lunes, 8 de febrero de 2016

Géminis (I)

Al hilo de nuestras reflexiones sobre el alcohol recordé un viejo capítulo de Friends en el que Mónica tiene una relación con un hombre al que sus amigos llaman «Bob, el divertido». Al principio del capítulo Ross se da cuenta de que nunca han visto al susodicho Bob sin una copa en la mano. Cuando Mónica saca el tema él se propone dejar de beber. A consecuencia de ello, su novio se convierte en «Bob, el increíblemente aburrido»:
Mónica: ¡Madre mía!
Phoebe: Tampoco está tan mal.
Mónica: ¿Que no está tan mal? ¿No has oído la historia del martillo?
Phoebe: Vale, vale, no te pongas histérica. A lo mejor es una de esas historias que tienes que haberlas vivido.
Mónica: ¡Es que voy a vivirla durante el resto de mi vida! Ahora no puedo cortar con él, soy yo la que le obligó a dejar la bebida. ¡Es aburrido por mi culpa!
Phoebe: Oye, no digas eso. Probablemente siempre ha sido aburrido, tú solo... pues eso, lo has liberado.
Al final es Mónica la que acaba bebiendo de más para poder soportar la compañía de su novio y Bob quien termina la relación argumentando que Mónica tiene un problema con la bebida.

Existen muchas drogas que pueden cambiar nuestra personalidad, ya sea de manera temporal o a largo plazo. Algunas de ellas tienen indicaciones terapéuticas, como los antidepresivos. Hasta que no me ha tocado vivirlo no he sabido que dicho medicamento es el tratamiento de elección a largo plazo para la ansiedad. Los efectos que están teniendo en mí son los mismos que en ocasiones anteriores: tengo más energía y menos días sombríos, paso menos tiempo en casa, estoy de mejor humor, me preocupo menos, soy más sociable y disfruto de las cosas placenteras. Quizá el síntoma más llamativo es mi exacerbado sentido del humor: en cuanto la medicación empezó a hacer efecto fueron muchos los que me dijeron que estaba muy graciosillo.

Foto de Romain Donato
A primera vista parece que la vida es mejor así. Los síntomas de ansiedad han desaparecido casi totalmente y encuentro la vida mucho más gustosa. Sin embargo, surgen las mismas preguntas que las veces anteriores. ¿Acaso no es esto una ilusión? ¿Quién soy yo en realidad? ¿No es mi yo real la persona que soy cuando no tomo antidepresivos? ¿O acaso los antidepresivos me permiten liberar mi verdadero yo?

La primera vez que tomé antidepresivos me adherí a la explicación química. En aquel entonces, el médico me explicó que aquellas pastillas eran para equilibrar mis neurotransmisores. Siendo así no había diferencia, razoné, entre alguien que se debe inyectar insulina cada día y yo mismo, que tenía que ingerir inhibidores de recaptación de la serotonina. Como escribe Andrew Solomon, el argumento de «la química» proporciona consuelo al poner el foco de la enfermedad en algo que no podemos controlar y que no asociamos a nuestra forma de ser (énfasis en el original):

Chemistry is often called on to heal the rift between body and soul. The relief people ex- press when a doctor says their depression is “chemical” is predicated on a belief that there is an integral self that exists across time, and on a fictional divide between the fully occasioned sorrow and the utterly random one. The word chemical seems to assuage the feelings of responsibility people have for the stressed-out discontent of not liking their jobs, worrying about getting old, failing at love, hating their families. There is a pleasant freedom from guilt that has been attached to chemical. If your brain is predisposed to depression, you need not blame yourself for it.
Sin embargo, como muy bien explica a continuación este autor, la cuestión no es tan sencilla. Al final, todo en nuestro cerebro se reduce a procesos químicos: la consciencia, la personalidad y el «yo» emergen de las reacciones que tienen lugar dentro de nuestro cráneo. Los antidepresivos afectan a nuestra identidad de una manera única que nada tiene que ver con los medicamentos que actúan sobre otras partes del cuerpo (el énfasis es mío):

Well, blame yourself or evolution, but remember that blame itself can be understood as a chemical process, and that happiness, too, is chemical.Chemistry and biology are not matters that impinge on the “real” self; depression cannot be separated from the person it affects. Treatment does not alleviate a disruption of identity, bringing you back to some kind of normality; it readjusts a multifarious identity, changing in some small degree who you are.
[...] If time lets you cycle out of a depression and feel better, the chemical changes are no less particular and complex than the ones that are brought about by taking antidepressants. The external determines the internal as much as the internal invents the external. What is so unattractive is the idea that in addition to all other lines being blurred, the boundaries of what makes us ourselves are blurry. There is no essential self that lies pure as a vein of gold under the chaos of experience and chemistry. Anything can be changed, and we must understand the human organism as a sequence of selves that succumb to or choose one another.
Tengo pensado hablar detenidamente sobre la cuestión del «yo» en otro momento, así que dejaré al margen la cuestión de su definición. Lo que me interesa hoy es recalcar que las drogas ponen de manifiesto que, como el signo zodiacal de Géminis, tenemos dos caras. Una es nuestra forma de ser cuando estamos sobrios. La otra, nuestra personalidad bajo los efectos de las drogas.

Quienes son bebedores sociales y únicamente se emborrachan algunos fines de semana con los amigos no parecen tener ningún problema con este estado de las cosas. Quizá sea porque es algo muy común y el efecto en la personalidad solo dura unas pocas horas. Además, al día siguiente es difícil que recuerden cómo eran verdaderamente la noche anterior. Un amigo mío, al que llamaremos Eutimio, llamaba a su yo ebrio «el otro Eutimio». Esa persona era un ligón que cada fin de semana disfrutaba las mieles de un panal diferente. Finalmente, Eutimio encontró una pareja estable y no volvió a invocar (como él mismo decía) a su alter ego. Durante los meses en los que «el otro Eutimio» actuaba por la ciudad no recuerdo ninguna queja del Eutimio original.

Pero cuando una persona se medica durante meses o años es difícil no reflexionar sobre ello. Una de las razones principales tal vez sea el hecho de que el cambio no se queda en la esfera privada, sino que es percibido por quienes nos rodean. La gente te ve mejor y te lo dice. Quienes no me han conocido en tratamientos anteriores hablan de un nuevo Silvio. Al ser yo diferente, mis interacciones con ellos tampoco son las mismas. Es un hecho conocido que los demás no nos tratan igual cuando somos unos gruñones afligidos que cuando nos mostramos alegres y dicharacheros. Y he aquí que la forma en que nos ven los demás y cómo nos relacionamos con ellos también define nuestro yo:

[E]l filósofo George Santayana [dijo] que, poco importaría lo que los demás pensaran de nosotros… de no ser porque, una vez lo sabemos, ese conocimiento «tiñe profundamente la visión que tenemos de nosotros». Los filósofos sociales han denominado “yo que se mira en el espejo” a este efecto que refleja cómo imaginamos que los demás nos ven.
Nuestra sensación de identidad aflora, desde esta perspectiva, en nuestras interacciones sociales, porque los demás actúan como espejos que nos reflejan. Esta idea se ha visto resumida en la frase: «Soy lo que creo que tú crees que soy».
Yo he llegado al punto de sentirme un impostor. Hace algunos años, después de una cita, pasé un fin de semana entero dándole vueltas a la idea de que la persona con la que aquella chica había comido y tomado café no era yo. Todos mostramos la mejor versión de nosotros mismos cuando buscamos pareja pero lo que yo había enseñado era la mejor cara de una personalidad fantasma fruto de la medicación. ¿Qué pasaría cuando dejara los antidepresivos y volviera a ser el de antes? Con el tiempo lo descubriría: mi yo «real» no era del agrado de aquella mujer. No era la primera vez que me ocurría, ni sería la última.

Continuará.

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