«LOS EMPLEADOS SON NUESTRO BIEN MÁS VALIOSO»
Superficialmente, esta afirmación parece ir en contra del hecho de que las empresas tratan a sus «bienes más valiosos» de la misma forma que una aspiradora trata al polvo. ¿Cómo se puede explicar esta contradicción aparente?
Podría ser útil un ejemplo. Pongamos que a su jefe se le ha roto la silla y no queda dinero en el presupuesto para sustituirla. Lo más probable es que su jefe:
A. Se siente en el suelo hasta el siguiente ciclo presupuestario.
B. Utilice una silla destinada a no directivos, a pesar del estatus disminuido que ésta confiere a quien la ocupa.
C. Retrasa la incorporación de un nuevo empleado, distribuye el trabajo extra entre los «bienes más valiosos» y utiliza el ahorro para comprarse una silla adecuada.
Como empleados, nos gusta pensar que valemos más que el mobiliario del despacho. Pero la prueba de «Lo más probable» nos indica que éste no es el caso. Desde un punto de vista realista, nos hallamos cerca del extremo inferior de la jerarquía de suministros de oficina.
Adams, S. (1996). El principio de Dilbert. |
Además de la anterior, la lista de mentiras incluye clásicos como «yo sigo una política de puertas abiertas» (¿qué jefe quiere hacer frente a una cola de empleados descontentos quejándose de cosas que no tienen arreglo?), «el futuro es brillante» (¿qué probabilidad hay de que su jefe sea un visionario capaz de predecir el futuro?), «el rendimiento será recompensado» (¿no será más probable que este año, una vez más, el dinero ganado vaya a parar a manos de los inversores, los directores y los consejeros delegados?) , «la formación es una de nuestras prioridades» (¿qué jefe va a desviar fondos de las áreas de las que dependen sus objetivos personales para destinarlo a formación?), «nuestra gente es la mejor» (ya hablamos de ello en su día), y «su opinión es muy importante para nosotros» (¿por qué iba a querer un jefe cargarse con más trabajo fruto de las sugerencias de sus subalternos?).
Yo tengo mi propia heurística para detectar mentiras empresariales. Consiste, sencillamente, en obviar las palabras y considerar los hechos, como dónde se gasta el dinero. A continuación compilo, para su conveniencia, un puñado de embustes corporativos bastante comunes no contemplados por el creador de Dilbert que a mí me hacen hervir la sangre.
«SOMOS UNA GRAN FAMILIA»
Esta es una de las mentiras más repetidas por quienes trabajan en recursos humanos. Oí a un mando intermedio expresarlo con esta elocuencia en una charla a sus compañeros: «para mí, una familia es un papá y una mamá, o dos papás, o dos mamás, y un hijo, o varios, que se cuidan y se protegen unos a otros».
Poco se parecen las familias empresariales al estereotipo de familia formada por dos padres con sus cachorros; se diría más bien que están constituidas principalmente de primos y cuñados. Respecto a lo de cuidar unos de otros, si nos atenemos a los hechos el tipo de amor familiar que mejor encaja con el de una empresa es la familia Turpin, ese clan norteamericano en el que los padres mantenían a sus hijos encadenados y desnutridos.
Cuando una familia real bien avenida tiene dificultades para llegar a fin de mes y se ve obligada a sobrevivir a base de espaguetis, arroz, leche aguada y tortilla francesa, los adultos se sacrifican y la carne es para los niños. Por el contrario, en la empresa privada los niños son los primeros en pagarlo. Esto se puede entender de dos maneras: literalmente, pues sus padres son despedidos, o metafóricamente, si consideramos que los empleados son los niños de la familia (una equivalencia razonable teniendo en cuenta la dependencia con el empleador para subsistir).
«QUEREMOS CREAR, ATRAER Y RETENER EL TALENTO»
El fundador y director general de una empresa para la que trabajé dijo que no quería dar formación a sus empleados porque luego estos dejaban la empresa. Tal como él lo veía, otras compañías se estaban aprovechando de su buena fe y de la (desde de su punto de vista, fantástica) oferta formativa. En otro momento del tiempo, cuando fue interrogado sobre las deserciones en masa, se encogió de hombros y dijo: «el talento va y viene».
Creo que un director general nunca reconocerá directamente lo que de verdad piensa de la gente que trabaja bajo su mando. Más bien se dedicará a vomitar clichés tales como «la gente es nuestro activo más valioso» mientras elabora unos presupuestos que dejan ver su valoración real, esto es, los empleados como una carga, un mal necesario a erradicar en cuanto haya robots disponibles.
Fomentar y retener el talento cuesta dinero, y cuando algo cuesta dinero, la hipocresía sale a la luz rápidamente. La triste realidad es que los empresarios quieren crear, atraer y retener el talento... siempre que no requiera rascarse el bolsillo. Así, las medidas que se acaban tomando para tratar de evitar la fuga de personal a la competencia poco o nada tienen que ver con demandas reales de los asalariados, tales como un buen salario, un buen horario o poder trabajar desde casa. En lugar de eso se optan por alternativas más baratas pero estúpidas: fiestas y cócteles, camisetas, cheques regalos de pequeña cuantía a cambio de esfuerzos extra, etcétera, etcétera.
La manera en que las empresas desatienden las necesidades reales de sus trabajadores deja claro también cuán grande y descarada es la mentira anterior, eso de que «somos una gran familia». Imaginen a una persona cuyo cónyuge sufre una grave enfermedad para la que existe una cura que supone un gran desembolso decirle a su pareja: «cariño, no hay dinero para la medicina pero toma este vale descuento para un masaje, que yo mientras me voy a echarle gasolina al Ferrari».
«LA FRUGALIDAD ES UNO DE NUESTROS VALORES»
Todos sabemos que la frase anterior es incompleta y acaba así: «que aplica únicamente al extremo inferior de la jerarquía». Mientras los empleados rasos son obligados a viajar a otra ciudad para una reunión estúpida y no se les reembolsa el desplazamiento, los consejeros delegados son enviados a una conferencia en Las Vegas con todos los gastos pagados. O se desestiman las peticiones para cambiar herramientas de trabajo estropeadas u obsoletas mientras se contrata a un DJ famoso para la fiesta anual. En la compañía en la que trabajaba un viejo amigo inventaron un término para esas ocasiones en las que una solicitud que conllevaba un pequeño desembolso era rechazada. «Te han hecho un frugality», decían.
Cada empresa cuenta con su nutrido conjunto de historias relacionadas con gastos desmesurados. Yo, verbigracia, he visto con mis propios ojos una factura de roaming de veinte mil euros que llegó tras el viaje de un alto cargo a Japón. También he visto cómo un comercial de la compañía se llevaba de un restaurante un taco de facturas en blanco con el sello del local con el que podía reclamar gastos falsos que le fueran reembolsados en concepto de gastos de representación. A otro comercial nos lo encontramos en un aeropuerto camino de una reunión cuando se suponía que iba a ir en coche; su plan era pedir que le pagaran la gasolina del viaje y embolsarse la diferencia con el billete de avión, que era más barato.
En otra reunión, cuando le preguntamos al cliente por qué tenían tantas líneas ADSL, nos dijeron que era porque cada vez que a un mandamás le iba lento internet se pedía una nueva línea para él solo. En esa misma empresa (y me consta que no es la única) se compraban teléfonos iPhone para la cúspide de la pirámide de mando solo para otorgar una pátina de estatus («El director tiene que tener un iPhone. ¿Cómo no va a tener un iPhone?»). Mientras tanto, a los de abajo les decían que no había dinero para ampliar la memoria RAM de los ordenadores con los que se hacía el trabajo de verdad.
Continuará.
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