domingo, 5 de mayo de 2013

Por un puñado de céntimos

Un amigo ha cambiado su renqueante teléfono móvil Samsung por un flamante iPhone 5 y se ha encontrado con que para seguir usando WhatsApp Messenger tiene que pasar por caja y abonar los 89 céntimos de euro que cuesta la aplicación. Tal como esperaba de él se ha pasado a Line –programa similar pero gratuito– decisión que han tomado otros tantos usuarios de Android (yo incluido) desde que WhatsApp Inc. decidió cobrar por el servicio. ¿Acaso está el mundo lleno de roñosos? Puede ser, pero la tacañería tiene menos peso aquí de lo que cabría esperar. Todos sabemos que ochenta y nueve céntimos es un precio insignificante por un servicio bastante útil. Muchos gastamos varias veces esa cantidad en las sobrepreciadas infusiones de Starbucks, en licores espiritosos servidos en locales nocturnos o, simple y llanamente, en caprichos nada laudables como el tabaco. Y no somos pocos los que nos hemos gastado cientos de euros en el propio teléfono móvil.

Foto de xJason.Rogersx
Estos hechos son de sobre conocidos por cualquier lector y constatarlos nos conduce solamente a la trivialidad. Lo interesante (o a mí me lo parece, siendo como soy un tipo aburrido) es saber por qué actuamos así. De dar respuesta a esa pregunta se ocupan quienes estudian la economía del comportamiento, una disciplina que han hecho llegar al público en general autores como Richard Thaler, Cass Sunstein o Dan Ariely, a quien ya me he referido en varias ocasiones y cuyo trabajo está disponible en forma de curso on-line (gratuito) en Coursera. La segunda parte de dicho curso está enteramente dedicada a la psicología del dinero y de ahí proceden las ideas y las citas de esta entrada.

Los mandamases de WhatsApp pensaron que podrían atraer a una masa de usuarios con un producto gratis y que estos pagarían sin problema una cantidad diminuta por el servicio una vez que se hubieran acostumbrado a usarlo. He aquí una suposición razonable que no sale como se espera cuando se topa con el mundo real. Ocurre que el primer precio de algo es el que tomamos como referencia, y las decisiones sucesivas se toman en relación a dicho punto de partida (es lo que se conoce como efecto de anclaje). Si el precio inicial es «cero» es menos probable hacer que la gente pague por ello más adelante, pues cualquier desembolso –por mínimo que sea– es peor que el punto de partida. Es mucho más fácil que pasemos de abonar cinco céntimos a noventa y cinco que el que pasemos de no pagar nada a pagar noventa céntimos, aún cuando el incremento en el precio es el mismo en ambos casos (noventa céntimos en este caso):
«When the internet started (we called this internet zero point zero) there was a logic. And the logic was: let's give everything for free. And if we give everything for free people would come and, come and, come and, come in masses and that was true. And then they said and once people come in masses and use our services they will get used to it and will want to use it and they'll be willing to pay 19.95 for that. That was not so true because when we experience something we might value it, but not necessarily be willing to pay for it. And because of that, by the way, we move to this internet as being an advertising platform rather than a platform that people pay for it.
[...] Once we make initial decisions, other decisions follow. The way we train people to think initially is most likely going to be the way that they're going to make decisions later on. It also suggests that when we introduce a new product we have a tremendous latitude in how we want people to think about how we can price it. But once we've introduce it and people got used to thinking about in a certain way, it's really hard to escape that comparison point.»
Y es que la palabra gratis tiene un efecto casi mágico en nuestras mentes (como gusta de decir un amigo: «gratis siempre es lo mejor»). Según Ariely, cuando algo es gratis nos sentimos increíblemente atraídos por ello y no vemos la parte negativa que pueda tener. Sirva como ejemplo la oferta 2x1 que Homer consigue de Doughies. Al recordarle Lisa que las pizzas de ese establecimiento son malísimas él responde: «sí, pero te dan dos».

Que nos cuesta abrir la billetera y optamos siempre por la versión gratuita de las aplicaciones si están disponibles tampoco es un gran descubrimiento. Una cuestión más difícil de explicar es por qué tiramos el dinero a espuertas por un lado (por ejemplo, en cuotas de gimnasio a los que luego no vamos) mientras racaneamos cada céntimo por otro. Aquí entra en juego el concepto de contabilidad mental, de acuerdo con el cual categorizamos el dinero según la fuente de la que lo recibimos y lo depositamos en diferentes cuentas mentales:
«The idea of mental accounting is that we as individual consumers also work a little bit like the accountant, that we assign money to different categories and we spend money according to these categories.
[...] There are a couple of things interesting here. One is that as we assign money to different categories, this assignment controls how we feel about the money. And the second thing is that money that we haven't assigned, money that is in our general wallet category, feels very, very differently.
[...] Money in our mind is not perfectly fungible. Money have budgets and depending on our budget allocation to the different categories that will depend our spending.»
Una vez nos hemos acostumbrado a no pagar por el software nuestro presupuesto para comprar aplicaciones es cero, y cualquier gasto en esa categoría es un dolor. Eso no ocurre con los teléfonos porque el hardware nunca ha sido gratis, y en cierta manera reservamos una parte de nuestros activos para hacer la compra.

Personalmente, lo que más me disuadió de apoquinar fue la violación de algunas normas sociales, otro de los factores que influye en cómo gestionamos el dinero. La extraña política de renovación del servicio hacía que a algunos se les prolongara automáticamente por un año más sin razón aparente, a otros por un mes, a veces faltando días para la caducidad del servicio, otras veces una vez caducado. Una amiga pagó a pocos días del fin de servicio para ella y vio cómo a todo el mundo a su alrededor se le extendía de balde; de haber esperado un poco más se habría ahorrado el dinero y el ser sometida a burla y escarnio. Esa violación de la equidad no hace ningún favor a la empresa desarrolladora. Irónico, dado que la decisión de cobrar a los usuarios de Android nació en parte porque los de iOS siempre habían tenido que pagar, lo que se veía como algo injusto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario