lunes, 19 de febrero de 2018

Dilbert lo predijo (IV)

Sinergias. Diversificar. Convergencia. Cliente estratégico. Multidisciplinar. Quick wins. Feedback. Team building. Overheads. Y así siguiendo. Do you speak MBA, motherfucker?

Todo grupo de profesionales cuenta con su propia especie de taquigrafía verbal, la jerga del sector que lo mismo sirve para referirse a conceptos complejos en pocas palabras como para aislar a quienes no la entienden. Usar la jerga es imprescindible para ser «uno de los nuestros» aun cuando muchos de quienes la emplean no comprenden realmente las palabras que están usando. Pero ¿quién dice que la comprensión sea necesaria? Al fin y al cabo, la comunicación empresarial no busca informar sino adoctrinar, persuadir y engañar (a los clientes, a los empleados, a la sociedad). Adicionalmente, los vocablos aberrantes de la industria son la forma más fácil de aparentar conocimiento y capacidad de liderazgo. Como dice el dibujante de Dilbert:

Si desea avanzar en eso de la dirección empresarial, tendrá que convencer a los demás de que es un tipo inteligente y astuto. Esto se consigue sustituyendo las palabras de uso corriente por la jerga incomprensible.
Por ejemplo, un jefe nunca diría: «Usé el tenedor para comerme una patata». Un jefe como Dios manda diría: «Utilicé una herramienta multivectorial para procesar una fuente de fécula». Las dos frases significan prácticamente lo mismo, pero la segunda fue pronunciada, evidentemente, por una persona mucho más inteligente.
Adams, S. (1996). El principio de Dilbert.

Será por eso que los miembros del comité ejecutivo gustan de convocar de vez en cuando a toda la tropa para subir al estrado y soltar la misma obviedad una y otra vez, expresada cada vez de forma distinta. Si observan detenidamente, notarán que prácticamente todos los mensajes de la dirección constan de dos ideas básicas que cualquier niño de parvulario conoce: hay que ganar más dinero y gastar menos. No obstante, como hemos dicho, los jefes nunca lo dirán en lenguaje llano, sino que tratarán de vestir su discurso con jersey de cuello alto para dárselas de Steve Jobs. Verbigracia:
«Hay que ser más eficientes en los procesos». Traducción: hay que gastar menos dinero.
«Hay que tener más ventas recurrentes». Traducción: hay que ganar más dinero.
«Hay que fabricar los productos en serie, como una churrería». Traducción: hay que ser más eficiente. Traducción: hay que gastar menos dinero.
«Hay que vender más productos de los que fabricamos nosotros y menos de lo que vendemos como intermediarios, porque eso nos deja mayor margen». Traducción: hay que ganar más dinero.
«Hay que abrirse a nuevos mercados, como las pymes y los autónomos». Traducción: hay que ganar más dinero.
Etcétera.
Mi versión favorita de este espectáculo es la entrada de un jefe nuevo, graduado cum laude en la Universidad de lo Obvio y Evidente, que le suelta todo lo anterior a su equipo sin pararse a respirar, creyéndose un genio iluminado, un intelecto sobrehumano capaz de engendrar ideas que a nadie de la empresa se le habían ocurrido antes.

Por supuesto, la cúpula nunca habla del problema real, a saber, cómo se va a hacer todo lo anterior. Hacerlo requeriría verdaderos conocimientos sobre gestión empresarial, competencias con las que no cuentan los directores generales y sus secuaces.

¿Creen que estoy de guasa? Al fin y al cabo, si los directivos supieran cómo llevar una compañía ¿por qué iban a gastarse cientos de miles de euros en contratar a grandes consultoras que les diseñen la estrategia, o a empresas del gestión del cambio para tratar de arreglar los problemas de la organización? ¿Acaso gastarían ustedes dinero en que otra persona haga algo que ustedes ya saben hacer? Puede que sí. Quizá no tienen suficiente tiempo para limpiar la casa y cuentan con una empleada de hogar. Sin embargo, si dicha empleada costara el equivalente a medio mes de su sueldo, probablemente se arremangarían para hacerlo ustedes mismos.

En el caso de un negocio, desconozco a ciencia cierta la proporción del presupuesto que representa un servicio de consultoría. Supongamos, por mor del argumento, que es de tan solo un dos por ciento. Aún así, ¿qué sentido tiene que el capitán de la empresa pague a otros para hacer su trabajo? ¿No es como si el entrenador del Real Madrid pagara a otra persona para dirigir los entrenamientos y al equipo en los partidos?

Quizá sea que la función del director general no es dirigir la compañía. Tal vez su papel sea meramente decorativo, como el del rey de España. Su sueldo podría no estar relacionado en absoluto con las decisiones que pueda tomar ni con su impacto en la producción. Según el economista Tim Harford, la alta remuneración de un presidente ejecutivo no se le paga porque este vaya a hacer un trabajo tan bueno como para que a los accionistas les compense, sino porque su salario estratosférico estimula a los empleados de la compañía a trabajar duro para tratar de hacerse con su puesto, lo que resulta una mejora de los resultados de la firma que supera los emolumentos del mandamás. Así, cuanto más exorbitado es el sueldo de un jefe y menos tiene que hacer para ganarlo, tanto mayor es la motivación de los que están por debajo para trabajar con el fin de ascender y reemplazarle. En conclusión, el salario del presidente no es una motivación tan grande para él mismo como para sus ayudantes.

La conclusión anterior es una consecuencia de la teoría del torneo, una argumentación alumbrada por los economistas Edward Lazear y Sherwin Rosen. La idea básica es que la única forma de evaluar a los empleados es comparándolos entre sí, pues no hay medidas objetivas universales. Por tanto, se paga a las personas por su rendimiento relativo, es decir, cómo son de buenos comparados con otros que hacen lo mismo. El nombre de «teoría del torneo» hace referencia a que esto mismo ocurre en los deportes, donde solo se puede comparar a jugadores contemporáneos y no hay forma imparcial de comparar a deportistas o equipos de épocas distintas, pues sus resultados dependen de los rivales que tuvieron.

En la oficina, explica Harford, el premio del torneo puede ser un plus al mejor vendedor del año, o un puesto muy bien pagado y poco exigente:

Algunos torneos laborales son explícitamente eso: un plus para el mejor trabajador y, tal vez, también para quienes ocupen un segundo y un tercer lugar también. Más comúnmente, el torneo laboral es un poco menos estructurado; y ello se debe al hecho de que hay un fondo limitado para los pluses: cuanto mejor parezcas en comparación con tus compañeros, menos obtendrán ellos y más conseguirás tú. El premio del torneo también puede consistir en un ascenso al siguiente nivel directivo. Sea cual sea la estructura del torneo, su ventaja reside en que permite a un directivo rata mantener abiertas sus opciones mientras hace la creíble promesa de recompensar el buen trabajo.
Y en otra parte agrega:

Los torneos también requieren cada vez más absurdos montantes salariales a medida que los trabajadores escalan en la jerarquía de la empresa. En el nivel más bajo, un ascenso podría no tener que conllevar necesariamente demasiado incremento salarial, ya que abre las posibilidades de ascensos lucrativos en el futuro. Cuando ya estás cerca del final de tu carrera laboral, ya no trabajas duramente porque esto pueda abrirte las puertas del futuro: sólo un jugoso cheque es capaz de estimularte.
A diferencia de los torneos deportivos, en la empresa uno puede ganar por méritos propios o apuñalando al compañero. De acuerdo con Harford, mientras la labor de los trabajadores honestos supere el daño que hacen los trepadores la compañía saldrá beneficiada. Pero si la teoría del torneo es cierta entonces es muy posible que, efectivamente, la cúspide de la jerarquía no esté formada por gestores competentes sino por personas duchas en manipular, engañar, sobornar y otras artes indeseables.

Continuará.

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