lunes, 3 de abril de 2017

Pesadilla en la cocina (IV)

Mi padre ha trabajado de camarero toda su vida. A lo largo de sus más de cuarenta y cinco años de experiencia laboral en el sector de la hostelería ha sufrido en primera persona la bancarrota de tres restaurantes. También ha asistido a la quiebra de docenas de bares y otros comedores en los que trabajaban sus amigos o antiguos compañeros. Siendo España un país de bares no es de extrañar que tenga su propio clon del programa original Pesadilla en la cocina.

A pesar de haber ocurrido en distintas épocas, las muertes de todos esos restaurantes eran muy similares. El declive comenzaba, como es obvio, cuando la clientela se reducía. Con el tiempo, de los beneficios se pasaba a las pérdidas. Con las pérdidas llegaban los retrasos en los pagos a los empleados y a los proveedores. Al poco los retrasos se convertían en impagos. Después de esto los trabajadores se marchaban y denunciaban al propietario, mientras que los suministradores de materia prima hacían lo propio. Al final, concurso de acreedores, múltiples juicios y vuelta a empezar.

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Cuando las cosas empezaban a torcerse los dueños solían responder más o menos igual. Ante las pérdidas continuadas algunos optaban por cerrar de buenas a primeras, mientras que otros recurrían a préstamos del banco. Por desgracia para estos últimos, las deudas acababan acumulándose hasta hacerse insostenibles. Sin embargo, he de decir que no era el caso habitual. Lo más común es que el propietario expresara su gen de españolidad y dejara de pagar a todo el mundo pero siguiera adelante con su actividad cubierto por el hecho de que nada podrían embargarle, pues oficialmente no tenía posesiones a su nombre (ni siquiera personales). Algunos de estos empresarios cuentan con una hoja de vida laboral que no es más que en una retahíla de negocios fracasados de mala manera y, aún así, nunca han pagado el pato.

Utilizar deuda como forma de salir del atolladero es una apuesta arriesgada, pues si el negocio no remonta la deuda no podrá pagarse e incluso crecerá. Este instrumento financiero tiene además ese punto de adicción que hace que uno no sepa cuándo parar. Yo he conocido a un director general que, cuando su barco empezó a hundirse y los inversores le cerraron el grifo, acudió a los bancos una y otra vez hasta que también estos se negaron a prestarle más dinero. Al final tuvo suerte y pudo vender la compañía, ante lo cual pasó a mendigar a los nuevos dueños, los cuales acabaron por hartarse de él y le pusieron de patitas en la calle.

Algunos de los restaurantes que protagonizaron Pesadilla en la cocina tenían deudas de más de medio millón de dólares. Si han visto el programa sabrán que cada episodio sigue el mismo patrón: Gordon Ramsey hace cambios en la carta y la forma de trabajar de los empleados, se mejoran las materias primas y los platos y, de propina, se reforma el local y se hace una pequeña campaña de publicidad para anunciar la inauguración del nuevo y renovado restaurante. Tan obvias son estas estrategias que los jefes y los amigos con los que trató mi padre las llevaron a cabo sin necesitar la guía del célebre chef.

La reforma de los locales es una elemento narrativo pero, observado de cerca, pone de manifiesto una de las grandes dificultades del mundo real: nadie salvo un programa de televisión está por la labor de aportar dinero a un negocio que no va bien. Incluso en Silicon Valley se están hartando de quemar dinero en Twitter, Uber y Dropbox. Sin embargo, a menudo ese dinero es necesario para acometer las medidas necesarias para llegar a ganar más dinero.

Es un círculo vicioso de difícil solución. Un empresario que conozco me decía que, cuando las cuentas van mal y no se tienen argumentos para pedir más capital a los inversores pero dicho capital es necesario para mejorar el producto o servicio, la única salida es seguir adelante con lo que se tiene, haciendo cambios que logren invertir la tendencia (aunque sea ligeramente) para tener algún argumento que apoye la inversión.

En esta situación es donde las empresas tienden a reorganizarlo todo para que todo siga igual: nuevas jerarquías, nuevos equipos refritos de los anteriores, más mandos intermedios y, si se tercia, más horas, menores salarios y quizá algunos despidos. Es una fase fácil de reconocer pues desde lo alto de la pirámide no deja de hablarse de «rentabilidad». Desafortunadamente, hay un límite a la cantidad de gasto que se puede recortar sin afectar a la calidad del producto o servicio, así como lo hay en el dinero que puede ahorrarse mejorando los procesos productivos.

Otro círculo vicioso se genera en este contexto de recortes: la obsesión con los números desde la dirección. Lamentablemente, la rígida gestión por objetivos presenta varios problemas bien conocidos:

One problem is that reported numbers arrive after the fact, are manipulated to look better than they are (because of incentives), and, as Professor H. Thomas Johnson points out, are only abstractions of reality. Metrics are abstractions made by man, while reality is made by nature. Only process details are real and allow you to grasp the true situation.

Many executives and managers—reinforced by their MBA education—put their faith in those quantitative abstractions, pursue financial outcome targets, and in many instances have lost connection with the reality from which those abstractions emerge. Decision makers are poorly informed about the actual situation, and as a result they make incorrect assumptions, set inappropriate targets, and do not see problems until they have grown large and complex.

Managing from a distance through reported metrics leads to overlooking or obscuring small problems, but it is precisely those small problems that show us the way forward. Overlooking or obscuring small problems inhibits our ability to learn from them while they are still understandable, and to make timely adaptations in small steps. Over time this can adversely affect the company’s competitive position.
Cuando los mandamases dejan claro que lo único que importa son los números, los empleados actúan racionalmente y se centran en... proteger su puesto de trabajo. Eso suele derivar en cifras manipuladas para cumplir los objetivos establecidos, luchas internas y otras lindezas por el estilo que no contribuyen precisamente al bien común.

Este es otro aspecto que diferencia los programas de la versión española de Pesadilla en la cocina de la realidad de este país. Más arriba les he contado cómo algunos dueños sin escrúpulos dejan de pagar  a sus empleados y continúan adelante como si nada. Cuando el jefe dejó de abonar las nóminas, lo que hicieron mi padre y sus compañeros fue dejar de aceptar pagos con tarjeta y repartirse el dinero de la caja al final del día. Y es que por cada español caradura hay otro español aún más caradura que se la devuelve.

Continuará.

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