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lunes, 5 de marzo de 2018

Incentivos (I)

La pasada semana un ingeniero de Google publicó las razones que le han llevado a abandonar la empresa después de cuatro años. El motivo principal es que su ascenso ha sido denegado varias veces a pesar de que su rendimiento siempre era calificado como excelente por su superior. Esto es posible porque en Google es un comité el que decide quién sube y quién se queda en el escalón donde está:

No, managers at Google can’t promote their direct reports. They don’t even get a vote.
Instead, promotion decisions come from small committees of upper-level software engineers and managers who have never heard of you until the day they decide on your promotion.
You apply for promotion by assembling a “promo packet”: a collection of written recommendations from your teammates, design documents you’ve created, and mini-essays you write to explain why your work merits a promotion.
A promotion committee then reviews your packet with a handful of others, and they spend the day deciding who gets promoted and who doesn’t.
El comité en cuestión rechazó la primera solicitud de este ingeniero argumentando que no podían ver el impacto que había tenido en Google con sus quehaceres. Él se dio cuenta entonces de que el trabajo que había estado haciendo era muy útil para el equipo pero no para lograr un ascenso, pues no llamaba la atención sobre el papel. Así, pasó a ocuparse únicamente de aquello que pudiera impresionar al comité que decidiría sobre su futuro:

I adopted a new strategy. Before starting any task, I asked myself whether it would help my case for promotion. If the answer was no, I didn’t do it.
My quality bar for code dropped from, “Will we be able to maintain this for the next 5 years?” to, “Can this last until I’m promoted?” I didn’t file or fix any bugs unless they risked my project’s launch. I wriggled out of all responsibilities for maintenance work. I stopped volunteering for campus recruiting events. I went from conducting one or two interviews per week to zero.
Desafortunadamente, su nuevo plan tampoco funcionó porque sus proyectos eran cancelados o su jefe le movía de un equipo a otro continuamente, a consecuencia de lo cual no podía presentar ningún gran proyecto como prueba de su valía. Así pues, por un lado, en Google le decían que no podían juzgar su impacto hasta que no terminara un proyecto pero, por otro, la compañía lo cambiaba de proyecto incesantemente. Sin ganas de esperar «seis meses más» por tercera vez, decidió marcharse.

Foto de Logan Pierson
En mi trabajo he visto comportamientos similares y, seguramente, ustedes también. Hablo de ese compañero que elige los casos más fáciles de resolver para que su número de problemas resueltos destaque sobre los demás. O de ese que acapara tareas y las deja sin hacer, solo para aparentar que es el que más trabaja. O de ese otro que ocupa sus horas de oficina en hacerse propaganda y convencer a los superiores de su valía, en lugar de hacer algún trabajo real.

Reconozco que en alguna ocasión yo he obrado de forma similar, dedicando más tiempo a tareas que servían para cumplir mis objetivos que a labores más urgentes en ese momento. Como miembro más experimentado de un equipo de cinco personas, mi jefe de la época me asignó proyectos que solo yo podía llevar a cabo. Centrarme en dichos proyectos significaba que debía dejar de ayudar a mis colegas, lo que significaba que el trabajo no salía adelante a buen ritmo y la pila de faenas pendientes crecía indefinidamente. Pero del cumplimiento de mis tareas especiales dependía mi compensación extra anual, así que me salía más rentable abandonar a su suerte al resto del equipo y dedicarme a lo mío.

Sospecho que es un fenómeno frecuente: la empresa busca unos resultados globales a través de un sistema de incentivos que acaba alumbrando comportamientos individuales que van en contra del fin original. Verbigracia:

Digamos, por ejemplo, que tu trabajo es tramitar las quejas de los clientes y que se te ha asignado el objetivo de que ningún cliente deba esperar más de diez días para obtener una respuesta. Eso significa que cualquier persona que haya esperado siete u ocho días se convierte en una prioridad, mientras que no sacarás ningún provecho procesando las quejas que acaban de formularse. Si aspiras a cumplir el objetivo, tu tiempo medio de respuesta debería ralentizarse con facilidad. Así que surge un nuevo objetivo: mantener el plazo medio de respuesta al mínimo. En respuesta al incentivo que te brinda el nuevo objetivo, ignoras cualquier queja que sea difícil de resolver y contestas a las cartas rápidamente cuando la respuesta es sencilla. El promedio de respuestas mejora, pero los clientes con las quejas más graves nunca obtienen una respuesta. Ahora llega un tercer objetivo: alcanzar los dos objetivos anteriores. Puedes hacerlo, por supuesto, y presentar una excelente reclamación para que te paguen las horas extras. De este modo, el cuarto objetivo se centra en las horas extras. Ahora envías una simple carta tipo: «Estimado/a, Gracias por su carta/correo electrónico/fax/llamada telefónica. Me temo que no hay nada que podamos hacer. Atentamente, etcétera».
Los incentivos en forma de pagas extra merecen especial atención. A veces dependen de los resultados globales de la compañía y no se cobran si no se logran ciertos objetivos. Otras veces se pagan según el rendimiento de la división, área o equipo en cuestión. Finalmente, están los premios individuales. Hay firmas que emplean los tres tipos y otras que se contentan con usar uno o dos.

Consideremos los sobresueldos que se cobran únicamente si la compañía ha alcanzado ciertas metas. Mucho me temo que, cuanto mayor es la compañía, menos motivador es este sistema. Cuando el éxito depende de la labor conjunta de decenas, centenares o miles de personas no solo es difícil creer que nuestro esfuerzo extra puede tener un impacto real, sino que se incrementan las posibilidades de que algún vago o un cafre eche por tierra nuestra dedicación con su comportamiento. Así que no creo que haya mucha gente que se vea motivada por esta zanahoria salvo que se trate de una cuantiosísima suma y se tenga gran poder de decisión, o bien se trabaje en una firma de media docena de empleados.

Pasemos ahora a los niveles intermedios: división, país, área, departamento, equipo, etcétera. Opino que el único nivel digno de consideración es el de equipo, pues los otros tienen el mismo problema que el nivel global. Aquí encontramos los problemas de siempre. Por una parte, ¿por qué voy a sudar yo si el inútil este que tengo al lado no hace nada? Por otro, ¿por qué voy a esforzarme más si los que me rodean ya están trabajando de más y puedo ganar la recompensa sin hacer mi parte?

Nadie quiere ser el pringado que se deja la piel y ve como los demás se llevan parte del botín sin haber dado palo al agua así que, en el mejor de los casos, probablemente nadie hace más de lo que haría normalmente. Digo «en el mejor de los casos» porque los incentivos de equipo pueden afectar negativamente a la dinámica de grupo y empeorar la productividad. Por ejemplo, puede haber trabajadores que sí hagan un esfuerzo adicional para tratar de lograr la paga extra que acaben odiando a los compañeros que no se esfuerzan más de lo habitual. Por otra parte, es posible argumentar que todas las recompensas grupales son injustas per se, ya que no todos los miembros del equipo tienen los mismos talentos y capacidades, y lo normal es que unos sean mejor que otros aun cuando todos obren de buena fe y se esfuercen al máximo. Finalmente, los equipos, igual que los individuos, pueden dedicarse a aquellos cometidos que les aseguren cobrar la paga extra en lugar de atender el trabajo que realmente debe hacerse.

Continuará

lunes, 27 de marzo de 2017

Pesadilla en la cocina (III)

El arquetipo del genio que llega a una empresa en sus horas bajas y la lleva a lo más alto (¿alguien ha dicho «Steve Jobs»?) es, como dijimos, material para una buena historia de autoengaño con grandes dosis de falacia narrativa. Aún así, es uno de esos argumentos que nunca pasan de moda. La primera historia basada en esa premisa que yo recuerdo consistía en aquella variante en la que un superdotado del deporte se incorpora a un equipo mediocre para acabar conquistando títulos. Les hablo del anime Kyaputen Tsubasa, traducido en España como Supercampeones.

Foto de a.pitch
Probablemente recuerden la serie: un chico talentoso con el balón llega a un equipo infantil que perdió el año anterior su partido con el eterno rival por 30-0 y, gracias a él, ese año logran terminar empatados tras conseguir marcarle dos goles a un portero que nunca antes había sido batido. De hecho, toda la serie gira alrededor de equipos en los que hay una o dos superestrellas, siendo el resto jugadores de relleno sin prácticamente ninguna influencia en el resultado final. El mensaje que llegó a mi cerebro infantil estaba bastante claro: para triunfar hace falta tener a los mejores.

¿Cómo se atrae el talento a una compañía? Dado que la mayor parte de nosotros trabajamos principalmente para poder subsistir lo primero que nos viene a la mente es el sueldo. Empero, como dicen en inglés: «If you pay peanuts, you get monkeys»; los genios no cobran el salario el mínimo. Por supuesto, hay muchos otros factores que pesan a la hora de decidir dónde trabajar (autonomía, tipo de jefe, prestigio, misión, etcétera) pero esta vez nos centraremos en el vil metal.

Como ya vimos en su momento, las empresas están sometidas a un proceso de selección natural invertido según el cual la «crema» es consumida constantemente (los mejores trabajadores son contratados por otras compañías) y lo que queda es el remanente de varios años de haber ido perdiendo lo mejor que se tenía. Este proceso es mucho más evidente cuando la economía está en fase ascendente y el mercado de trabajo «se mueve», esto es, aparecen ofertas regularmente.

La rotación de personal no es un problema únicamente porque nos quedemos sin lo más granado sino porque se pierde también conocimiento propio de la compañía y hay que reorganizar los equipos. Las personas no son tan fungibles como las bombillas: cambiar una por otra puede resultar en dinámicas totalmente diferentes y en resultados completamente distintos (a veces para bien y a veces –lo que es más probable cuando se paga con cacahuetes– para mal). Por otro lado, a los mejores les gusta trabajar con los mejores: tener un equipo de renombre es un buen reclamo para atraer aún más talento, un ciclo virtuoso que es el opuesto exacto al proceso de selección negativa que hemos mencionado.

Resumiendo, esta sería la premisa: para tener éxito como empresa hay que tener a los mejores trabajadores, y para tener a los mejores trabajadores hay que pagar los mejores sueldos. La pregunta es ¿hasta qué punto es cierto ese razonamiento?

Ya que hemos empezado hablando de fútbol echemos un vistazo a la economía del deporte rey para obtener una primera impresión. No les sorprenderá saber que los equipos que pueden permitirse pagar los sueldos de gente como Messi y Cristiano Ronaldo son los que más títulos ganan:

Perhaps the most compelling evidence of the unimportance of the manager comes from work by sports economists on the strong correlation between wages and wins in football. What matters more than who’s on a club’s team-sheet, their thinking goes, is what sort of figures are on your spreadsheet.
[...] we took a decade’s worth of Premier League wage and league-rank data from Deloitte’s annual financial reports – only we fast-forwarded to the most recent decade to cover the 2001/02–2010/11 period. A picture of consistency emerged. Wages and league position go hand-in-hand, and the connection is tight: the higher the club’s wages relative to the league average over the course of the decade, the higher up the table the club finished.
For the past decade in the Premier League, wages explain 81 per cent of the variation in average final position. [...] The message is clear: if you pay better you do better.
Pero como bien nos hizo ver el Real Madrid de Florentino Pérez y los «galácticos» de su primera época (Zidane, Ronaldo, Figo, Roberto Carlos, Beckham) no basta con eso. Suponer que juntar en un mismo equipo a todas las estrellas del momento hará que su excelencia se multiplique es uno de esos razonamientos que funciona en la lógica pero no en la práctica. El hecho cierto es que un equipo, ya sea de deportistas o de trabajadores, es un sistema y, cuando hablamos de sistemas, no debemos tener en cuenta solo las piezas sino también cómo interactúan entre ellas:

[E]stamos obsesionados con las componentes excelentes [...] pero solemos prestar poca atención a cómo coordinarlos bien entre sí. [Donald] Berwick nos indica lo erróneo de esta forma de ver las cosas: «Cualquiera que entienda de sistemas sabrá inmediatamente que optimizar las partes no es la vía adecuada para llegar ala excelencia sistémica». Da como ejemplo un famoso experimento intelectual consistente en tratar de fabricar el mejor coche del mundo reuniendo las mejores piezas del mundo entero. Conectamos el motor de un Ferrari, los frenos de un Porsche, la suspensión de un BMW y la carrocería de un Volvo. «Lo que se obtiene, por supuesto, no se parece nada a un coche estupendo; lo que obtenemos es un montón de chatarra carísima».
Yo he podido presenciar en primera línea algunas de las formas en que el elenco de estrellas puede hacer descarrilar el tren. He visto, por ejemplo, a equipos formados por trabajadores excelentes lograr resultados paupérrimos por convertir toda tarea asignada en un concurso de longitud fálica y distancia de micción. He visto a cracs ir por libre, abandonando el trabajo en equipo por considerar a sus compañeros seres inferiores, afrontando cada proyecto como una guerra de un solo hombre en la que ellos asumían el papel de Rambo. Y, por supuesto, he sido testigo del juego político, el autobombo y todas las conductas por el estilo para hacer destacar la importancia de uno mismo en relación a los demás.

Personalmente, estoy obsesionado con el talento. A mí me gustaría trabajar con los mejores pero no soy lo suficientemente competente como para ser contratados por las compañía en las que trabajan. Mi empresa tampoco está por la labor de cambiar su política de contratación basada en gente inexperta y becarios (resultado indirecto de unos salarios por debajo del mercado) así que no confío en que un día sienten a mi lado a un ingeniero de Netflix. Como consecuencia de lo anterior, tendremos que seguir jugando con los Joselu, Deyverson y Sergio León en lugar de con Luis Suárez y Benzema.

Afortunadamente, aún en estas situaciones hay esperanza. Recordemos que el funcionamiento de un sistema (una empresa) es el resultado de sus piezas y de cómo estas interactúan entre ellas. Si no se cuenta con las mejores piezas habrá que optimizar cómo se coordinan entre ellas.

Consideremos la Fórmula 1, donde el sistema está formado por un conductor y su coche. Si no podemos pagar la ficha del mejor piloto, podemos compensarlo teniendo mejor coche. Y al revés: si nuestro coche no es muy potente mejor será tener un buen piloto que le saque todo el partido. En cualquier caso, notemos cómo el resultado deportivo aquí está ligado al eslabón más débil: aunque Hamilton diera el cien por cien a bordo del Sauber no lograría más que un puñado de puntos a lo largo del campeonato.

Michael Kremer, un economista de Harvard, escribió un artículo en 1993 en el que teorizaba cómo el límite establecido por el eslabón más débil afecta a los procesos de producción:

Kremer’s insight was that many production processes – any time a group of people assemble to work together – are divided into ‘a series of tasks, mistakes in any of which can dramatically reduce the product’s value’ or the overall success of the group’s efforts.
One mistake, one slip, by one individual and the whole is affected.
In general, workers execute a task with a certain efficacy. The most skilled worker may do a task at 100 per cent, while his less talented, motivated or knowledgeable co-workers make errors with varying frequency and scale, so that their individual quality on this task is 95 per cent, 82 per cent and so on. Sometimes in life, these errors add up but they won’t cause a catastrophe. But in the kind of production process Kremer is worried about, the errors multiply rather than add up; the result, therefore, can be fatal.
De nuevo quizá se entienda mejor con un ejemplo deportivo: de nada sirve que nuestro delantero marque cuarenta goles por temporada si nuestro portero encaja ochenta. Eso significa, como argumentan Anderson y Sally, que el fútbol (a diferencia, por ejemplo, del baloncesto), es un deporte de eslabón débil: el éxito o el fracaso no está determinado solo por lo que se hace bien sino también por lo que no se hace mal.

Esa es, por tanto, la esperanza de los negocios que no pueden permitirse a los mejores trabajadores y cuyo proceso de producción está limitado por el eslabón más débil: no cometer errores. Como reza el dicho, saber lo que no hay que hacer es, en ocasiones, tanto o más importante que ser conscientes de lo que hay que hacer.

Continuará.