lunes, 25 de enero de 2016

Alcohol

¡Alcohol! ¡Alcohol! ¡Alcohol, alcohol, alcohol!
Hemos venido a emborracharnos
y el resultado nos da igual


Fue una noche de fiesta y borrachera. O, como dijo Ricky Gervais, lo que Charlie Sheen llama «desayuno». Vino precedida por dos horas de suplicio aplicadas con el instrumento de tortura favorito del mundo actual (el Power Point) y dos horas más de adoctrinamiento empresarial («lo que necesitáis no es un buen sueldo sino tener valores»). Después tuvo lugar la cena tras la cual, finalmente, se abrió la veda. Las dos palabras que todo español quiere oír: barra libre.

Foto de Kimery Davis
El guión se cumplió a la perfección. Gente que acabó tirada por el suelo. Personas que se quedaban quietas de pie, balanceándose con la mirada perdida, sin atreverse a mover las extremidades por miedo a acabar de bruces contra una mesa. Bailes subidos de tono. Altos cargos danzando con la camisa desabrochada y la cara más roja que el culo de una mona babuina en celo. La gente de recursos humanos llamando la atención a los más desatados. Nubes de marihuana mezcladas con el humo del tabaco. Etcétera, etcétera.

Estamos rodeados por el alcohol. El primer registro de su consumo por parte del ser humano se remonta a hace nueve mil años, con la invención de la cerveza en Mesopotamia. Su función como lubricante social es milenaria y está bien documentada (énfasis en el original):

En la antigua Grecia se hizo buen uso de la capacidad del alcohol para reunir a la gente y estimular la conversación. Los hombres respetables se embarcaban en una suerte de reunión alcohólica llamada symposium. Los participantes discutían sobre política, poesía, filosofía y asuntos mundanos mientras bebían vino reclinados en sofás. El vino estaba diluido y la intención era no emborracharse demasiado aprisa. Aun así, la velada solía degenerar en bacanal. Los griegos mantenían simposia ya en el siglo VII. a. C., construyendo incluso habitaciones especiales en su casa para este propósito.
Quizá lo único que ha cambiado desde la época griega es el contenido de las conversaciones (¿alguien habla de poesía y filosofía en los bares?) y el ritmo al que las personas se embriagan. A menudo veo sujetos cuyo objetivo es emborracharse lo antes posible y mantenerse así toda la noche. Los rusos tienen su propia palabra para eso:

Cuando se trata de compulsión, los rusos tienen un estilo inimitable que llaman zapoï. Diez tristes unidades de alcohol apenas puntuarían en su escala como aperitivo. El objetivo del zapoï es llegar a un estado de borrachera extrema de forma rápida, y mantenerlo mucho tiempo, preferiblemente una semana o más. Esto se logra bebiendo un chupito de vodka tras otro.
Sin duda, el alcohol es una parte de integrante de muchas culturas. Salir a emborracharse con familiares, amigos o incluso clientes es algo habitual. Llevamos tanto tiempo disfrutando de este tipo de bebidas que, si tenemos en cuenta lo que ocurrió con la Ley Seca en Estados Unidos, los intentos por prohibirlo pueden llegar a provocar más problemas de los que resuelve, y ello a pesar de que, si se clasificara el alcohol según los daños que puede provocar, entraría en la misma categoría que la cocaína y la heroína.

El término «alcoholismo» fue introducido por el médico sueco Magnus Huss en 1849. Se considera que uno ha bebido compulsivamente si sobrepasa el doble del límite diario recomendado. La Organización Mundial de la Salud calcula el consumo según la Unidad de Bebida Estándar (U.B.E.). Cada U.B.E. supone entre ocho y trece gramos de alcohol puro. En España, el contenido de alcohol puro de una U.B.E se ha definido en diez gramos (equivalente a 12,5 mililitros), lo que viene siendo una cerveza, un vaso de vino o media copa de destilados. Los límites máximos de consumo diario recomendados son treinta gramos para los hombres y veinte para las mujeres, si bien dichos límites cambian de país a país. En una noche como la que les he relatado son pocas las personas que no beben más del doble de lo aconsejado.

Desde luego, los criterios actuales de consumo son prudentes si los comparamos con la antigüedad. Se dice que Alejandro Magno pasaba días y noches en estado de embriaguez, y que Otto von Bismarck solía beber al menos dos botellas de vino en la comida. La tradición y cotidianidad del alcohol, unido a un conocimiento incompleto de sus riesgos y beneficios, hace que mucha gente beba de más despreocupadamente o sin darse cuenta siquiera. Sirva como muestra este ejemplo narrado por una enfermera:

—A ver, cuénteme lo que bebe desde que se levanta hasta que se acuesta, que yo no le voy a juzgar, es sólo por saber de qué puede estar usted mal.
—Pues hombre, yo me levanto y me tomo un carajillo antes de irme al trabajo. Después con el café me tomo una copita de aguardiente. Luego, del trabajo hacia mi casa, me paro a tomarme una cervecita. Durante la comida me tomo media botellita de vino, que eso no es malo, ¿verdad, doctor? Después me tomo un té con un chorrito de anís, que está muy bueno. Por la tarde, voy a jugar al dominó con los amigos y me tomo un par de cervezas, porque, claro, no voy a jugar al dominó a palo seco. Y ya en la cena me tomo la otra media botellita de vino, que eso no es malo, ¿verdad? Pero vamos, que yo no bebo, yo alcohol no bebo, excepto algún cubatita de vez en cuando que salgo una noche por ahí con los amigos.

O sea, que le acercabas una cerilla y salía ardiendo, pero él consideraba bebedor al alcohólico, al que se emborrachaba como una cuba e iba dando tumbos por ahí.
La creencia en los beneficios de la bebida está muy enraizada. No es difícil encontrar estudios que asocian el consumo moderado de alcohol con una mejor salud cardiovascular y una mayor esperanza de vida. Sin embargo, de acuerdo con Paul Martin, la relación exacta entre alcohol y salud física sigue siendo incierta:

Algunos estudios han sugerido que los beneficios para la salud se dan sólo entre quienes beben vino y no otras bebidas alcohólicas. Otra investigación concluyó que los bebedores gozaban generalmente de mejor salud que los no bebedores, sin importar que bebieran vino, cerveza o licores. Por ejemplo, un estudio a gran escala llevado a cabo en España concluyó que cuanto más alcohol consumieran los individuos, menos probable era que se quejaran de mala salud, sin importar qué bebieran. Algunos científicos argumentan que los bebedores de vino gozan de mejor salud no por el vino en sí, sino porque generalmente siguen estilos de vida más sanos. Un estudio hecho en Dinamarca descubrió que los jóvenes bebedores de vino tienen estilos de vida más sanos, un nivel socioeconómico más alto, un mayor coeficiente intelectual, padres mejor educados y menos síntomas psiquiátricos, en comparación con los bebedores de cerveza.

Al margen de estos interesantes estudios, hay una base sólida para concluir que el consumo de pequeñas cantidades de alcohol es bueno para la salud cardiovascular.

Los beneficios son mayores en el caso del vino tinto. Varios estudios publicados dan cuenta de la relación entre el consumo moderado de vino tinto, un riesgo de enfermedad cardiovascular significativamente más bajo y un menor índice de mortalidad en general.
Yo soy abstemio. De hecho, bebo menos alcohol ahora que de niño, cuando mi primo y yo dábamos cuenta de los fondos de las copas al término de las reuniones familiares. Durante la adolescencia me alejé de las bebidas espirituosas por miedo a sus efectos perniciosos. Ya de adulto, las razones para alejarme de la bebida se han ido acumulando. Algunas son de naturaleza práctica: el alcohol tiene siete calorías por gramo y no tengo interés ninguno en dejar de comer otras cosas para hacerles sitio. Otras razones tienen que ver con el autocontrol: tengo la impresión de que, si encontrara una bebida alcohólica que me gustara, me pasaría todo el día borracho. Ya me cuesta bastante controlarme con los dulces y las bebidas gaseosas. Además, tampoco estoy por la labor de agregar ese gasto a mi economía. Afortunadamente, ninguna de las bebidas más habituales (vino, cerveza, champán) me gusta.

Quizá la razón principal por la que no quiero beber es que no quiero perder el control de mi comportamiento. A lo largo de mi vida he visto a mucha gente borracha y no quiero acabar haciendo ninguna de las barrabasadas que he presenciado. Además, me asusta un poco lo que yo podría a llegar a hacer o decir en estado de embriaguez. No quiero tener que arrepentirme al día siguiente.

La idea de la melopea en sí misma nunca me ha atraído. El alcohol altera nuestro estado físico y emocional, además de nuestra percepción. Calma nuestra ansiedad, nos hace reír y nos desinhibe, así que durante un tiempo nos hace cambiar de forma de ser. No dudo que eso sea lo que buscan algunos: cambiar quiénes son, cómo se comportan, cómo les ven los demás y cuál es su lugar en el mundo. Beber es la forma más fácil de disimular la carencia de habilidades sociales. Pero para mí, los efectos del alcohol en el estado mental son algo indeseable, apreciación que comparten religiones como la musulmana o la protestante. En mi caso, la explicación es un argumento filosófico que tiene que ver con la felicidad y que se me ocurrió cuando estaba en el instituto.

El razonamiento es como sigue. ¿Qué es la felicidad? Independientemente de su definición concreta, lo que parece estar claro es que es un concepto humano. Siendo esto así, razonó Aristóteles, entonces debe de estar basada en una característica propiamente humana. ¿Cuál sería esa característica? Ha de ser algo que nos diferencia de las plantas y del resto de animales. El candidato que nos viene enseguida a la mente es la razón. Por tanto, concluyó Aristóteles, la felicidad reside en el ejercicio de la razón. En consecuencia, abotargarnos con bebidas alcohólicas nos alejaría de la felicidad. Acaso eso signifique que beber para tratar de olvidar o para mitigar el dolor emocional suponga ganar la batalla de la felicidad para perder la guerra.

Normalmente evito quedarme a las copas después de la cena, pues los borrachos no me resultan divertidos en absoluto. A mi juicio, no participar en las costumbres de la sociedad implica un grado de exclusión proporcional a lo extendida que está la costumbre en cuestión. Ese aislamiento no es nada bueno para la felicidad. Pero la alternativa, intoxicarme con una sustancia para lograr integrarme y disfrutar, me supone otros problemas de los que hablaremos en el futuro.

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