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lunes, 12 de marzo de 2018

Incentivos (y II)

Dado que no todos los miembros de un equipo o departamento tienen las mismas responsabilidades o capacidades parece sensato ofrecer incentivos individuales. El problema de dichos incentivos es que el ganador suele decidirse comparando cómo rinden unas personas respecto al resto del departamento, pues es más fácil evaluarlos así que según criterios objetivos. Como vimos, esto convierte a los empleados en participantes de un torneo laboral que origina algunos de los males principales del trabajo, a saber, las puñaladas por la espalda:

[L]os torneos laborales también constituyen una razón —tal vez la razón— por la que el trabajo puede resultar una experiencia tan lamentable. El primer problema no es difícil de ver. Una vez que comienzas a entregar grandes sumas de dinero a personas por rendir más que sus pares, aquéllas se darán cuenta de que existen dos formas de ganar este juego: hacer un gran trabajo, o asegurarse de que sus compañeros hagan un mal trabajo.
[...] Los incentivos típicos de un torneo hacen que resulte perfectamente racional para los trabajadores apuñalarse unos a otros por la espalda. [...] Un estudio comparó la situación en veintitrés empresas de Australia y descubrió que aquellas que concedían importantes aumentos de sueldo a sus mejores trabajadores alentaban a todos los trabajadores a poner más empeño en sus trabajos, por ejemplo, tomándose menos días libres. En fin, tal como esperábamos. Sin embargo, el estudio también descubrió que los trabajadores en esas empresas se negaban a prestar equipos y herramientas a sus colegas, lo cual también supone una respuesta racional a los incentivos que les brinda el torneo.
Pero los compañeros que se estorban entre ellos no es el único efecto indeseable del torneo laboral. Según Tim Harford, otro resultado es que muchos trabajadores son recompensados solo porque tienen suerte:

Esto no parece tener sentido racional, pero, sorprendentemente, es perfectamente lógico. Cuanto más participa la suerte en el trabajo, mayores necesitan ser las diferencias salariales entre los ganadores y los perdedores si el torneo pretende motivar a alguien. Si tu ascenso se debe en un noventa y cinco por ciento a la suerte y un cinco por ciento al esfuerzo, es racional, ante la mayoría de los planes de incentivos, aflojar el ritmo. Después de todo, ¿quién trabaja para que le toque la lotería? Es cien por cien suerte, y por ello exige un esfuerzo cero, lo cual podría explicar por qué a tantos vagos les encanta jugar. Pero si el hecho de trabajar más te proporcionara un cinco por ciento de probabilidades de que te tocase la lotería, pondrías todo de tu parte en el intento, porque el premio sería inmenso.
Lo mismo ocurre con la vida de oficina: si todo consiste en trabajar duramente —como en el caso de, digamos, archivar, hacer fotocopias y atender el teléfono—, los trabajadores sabrían que trabajar más que sus colegas les garantizaría un aumento de sueldo, y este aumento puede resultar modesto. Pero si la suerte es un factor importante para decidir quién tiene éxito —digamos, para aquellos que trabajan en una consultoría de gestión de empresas—, entonces alentar cualquier tipo de esfuerzo requerirá una gran disparidad entre lo que obtienen los ganadores y lo que obtienen los perdedores. (Hay límites, claro: si trabajar mucho realmente carece de importancia, no tiene sentido pagar para estimularlo).
Finalmente, concluye Harford, los torneos también requieren premios cada vez más abultados, lo que en el nivel más alto de la jerarquía roza niveles absurdos, pues ya no hay más escalones que subir y solo el dinero contante y sonante es capaz de motivar a los aspirantes.

Foto de Mike Lawrence
Los incentivos individuales pueden ser un mal incluso cuando no hay competición entre trabajadores. Consideremos el caso del director general. Muchos sistemas de bonificación ofrecen a los directivos primas por rendimiento basadas en los resultados de la compañía. Todos sabemos que, por desgracia, el efecto real de estos incentivos es, en el mejor de los casos, centrarse en el corto plazo para embolsarse la paga extra anual y, en el peor, el engaño:

Como ha señalado Michael C. Jensen, profesor de la Harvard Business School, cuando usted le dice a un directivo que va a cobrar una prima si realiza unos objetivos, ocurrirán dos cosas. La primera, que el directivo tratará de que se establezcan unos objetivos fácilmente alcanzables, negociando a la baja sus estimaciones para el ejercicio próximo y exagerando las dificultades coyunturales. La segunda, que una vez definidos los objetivos hará cualquier cosa con tal de alcanzarlos, incluyendo el tipo de artimañas contables que sobrevalora los resultados del ejercicio actual a expensas de los del próximo. [...] El resultado, dice, es que las compañías «pagan a la gente para que mienta».
Llegamos al final de nuestra disertación y no podemos evitar preguntarnos: ¿hay alguna forma de conciliar los incentivos individuales y los grupales en una empresa, de manera que se genere un esfuerzo conjunto en pro de la buena marcha del negocio? De acuerdo con James Surowiecki sí lo hay; el problema es que ninguna compañía lo pondrá en marcha.

Para entender la solución, Surowiecki sugiere que comparemos la forma en que el conocimiento y el esfuerzo se organizan en las corporaciones y cómo lo hacen en los mercados. En la empresa los trabajadores ganan más dinero si han cumplido sus objetivos personales, es decir, si han hecho lo que se esperaba que hiciesen. En el mercado, por otra parte, la gente gana dinero por lo que hace. Un charcutero, señala este periodista, no gana más porque sus ventas a fin de año hayan cumplido las expectativas sino que, simplemente, ha ganado lo que ha ganado. Por otro lado, los incentivos en las corporaciones organizadas de arriba abajo animan al personal a ocultar información. En un mercado, por el contrario, hay incentivos para revelar información valiosa y actuar en función de ella.

¿Cómo se logra que los trabajadores se comporten como si estuvieran en un mercado? Haciéndolos partícipes del mismo. Hoy día, para la inmensa mayoría de los trabajadores la influencia de su trabajo es infinitesimal en relación con los resultados generales de la empresa. Así, un laboratorio como Bayer es parte del mercado farmacéutico pero sus empleados no lo son porque pueden haraganear, mentir o robar sin que la cotización en bolsa de la firma o las ventas de sus productos se vean afectadas.

Para que los empleados sean parte del mercado su trabajo tiene que tener un impacto tangible en la marcha de la empresa, y deben poder cosechar los resultados de sus esfuerzos. En cuanto al primer punto lo más importante es, según los economistas Joseph Blasi y Eric Kruse, eliminar las jerarquías rígidas y dar poder de decisión real a todos los subalternos. Respecto al segundo punto, el trabajo de estos economistas apunta a que las opciones sobre acciones pueden mejorar la productividad, pues inspiran un sentido de propiedad en los trabajadores.

Seguro que ahora entienden por qué he dicho más arriba que ninguna empresa pondrá en marcha la solución al problema. ¿Se imaginan poder decidir qué compañero debe ser despedido? Suena raro pero ¿quién está mejor informado sobre el rendimiento de cada asalariado que aquellos que trabajan con él? En un sentido similar, ¿se imaginan ser capaces de decir «necesitamos comprar esta herramienta y contratar a estas personas» y que se lleve a cabo, sencillamente porque ustedes pueden decidir realmente? En lugar de eso sospecho que actualmente han de mendigarle a un jefe cuyo únicos intereses son molestar lo mínimo a su propio superior al cual busca impresionar con buenos resultados, muy probablemente a base de escatimar en mano de obra.

Uno de los valores de liderazgo de Amazon es el sentido de propiedad (ownership): los líderes son propietarios, piensan a largo plazo y obran por el bien de toda la compañía, no solo de su equipo. Además, por lo que tengo entendido, todos los trabajadores de esta empresa reciben parte de su remuneración en forma de acciones. Sin embargo, no les costará encontrar en la web artículos sobre lo horrible que es trabajar en esa compañía y lo mal que se portan unos colegas con otros. Un amigo que trabajó allí me contó que el ownership era el arma arrojadiza usada para intentar pasar un marrón a otro compañero.

Amazon emplea a alrededor de medio millón de personas. La jerarquía allí es bastante rígida y, como en todos los negocios, el presupuesto está controlado por unos pocos. No creo que me equivoque si digo que el sentido de propiedad es una ilusión para más del noventa y nueve por ciento de sus trabajadores. Sin embargo, no les va nada mal.

Quizá Harford tenga razón. Quizá los efectos secundarios de un sistema de incentivos que enfrenta a los trabajadores no sean un problema para la empresa siempre y cuando el extra de productividad compense las trabas entre compañeros. Por desgracia, eso no es un consuelo para aquellas personas cuyas vidas laborales acaban siendo miserables por culpa de Don Roba Medallas o Doña No Cuentes Conmigo.

lunes, 19 de febrero de 2018

Dilbert lo predijo (IV)

Sinergias. Diversificar. Convergencia. Cliente estratégico. Multidisciplinar. Quick wins. Feedback. Team building. Overheads. Y así siguiendo. Do you speak MBA, motherfucker?

Todo grupo de profesionales cuenta con su propia especie de taquigrafía verbal, la jerga del sector que lo mismo sirve para referirse a conceptos complejos en pocas palabras como para aislar a quienes no la entienden. Usar la jerga es imprescindible para ser «uno de los nuestros» aun cuando muchos de quienes la emplean no comprenden realmente las palabras que están usando. Pero ¿quién dice que la comprensión sea necesaria? Al fin y al cabo, la comunicación empresarial no busca informar sino adoctrinar, persuadir y engañar (a los clientes, a los empleados, a la sociedad). Adicionalmente, los vocablos aberrantes de la industria son la forma más fácil de aparentar conocimiento y capacidad de liderazgo. Como dice el dibujante de Dilbert:

Si desea avanzar en eso de la dirección empresarial, tendrá que convencer a los demás de que es un tipo inteligente y astuto. Esto se consigue sustituyendo las palabras de uso corriente por la jerga incomprensible.
Por ejemplo, un jefe nunca diría: «Usé el tenedor para comerme una patata». Un jefe como Dios manda diría: «Utilicé una herramienta multivectorial para procesar una fuente de fécula». Las dos frases significan prácticamente lo mismo, pero la segunda fue pronunciada, evidentemente, por una persona mucho más inteligente.
Adams, S. (1996). El principio de Dilbert.

Será por eso que los miembros del comité ejecutivo gustan de convocar de vez en cuando a toda la tropa para subir al estrado y soltar la misma obviedad una y otra vez, expresada cada vez de forma distinta. Si observan detenidamente, notarán que prácticamente todos los mensajes de la dirección constan de dos ideas básicas que cualquier niño de parvulario conoce: hay que ganar más dinero y gastar menos. No obstante, como hemos dicho, los jefes nunca lo dirán en lenguaje llano, sino que tratarán de vestir su discurso con jersey de cuello alto para dárselas de Steve Jobs. Verbigracia:
«Hay que ser más eficientes en los procesos». Traducción: hay que gastar menos dinero.
«Hay que tener más ventas recurrentes». Traducción: hay que ganar más dinero.
«Hay que fabricar los productos en serie, como una churrería». Traducción: hay que ser más eficiente. Traducción: hay que gastar menos dinero.
«Hay que vender más productos de los que fabricamos nosotros y menos de lo que vendemos como intermediarios, porque eso nos deja mayor margen». Traducción: hay que ganar más dinero.
«Hay que abrirse a nuevos mercados, como las pymes y los autónomos». Traducción: hay que ganar más dinero.
Etcétera.
Mi versión favorita de este espectáculo es la entrada de un jefe nuevo, graduado cum laude en la Universidad de lo Obvio y Evidente, que le suelta todo lo anterior a su equipo sin pararse a respirar, creyéndose un genio iluminado, un intelecto sobrehumano capaz de engendrar ideas que a nadie de la empresa se le habían ocurrido antes.

Por supuesto, la cúpula nunca habla del problema real, a saber, cómo se va a hacer todo lo anterior. Hacerlo requeriría verdaderos conocimientos sobre gestión empresarial, competencias con las que no cuentan los directores generales y sus secuaces.

¿Creen que estoy de guasa? Al fin y al cabo, si los directivos supieran cómo llevar una compañía ¿por qué iban a gastarse cientos de miles de euros en contratar a grandes consultoras que les diseñen la estrategia, o a empresas del gestión del cambio para tratar de arreglar los problemas de la organización? ¿Acaso gastarían ustedes dinero en que otra persona haga algo que ustedes ya saben hacer? Puede que sí. Quizá no tienen suficiente tiempo para limpiar la casa y cuentan con una empleada de hogar. Sin embargo, si dicha empleada costara el equivalente a medio mes de su sueldo, probablemente se arremangarían para hacerlo ustedes mismos.

En el caso de un negocio, desconozco a ciencia cierta la proporción del presupuesto que representa un servicio de consultoría. Supongamos, por mor del argumento, que es de tan solo un dos por ciento. Aún así, ¿qué sentido tiene que el capitán de la empresa pague a otros para hacer su trabajo? ¿No es como si el entrenador del Real Madrid pagara a otra persona para dirigir los entrenamientos y al equipo en los partidos?

Quizá sea que la función del director general no es dirigir la compañía. Tal vez su papel sea meramente decorativo, como el del rey de España. Su sueldo podría no estar relacionado en absoluto con las decisiones que pueda tomar ni con su impacto en la producción. Según el economista Tim Harford, la alta remuneración de un presidente ejecutivo no se le paga porque este vaya a hacer un trabajo tan bueno como para que a los accionistas les compense, sino porque su salario estratosférico estimula a los empleados de la compañía a trabajar duro para tratar de hacerse con su puesto, lo que resulta una mejora de los resultados de la firma que supera los emolumentos del mandamás. Así, cuanto más exorbitado es el sueldo de un jefe y menos tiene que hacer para ganarlo, tanto mayor es la motivación de los que están por debajo para trabajar con el fin de ascender y reemplazarle. En conclusión, el salario del presidente no es una motivación tan grande para él mismo como para sus ayudantes.

La conclusión anterior es una consecuencia de la teoría del torneo, una argumentación alumbrada por los economistas Edward Lazear y Sherwin Rosen. La idea básica es que la única forma de evaluar a los empleados es comparándolos entre sí, pues no hay medidas objetivas universales. Por tanto, se paga a las personas por su rendimiento relativo, es decir, cómo son de buenos comparados con otros que hacen lo mismo. El nombre de «teoría del torneo» hace referencia a que esto mismo ocurre en los deportes, donde solo se puede comparar a jugadores contemporáneos y no hay forma imparcial de comparar a deportistas o equipos de épocas distintas, pues sus resultados dependen de los rivales que tuvieron.

En la oficina, explica Harford, el premio del torneo puede ser un plus al mejor vendedor del año, o un puesto muy bien pagado y poco exigente:

Algunos torneos laborales son explícitamente eso: un plus para el mejor trabajador y, tal vez, también para quienes ocupen un segundo y un tercer lugar también. Más comúnmente, el torneo laboral es un poco menos estructurado; y ello se debe al hecho de que hay un fondo limitado para los pluses: cuanto mejor parezcas en comparación con tus compañeros, menos obtendrán ellos y más conseguirás tú. El premio del torneo también puede consistir en un ascenso al siguiente nivel directivo. Sea cual sea la estructura del torneo, su ventaja reside en que permite a un directivo rata mantener abiertas sus opciones mientras hace la creíble promesa de recompensar el buen trabajo.
Y en otra parte agrega:

Los torneos también requieren cada vez más absurdos montantes salariales a medida que los trabajadores escalan en la jerarquía de la empresa. En el nivel más bajo, un ascenso podría no tener que conllevar necesariamente demasiado incremento salarial, ya que abre las posibilidades de ascensos lucrativos en el futuro. Cuando ya estás cerca del final de tu carrera laboral, ya no trabajas duramente porque esto pueda abrirte las puertas del futuro: sólo un jugoso cheque es capaz de estimularte.
A diferencia de los torneos deportivos, en la empresa uno puede ganar por méritos propios o apuñalando al compañero. De acuerdo con Harford, mientras la labor de los trabajadores honestos supere el daño que hacen los trepadores la compañía saldrá beneficiada. Pero si la teoría del torneo es cierta entonces es muy posible que, efectivamente, la cúspide de la jerarquía no esté formada por gestores competentes sino por personas duchas en manipular, engañar, sobornar y otras artes indeseables.

Continuará.