Vaya por delante decir que, en ocasiones, esos cambios son necesarios. Hay compañías cuya larga trayectoria las convierte en el equivalente empresarial de los dinosaurios, a saber, gigantes inadaptados. Son firmas que cuentan con una jerarquía fosilizada cuyos incentivos se han desplazado de los fines del negocio al politiqueo interno, lugares infectados por un elitismo que huele a humedad y a cerrado en cuyas oficinas la gente rehúsa relacionarse con personas de una categoría inferior y los ascensos de quienes caen mal provocan envidia y rencor. Además, allí se trata al personal subcontratado como si fueran enfermos infecciosos. Recuerdo el caso de una compañera que trabajaba como personal externo para una de estas empresas. La jefa de proyecto rehusaba relacionarse con empleados de otras empresas así que cuando esta directiva necesitaba que mi compañera hiciera algo se dirigía a su subordinada, personal propio, para que transmitiera las órdenes a mi colega. Lo ridículo del asunto es que esa subordinada estaba sentada codo con codo con mi compañera, así que cada vez que la jefa se acercaba a pedir algo hablaba con su empleada fingiendo que mi colega, que lo oía todo perfectamente, no estaba ahí.
Adams, S. (1996). El principio de Dilbert. |
Otras consecuencias absurdas del seguimiento ciego de la cadena de mando las viví personalmente trabajando como personal subcontratado en una gran organización en la que, para mayor escarnio, más de un director volvía de la comida abotagado por el alcohol. Yo formaba parte de la sección X, la cual aportaba información a la sección Y, a la cual pedíamos la ejecución de ciertas tareas. Cuando quería que la sección Y hiciera algún trabajo debía decírselo a mi coordinador, el cual informaba a su director, quien a su vez notificada al coordinador de la sección Y, persona que pasaba finalmente la petición a los trabajadores de su sección. Lo absurdo del asunto es que, una vez más, los trabajadores de ambas secciones nos sentábamos unos al lado de los otros, pero no nos estaba permitido pedirnos cosas directamente.
De manera que sí, hay ocasiones en las que las empresas piden a gritos cambios en la organización. Por desgracia, como suele ocurrir en el mundo laboral, las buenas intenciones detrás del cambio se traducen en un sainete dilbertiano que se ceba con los trabajadores en la base de la pirámide.
Yo no he estudiado ningún MBA pero dudo mucho que la mejor manera de mejorar la productividad sea cambiar toda la organización cada año o cada pocos meses, vicio que parecen compartir muchos altos cargos. Dado mi desconocimiento, la explicación de este fenómeno que da Scott Adams se me antoja perfectamente válida:
Los directivos son como felinos en una jaula llena de desperdicios. Remueven instintivamente las cosas para ocultar lo que han hecho. En el mundo de los negocios a ese proceso se le llama «reorganización».Personalmente, el tiempo me ha hecho ver que los grandes cambios organizativos se parecen a las reuniones: hay demasiados y son mayormente inútiles, toda vez que hacen honor al lema «cambiarlo todo para que todo siga igual». Mucho me temo que las únicas reorganizaciones internas que acaban mejorando espectacularmente la efectividad de los empleados o la calidad de lo que la empresa produce son las historias edulcoradas que aparecen en los libros de gestión empresarial. En el mundo real, por el contrario, las reorganizaciones no se hacen por el bien de la productividad sino porque son la forma de señalización más fácil que los directores generales tienen para aparentar que hacen algo y que se merecen el sueldo que ganan. Con ellas dejan claro que no tienen ni idea de cómo arreglar los problemas fundamentales de la empresa y acaban creando engendros jerárquicos generosamente salpicados con nuevos términos en inglés. Una costumbre, esta última, que (sospecho) se basa en la idea equivocada de que un montón de mierda con otro nombre huele mejor. De nuevo me remito al libro de Dilbert:
Un jefe normal reorganizará con frecuencia, siempre que se le mantenga bien alimentado.
Sabrá que ha sido reorganizado con frecuencia, y que por tanto está condenado, si oye a sus compañeros hacer alguna de estas preguntas en los pasillos:
«Si tuviera que vivir en un basurero, ¿sería muy malo?»
«¿Dónde se ducha la gente sin hogar?»
«¿Es mortal la tuberculosis?»
Hace unos pocos años, los directores de [nombre de la empresa] visitaron una serie de otras empresas con el propósito de descubrir cuáles eran las prácticas gerenciales que explicaban su éxito. Una de esas empresas fue la Federal Express.En uno de las primeras reorganizaciones que sufrí en carne propia pasamos de tener un jefe de equipo a una estructura más compleja que el entramado del cártel de Cali, con managers, DUN managers, area managers, service managers y, al final del montón, en lo más bajo, los (de nuevo, palabras textuales) «técnicos, que ayudan (!) a ejecutar los proyectos». Desde entonces he pasado por más reorganizaciones que nocheviejas, las cuales nos han llevado a la situación actual en la que hay empleados que tienen más jefes que compañeros con los que repartir las tareas.
Después de muchas semanas de visitas, ¿con qué ideas regresaron? Bueno, pues parece que a los empleados de FedEx se les llama «asociados» y no empleados. ¡Quizá sea esa la razón por la que a los de FedEx les va tan bien! Se nos anunció entonces a bombo y platillo que, a partir de entonces pasaríamos a llamarnos «asociados» y no «empleados».
Todos seríamos llamados asociados... Muy bonito e igualitario. Se suponía que eso contribuiría a aumentar nuestra eficiencia y productividad. Unas semanas más tarde, nuestro director de recursos humanos anunció que a partir de ahora habría «asociados», «líderes» (es decir, supervisores y directores intermedios) y «altos líderes» (es decir, directores ejecutivos).
Ese fue el resultado más visible (y efectivo) de las visitas que hicieron los directores para emular a las empresas mejor dirigidas.
Una explicación parcial de los fallos organizativos son las luchas internas. Incluso en empresas de menos de cincuenta trabajadores he visto guerras políticas que ríase usted de Juego de Tronos. En uno de los últimos casos que he conocido, Urbano quería hacerse con el mando de todos los departamentos de investigación, desarrollo y producción, desbancando al director en funciones, Secundino. En una decisión salomónica (o por falta de agallas) el director general decidió que era mejor no hacer caso ni a uno ni a otro y optó por fichar a otro alto cargo para gestionar parte de las funciones de Secundino, dejando a Urbano como estaba.
En otra ocasión, una compañía de tamaño mediano pagó una buena suma a una de las mayores firmas de consultoría mundiales para que diseñara su estrategia de crecimiento. Tras analizar la empresa concienzudamente uno de los mensajes principales del informe final era olvidar el mercado estadounidense, muy maduro y demasiado competitivo. ¿Adivinan qué hicieron los dueños de la empresa? Exacto, ignorar el informe por el que habían pagado e intentar hacerse hueco en USA. Los ecos de la hostia que se dieron aún viajan por la atmósfera.
Es por todas las malas experiencias vividas por lo que, cada vez que se anuncian a bombo y platillo nuevos esfuerzos por cambiar la estructura de la organización, a mí me sube la bilis. La costumbre de los directivos de agitar el gallinero lleva a la quemazón de los trabajadores. Como no suelen funcionar, cada nuevo intento se topa con mayor escepticismo y más resistencia al cambio lo que, a su vez, disminuye las probabilidades de éxito, lo cual termina por animar a los jefes a probar otros cambios porque estos no funcionaron. Y así ad infinitum. Los únicos beneficiados en esta espiral descendente son las empresas dedicadas a eso que llaman «gestión del cambio», cuyos servicios son a al mundo laboral lo que la homeopatía es a la medicina.
Continuará.
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