lunes, 9 de julio de 2018

Acabados a los treinta

Hace poco han sido mis días. Las velas cuyos números indicaban ascenso y progreso físico e intelectual son una remembranza borrosa y lejana. Los becarios que me rodean cuyas primaveras apenas superan las dos docenas me recuerdan ese periodo de la vida en el que la treintena se ve como un futuro lejano y me acuerdo de que, hasta que los cumplí, nunca pensé que viviría más allá de los veintinueve.

Siendo yo adolescente alguien me dijo que la mejor época es entre los treinta y los cuarenta años, cuando el cuerpo aún está bien y ya se tiene suficiente libertad financiera para viajar y otros deleites por el estilo. Desde luego no coincido. Lo que yo he encontrado a esta altura del camino han sido dolores corporales y miedos crecientes acompañados por el lento declive de mis facultades mentales. Me atormenta especialmente mi futuro laboral: años de mediocridad en los que deberé ganarme el pan de modo deslustrado, luchando con armas cada vez más romas en un mercado laboral que prima la juventud.

Quizá sea así como se sienten los jugadores de fútbol que entran en la tercera década. Wenger, el antiguo entrenador del Arsenal, dejó ir a Patrick Vieira, Emmanuel Petit y a Thierry Henry cuando tenían veintinueve años, y a Marc Overmars con veintisiete. Todos ellos rindieron menos que en su etapa en el club inglés. En otros deportes ocurre tres cuartos de lo mismo. Según Bill James, los jugadores de baloncesto alcanzan su cénit alrededor de los veintisiete. En general, todos los atletas empiezan a declinar tras cumplir los veintiséis. Los nadadores se llevan la palma: su máximo rendimiento ocurre allá por los veintiún años. ¿Qué nos queda a los treintañeros? Pues, al parecer, deportes de fondo como el triatlón o disciplinas olímpicas ecuestres.

Volviendo al ejemplo del balompié, es de suyo evidente que a ningún presidente le interesa mantener en su plantilla a un activo que se va depreciando por partida doble. Los jugadores, según envejecen, aportan menos al equipo, lo que a su vez disminuye su valor de venta. Además, sus salarios son más altos que los de las jóvenes promesas. Por tanto, lo mejor para un club es deshacerse de los jugadores que han alcanzado su rendimiento máximo:

Nothing strangulates a sports club more than having older players on long contracts, because once they stop performing, they become immoveable. And as they become older, the risk of injury becomes exponential. It’s less costly to bring a young player. If it doesn’t work, you can go and find the next guy, and the next guy. The downside risk is lower, and the upside much higher.
Es lógico. El fútbol es un deporte que, en sus posiciones más vistosas (delantero, extremo, centro del campo) requiere velocidad y potencia, cualidades que empiezan a disminuir en el cuerpo humano en la segunda mitad de la veintena y cuya caída no puede suplirse con experiencia. Así, para seguir ganando no queda otra que ir renovando la plantilla.

Es un hecho general fácilmente comprobable que el reemplazo de los empleados añosos no se limita al deporte profesional. Desde las grandes multinacionales hasta las empresas más pequeñas y cutres, todas prefieren emplear a personas jóvenes. Aunque no se trate de trabajos físicos, aunque no se necesiten buenos reflejos, aunque el trabajo sea lo más simple del mundo; la edad es un lastre.

«El 52% de los currículos de profesionales mayores de 55 años son descartados de forma automática». Así tituló Adecco su informe sobre los trabajadores de más edad. Los prejuicios, que nos pierden, dicen los autores del informe. Que si la gente mayor no encaja con el personal joven, que si pide salarios más altos, que si sus competencias están desfasadas. El resultado: «el paro ha bajado un 10,8% en el último año, pero entre los mayores de 55 años sólo lo ha hecho en un 1,2%».

En mi oficio, el panorama es aún peor. En el mundo de la tecnología la discriminación por edad es bien conocida:

The median age of an American worker is 42. Yet at Facebook it's 29, Google 30, Apple 31, Amazon 30 and Microsoft 33, according to self-reported employee data collected by research firm PayScale last year. (It did not collect data this year.) Most job candidates at those companies are 25 to 34 years old, according to data collected by Glassdoor, a jobs and recruiting website.
«Younger people are just smarter», dijo Mark Zuckerberg en su día. Su consejo para las startups era que contrataran gente joven y con conocimientos técnicos, independientemente de si eran ingenieros o iban a trabajar en mercadotecnia. Un empleado de Amazon me dijo que en Google, salvo casos excepcionales, no contratan a nadie de más de treinta o treinta y cinco años. Y así siguiendo, con las demandas judiciales por discriminación acumulándose a la vez que las canas van desapareciendo de las oficinas.

Las cualidades de los trabajadores mayores, tales como estabilidad, fiabilidad, lealtad, experiencia, sabiduría y madurez no tienen valor en el mercado laboral... a menos que estén encarnadas por un veinteañero. Cada una de las aportaciones citadas se puede repudiar. ¿Experiencia? Entonces estará contagiado por la manera en que las cosas se han hecho siempre, lo que es malo para la innovación. ¿Sabiduría? Se creerá que lo sabe todo y se negará a aprender nuevos procedimientos. ¿Lealtad? Qué más da, si en dos años acabará quemado y se largará. Etcétera. Por el contrario, de los jóvenes se puede decir que aportan frescura en su forma de laborar, no tienen miedo a arriesgarse, alumbran nuevas y ideas y formas de hacer las cosas, y además aprenden rápido. Sin olvidar, por supuesto, que salen más baratos.

Los argumentos anteriores son los que se pueden decir públicamente. Creo, no obstante, que hay otras razones de las que no se habla y que contribuyen tanto o más a la discriminación. Caí en ello cuando releí este pasaje de La corrosión del carácter:

Los trabajadores mayores y con más experiencia tienden a ser más críticos con sus superiores que los que están empezando. Su conocimiento acumulado los dota de algo que el economista Albert Hirschmann llama poderes de «voz», lo cual significa que es más probable que los empleados de mayor edad critiquen lo que a su entender sea una mala decisión, aunque casi siempre lo hagan más por lealtad a la institución que por criticar a un directivo en concreto. En general los trabajadores más jóvenes son más tolerantes a la hora de aceptar órdenes «desacertadas». Si están descontentos, es muy probable que se marchen antes de pelear dentro de la empresa y por la empresa. Están “dispuestos, en palabras de Hirschmann, a «hacer mutis». En la agencia de publicidad, Rose descubrió que, efectivamente, los de mayor edad muy a menudo se pronunciaban en contra de jefes que solían ser más jóvenes que ellos, y con mayor frecuencia que los empleados más jóvenes. Uno de esos empleados antiguos de la empresa se veía a su vez hostigado por su jefe: «Puede que no te guste estar aquí, pero eres demasiado viejo para conseguir trabajo en otra parte».
Entonces me di cuenta. No es que los trabajadores jóvenes sean más listos sino que son más fáciles de esclavizar. Es más fácil obligar a un niño de veinticuatro años a trabajar más horas y cobrar menos que a un adulto con el carácter formado que ya está de vuelta de todo laboralmente hablando. Con los bisoños se puede usar la persuasión, dorándole la píldora («estás haciendo el mundo un lugar mejor», «sois los mejores», «esta compañía es líder en el sector») y haciendo promesas vanas para que se deje los cuernos, o bien amenazar con castigos y despidos, augurándole además un futuro muy negro en su carrera. Es más complicado hacer lo mismo con un trabajador formado. De la misma manera que al principio de la adolescencia nos tragamos todas las mentiras del amor para luego ir formando una percepción más escéptica y próxima a la realidad, así en el trabajo vamos aprendiendo a ver cuándo recursos humanos, nuestro jefe o los directivos nos están vendiendo la moto. También nos resulta más obvia la estupidez de nuestros mandos y de la organización en su conjunto, ante la cual puede que nos revolvamos o decidamos marcharnos. Como dice Sennet en La corrosión del carácter: «la flexibilidad de los jóvenes los hace más maleables en términos de riesgo y de sumisión directa».

Debiera resultar evidente que todo empresario aspira a que su producto o servicio sea producido por trabajadores que operan sin rechistar las veinticuatro horas del día y que no cuestan nada, razón por la cual es de esperar que los humanos sean sustituidos por robots allí donde sea posible. Mientras tanto, para su desgracia, a los jefes no les queda otra que contratar seres humanos pagando un salario suficiente para que no se pueda hablar de esclavitud. Sin embargo, eso no quiere decir que haya que soportar todas las taras de la especie Homo sapiens. Y así, cuando nos ponemos en la piel del patrón enseguida nos damos cuenta de por qué hay un sesgo hacia las personalidades jóvenes. Al fin y al cabo, ¿qué es más fácil de manejar y explotar? ¿Un grupo de crédulos que acatarán las órdenes por ingenuidad o por miedo, o un conjunto de individuos que nos cuestionarán continuamente? ¿Y qué sale más barato?

Se da entonces la paradoja de que nuestra esperanza de vida aumenta a la vez que nuestro periodo de productividad laboral disminuye. Para las empresas no será un problema siempre que haya un flujo suficiente de jóvenes que entran por primera vez al mercado laboral. Si, como ocurre en España, la sociedad envejeciera siempre se puede subcontratar a gente de otros países. Además, parece poco probable que llegue demostrarse que obviar a los trabajadores más veteranos hace que una compañía esté en gran desventaja respecto a sus competidores. Todo lo cual significa que los empresarios podrán seguir eligiendo a sus empleados según la edad.

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