lunes, 22 de enero de 2018

Dilbert lo predijo (I)

Creo que voy a recomendarle a mi becario que lea El principio de Dilbert, previa advertencia de que la realidad supera a la ficción muy a menudo. Yo lo leí antes de empezar a trabajar y me reí mucho, si bien di por hecho que, al ser obra de un dibujante de cómics, lo que contaba estaba exagerado y distorsionado para maximizar el impacto humorístico, aun cuando el propio autor asegura en la introducción que, por muy absurda que intente hacer la tira, no logra mantenerse por delante de lo que la gente experimenta en su vida laboral. Cuando finalmente empecé a trabajar la realidad, como suele hacer, me despertó a bofetadas, sacudiéndome la ingenuidad de encima y enseñándome que el pensamiento lógico no tiene cabida en la empresa privada.

El libro de Scott Adams contiene unas cuantas historias enviadas por sus lectores. Una de ellas se me quedó grabada:

En [nombre de la empresa], buena parte del trabajo se hace en el pasillo. Sentirse arrastrado hacia estas reuniones ad hoc supone una tremenda pérdida de tiempo; no obstante, es difícil evitarlas porque los participantes siempre parecen desear saber la opinión de todos.

He adquirido la costumbre de disculparme y retirarme al servicio para librarme de ellas, o en llevar a mano cubitos de hielo desde la cocina hasta el despacho. De ese modo, cuando me veo atrapado en una reunión de pasillo, siempre puedo decir: «El hielo se está fundiendo y tengo la mano helada. Tengo que marcharme ahora mismo». Entonces me dejan ir, y nadie parece cuestionar la utilidad o el propósito de que yo lleve cubitos de hielo en la mano cada vez que me tengo que desplazar de un lado a otro.
La imagen de un oficinista paseando hielos por la oficina me resultó hilarante. Con la ventaja de la experiencia, ahora creo que algo así es perfectamente posible. De hecho, hace poco oí recomendar que, si tienes que ir de un lado a otro de la oficina, es mejor llevar una carpeta, el portátil o unos cuantos papeles. Así da la impresión de que se camina con un propósito aunque lo que se esté haciendo realmente sea, sencillamente, estirar las piernas. Hete aquí que ese es el mismo consejo que ofrece Adams en el libro (ibídem Adams):

No cruce nunca un vestíbulo o recorra un pasillo sin llevar un documento en las manos. Las personas que llevan documentos en las manos ofrecen todo el aspecto de ser empleados que trabajan duro y que se dirigen hacia importantes reuniones. La gente que no lleva nada en la mano parece como si se dirigiera a la cafetería, y quien lleva un periódico en la mano da la impresión de que se encamina al cuarto de baño.

Pero, por encima de todo, asegúrese de llevarse carretones de material a casa por la noche, generando así la falsa impresión de que trabaja muchas más horas de lo que parece.
Las reuniones de trabajo son una mina de oro para cualquier cómico. Ya para empezar, el nombre es engañoso. Como decía Jaime Miranda en sus memorias como consultor IT: «"reunión de trabajo" es un contrasentido. Durante las reuniones se trabaja poco o nada». Tan cierto como que los planetas giran alrededor del Sol. De entrada, la primera parte de toda reunión es una pérdida de tiempo, especialmente cuando hay dispositivos de videoconferencia de por medio («¿hola?», «¿me oís?», «te vemos pero no te oímos», «vuelve a llamar», «esperad, que voy a reiniciar el ordenador», etcétera). Por otro lado, cuantas más personas hay convocadas menos se trabaja. Yo he acudido a innumerables reuniones tipo boda, a saber, aquellas en las que se invita a un número obviamente exagerado de individuos solo por el hecho de que tienen alguna relación o parentesco lejano con el asunto a tratar. Por motivos obvios, estas asambleas tienen lugar en grandes mesas de juntas, y durante las interminables horas que duran solo se oye hablar a «los novios», esto es, las dos personas que realmente necesitaban conversar, mientras el resto de asistentes lucha por mantenerse despiertos o hacen como que trabajan.

Adams, S. (1996). El principio de Dilbert.

Recuerdo una «reunión de trabajo» que consistió únicamente en acordar la fecha de la siguiente reunión, dejando todos los asuntos a tratar para esa futura cita. Es más, recuerdo a qué hora se acordó que tendría lugar. Las palabras textuales del organizador fueron: «a primera hora: las diez de la mañana».

En otra ocasión, dos compañeros del mismo departamento se pusieron a discutir porque uno de ellos, temiendo que íbamos a quitarle el trabajo, se negaba a contarnos lo que hacía. Al final acabó abandonando la sala mientras su colega nos pedía perdón. Por desgracia, cuando trabajas como consultor no es inusual ver salir a relucir las rencillas internas durante las reuniones.

También tuve una época desgraciada en la que me vi atrapado en reuniones del tipo «día de la marmota», aquellas que se repiten una y otra vez: giran siempre en torno a los mismo temas y cuentan en cada ocasión con los mismos asistentes con memoria de pez que no recuerdan que esas cuestiones ya se discutieron. No se elabora acta o, si se hace, se ignora. Un cambio de departamento afortunado me sacó de ese infierno.

Probablemente sea seguro decir que la mayoría de las reuniones son innecesarias. Tal es el despilfarro que es fácil encontrar en libros y blogs llamadas a la cordura, recordando el gasto y la pérdida de tiempo que suponen las reuniones, aconsejando al convocante que piense detenidamente si necesita que cada persona en la que ha pensado esté presente y que, una vez en el ajo, sea breve y vaya directo al grano.

A este respecto, me hablaron de una empresa en la que, con el fin de reducir el derroche que suponen las reuniones, se instauró el «no-meetings day», un día de la semana para el que no se podía programar ninguna reunión. ¿El resultado? El jefe de turno veía un día libre en el calendario de sus víctimas (el supuesto día sin reuniones) y los convocaba para entonces. Ante tamaña violación de la lógica, el colega que me lo contó me explicó que, finalmente, para poder tener un día sin interrupciones lo que él hacía era llenar su calendario de convocatorias falsas (creadas por él mismo), de manera que su agenda no tuviera horas libres que los demás pudieran aprovechar para colocar un encuentro.

Otra compañía decidió implementar un sistema de multas para acabar con la tendencia a exceder el tiempo de reunión programado. Colocaron una hucha donde cada asistente a la reunión tenía que meter un euro si salían más tarde de lo planeado. Funcionó. No obstante, una vez se retiraron las multas los trabajadores volvieron a su mala costumbre. Ante eso, en lugar de volver a instaurar una solución de eficacia comprobada, se les ocurrió que era mejor crear una nueva sala de reuniones con un diseño semiabierto para que en ella tuvieran lugar esas reuniones que podían haber sido un email.

Lo que nos lleva a hablar de las salas de reuniones, el equivalente en la oficina a las autopistas de la ciudad. Da igual cuántas haya, siempre estarán ocupadas completamente y se formarán colas de grupos de personas esperando su turno. Cabe preguntarse por qué se forman estas colas habiendo como hay un sistema de reservas en línea. Una posibilidad es que, como ocurría en mi caso, el sistema deje reservar la misma sala a la misma hora a varias personas. Quien quiera que creara dicha herramienta cometió el error de asumir que la lógica, por su propia fuerza, evitaría que un trabajador reservara una sala que ya estaba ocupada. Lo que ocurrió en realidad es que se programaban varios encuentros a la misma hora y la sala se la quedaba el que tuviera mayor rango en la jerarquía, o el que acudiera con clientes de la mano.

Continuará.

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