos creer que el éxito, tanto en el deporte como en la vida, es algo que nos ganamos, no algo que heredamos. Los dones naturales, y la admiración que inspiran, resultan incómodos para la fe meritocrática; proyectan dudas sobre la convicción de que sólo el esfuerzo merece elogio y recompensa. Como consecuencia de esta incomodidad, exageramos la importancia moral del esfuerzo y la perseverancia , y devaluamos el talento.
Atribuir el mayor peso a los factores que están bajo nuestro control es un arma de doble filo. Por un lado, nos permite soñar. Creo que muchos nos contentamos pensando que, si nos hubiéramos puesto a ello, hubiéramos logrado un nivel muy alto o llegado muy lejos. Como nunca ponemos a prueba esa hipótesis no tenemos que enfrentarnos a su falsación, lo que afianza nuestra ilusión de competencia. Pero a veces ocurre que entramos en harina y nos esforzamos con denuedo durante años para acabar descubriendo que, aunque se suponía que podíamos convertirnos en Goku, nos hemos quedado a medio camino de ser siquiera Yamcha, y que esa es nuestra cota superior. Por otro lado, al atribuir toda la responsabilidad del resultado al individuo se corre el riesgo de culpabilizar a la víctima. Uno puede negarse a hacer donativos bajo la premisa de que el pobre lo es porque se lo merece, porque es un vago que no quiere trabajar y que su desgracia se la tiene merecida.

Magnus Carlsen, actual número uno del mundo en ajedrez, tiene tan solo veintitrés años. Alcanzó el número uno del ranking en 2010 con diecinueve años y treinta y dos días, el más joven de la historia. ¿Cuántos de ustedes creen sinceramente que lo único que les separa de este gran maestro noruego son las horas dedicadas a entrenar? En 2007, Guillermo Campitelli y Fernand Gobet reclutaron a ciento cuatro jugadores de diferentes niveles para realizar un estudio sobre maestría en ajedrez. El tiempo medio que tomó a esos jugadores convertirse en maestro fue de 11.053 horas. Sin embargo, había enormes diferencias individuales:

One player in the study reached master level in just 3,000 hours of practice, while another player needed 23,000 hours. If one year generally equates to 1,000 hours of deliberate practice, then that’s a difference of two decades of practice to reach the same plane of expertise. “That was the most striking part of our results,” Gobet says. “That basically some people need to practice eight times more to reach the same level as someone else. And some people do that and still have not reached the same level.” Several players in the study who started early in childhood had logged more than 25,000 hours of chess practice and study and had yet to achieve basic master status.
While the average time to master level was 11,000 hours, one man’s 3,000-hours rule was another man’s 25,000-and-counting-hours rule. The renowned 10,000-hours violin study only reports the average number of hours of practice. It does not report the range of hours required for the attainment of expertise, so it is impossible to tell whether any individual in the study actually became an elite violinist in 10,000 hours, or whether that was just an average of disparate individual differences.
Que las personas aprendemos a ritmos distintos es evidente. La cuestión es que esas diferencias importan porque se acumulan con el tiempo. Al hablar de mi trigésimo aniversario comenté algunos logros que ciertas personas habían llevado a cabo antes de cumplir los treinta. Séame permitido agregar un ejemplo más. Norbert Wiener, el matemático y filósofo padre de la cibernética, obtuvo su doctorado por la universidad de Harvard a los diecisiete años. En menos de dos décadas estaba a una distancia cósmica del resto intelectualmente hablando. Hay campos, como el saber, en los que los logros futuros dependen de los actuales. Cuanto antes domines los fundamentos de una disciplina antes podrás empezar a trastear para hacer alguna aportación relevante. La precocidad te da una ventaja definitiva que solo está disponible a través de los genes. Jimmy ya era el mejor jugador del colegio a los siete años, y con el tiempo la distancia con el resto no hizo más que aumentar. Lo mismo ocurre en el ajedrez. Como explica Gobet (ibídem):

If you look at those players who go on to be masters and those who remain below that level [...] some of them have the same practice the first three years, but there were already large differences in performance. Perhaps if there are very small individual differences [in talent] at the beginning, they make a huge effect. We assume it takes about ten seconds to learn a chunk, and we have estimated that it takes about 300,000 chunks to become a grandmaster. If one person learns each chunk in nine seconds and the other person eleven seconds, those small differences are going to be amplified.
En realidad, Ericsson nunca usó el término «regla de las 10.000 horas». Según él, fue Gladwell quien lo acuñó en el libro que hemos mencionado anteriormente, Fueras de serie, malinterpretando las conclusiones de su estudio sobre violinistas. Ese estudio fue hecho con una muestra pequeña y las horas de práctica eran dadas por los propios sujetos de estudio (ibídem):

On a panel at the 2012 American College of Sports Medicine conference, Ericsson noted that the now world-famous data were collected in a small number of subjects and are not entirely reliable in terms of counting practice hours. “Obviously, we were only collecting data on ten individuals,” Ericsson said. “And [the violinists did] some of the retrospective estimates several times, and there was no perfect agreement.” That is, the violinists were inconsistent in multiple accounts of how much they had practiced. Even so, Ericsson said, the variation among just the ten most elite violinists—the 10,000-hours group—was still “certainly more than 500 hours.”
El debate sobre el talento y la práctica se ha avivado en los últimos meses tras la publicación por parte de David Hambrick y Brooke Macnamara de dos estudios que cuestionan las conclusiones de Ericsson. Su metaanálisis muestra que, en conjunto, la práctica deliberada explica tan solo un doce por ciento de las diferencias individuales encontradas en ámbitos como el deporte, la música, la educación y varias profesiones:

Fuente

Perfect practice makes perfection. Obviamente con entrenamiento es posible mejorar, eso nadie lo pone en duda. Pero no creo que cualquiera piense realmente que con diez mil horas de práctica deliberada podría llegar al nivel de Carlsen o a ganar los campeonatos nacionales de cien metros lisos. En efecto, la velocidad no se puede enseñar. Cuando se trata de capacidades físicas, entendemos de manera intuitiva que hay topes que no podemos superar. Sin embargo, cuando se trata del cerebro, es como si asumiéramos que no hay límites, que cualquiera puede ser un virtuoso, un erudito o un empresario billonario. Albergar esperanzas ilusorias sobre nuestra propia capacidad puede ser tan perjudicial como rendirse antes de empezar. Tocar techo y martirizarse porque se es incapaz de ir más allá, echándose la culpa a uno mismo, supone una carga que la mente encuentra difícil de manejar:

A belief in inborn gifts and limits is much gentler on the psyche: The reason you aren’t a great opera singer is because you can’t be one. That’s simply the way you were wired. Thinking of talent as innate makes our world more manageable, more comfortable. It relieves a person of the burden of expectation. It also relieves us of distressing comparisons. If Tiger Woods is innately great, we can feel casually jealous of his genetic luck while avoiding disappointment in ourselves. If, on the other hand, each one of us truly believed ourselves capable of Tiger-like achievement, the burden of expectation and disappointment could be profound. Did I blow my chance to be a brilliant tennis player?
Que a menudo nos pongamos límites mentales no quiere decir que no haya límites reales. Si todo fuese cuestión de trabajar duro no hablaríamos de genios, sino de currantes. La clave del talento es ser hijo de los padres adecuados.

2 comentarios:

  1. Muy fino, como siempre, Silvio.

    Supongo que conocerás el libro de Steven Pinker "La tabula rasa", que hace bastante hincapié en los límites de la plasticidad neuronal, la importancia de la genética y los motivos por los que no se aceptan esas "incorrecciones políticas".

    Por otra parte, me has recordado mucho algo que comenté en un post (http://luistarrafeta.com/2012/08/23/un-infiltrado-en-clase-de-musica/) sobre cómo se debe de ensayar según algunos músicos.

    Comentaban que el tópico de "la práctica lleva a la perfección" es falso y que, en todo caso, "la práctica lleva a hacer las cosas permanentes". Y cómo es importante practicar de forma creativa, buscando variaciones y con mucha autocrítica. Supongo que es otro factor a tener en cuenta en las 10.000 horas. ¿10.000 horas de hacer lo mismo o 10.000 de variaciones, aprendiendo a quedarte con lo más útil para cada ocasión?

    Un saludo!

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  2. Gracias Luis! Me gustó mucho La tabla rasa. Por desgracia, al sincronizar el iPad perdí todas las notas que había tomado. Desde entonces no uso el iBooks xDD.

    Conducir es otro ejemplo que muestra que no vale con la repetición mecánica: personas que van y vienen del trabajo en coche cada día no tienen por qué convertirse en buenos conductores. Por eso Ericsson insiste tanto en eso que dices: que la práctica ha de ser atenta y concienzuda, con alguien que pueda ir corrigiendo nuestros fallos y nos vaya puliendo, etc.

    Saludos!

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