lunes, 21 de julio de 2014

Historia de un esclavo

En Anarquía, Estado y utopía, Robert Nozick desarrolla lo que él llamó «la historia del esclavo». Considere la siguiente secuencia de casos, nos dice este filósofo, e imagínese que se trata de usted:
«1) Hay un esclavo completamente a merced de los caprichos de un amo inhumano. Con frecuencia es cruelmente golpeado, llamado en medio de la noche, etcétera.
2) El amo es más amable y golpea al esclavo sólo por infracciones establecidas a sus reglas (no completar la cuota de trabajo, etcétera). Le da al esclavo algún tiempo libre.
3) El amo tiene un grupo de esclavos y decide cómo deben repartirse las cosas entre ellos sobre bases adecuadas, tomando en consideración sus necesidades, méritos, etcétera.
4) El amo deja a sus esclavos cuatro días para ellos y exige que trabajen sólo tres días a la semana en su tierra. El resto del tiempo es suyo.
5) El amo permite a sus esclavos salir y trabajar en la ciudad (o en cualquier parte que quieran) por un salario. Les exige solamente que le envíen tres séptimos de sus salarios. También retiene el poder de llamarlos a la plantación si alguna emergencia amenaza su tierra; así como el de elevar o bajar la cantidad de tres séptimos requerida que se le debe entregar. Retiene además el derecho de impedir a sus esclavos participar en ciertas actividades peligrosas que amenazan su utilidad financiera, por ejemplo montañismo, fumar cigarrillos.
6) El amo permite a cada uno de sus 10 000 esclavos, con excepción de usted, votar, y la decisión conjunta es tomada por todos ellos. Hay discusión abierta, etcétera, entre ellos, y tienen el poder de determinar a qué usos destina cualquier porcentaje de las ganancias de usted (y las de ellos), que decidan tomar; qué actividades pueden prohibírsele a usted legítimamente, etcétera.
[...]
7) Aunque aun no teniendo voto, usted está en libertad (y se le da el derecho) de asistir a las discusiones de los 10 000 y tratar de persuadirlos de que adopten varias políticas y tratarle a usted y a sí mismos de cierta manera. Ellos a continuación votan para decidir sobre las políticas que cubren el vasto ámbito de sus poderes.
8) Como atención a las útiles contribuciones de usted a la discusión, los 10 000 le permiten a usted votar en caso de empate; ellos se comprometen a este procedimiento. Después de la discusión, usted asienta su voto en una hoja de papel; ellos prosiguen y votan. En la eventualidad de que se dividan en partes iguales sobre algún problema o alguna cuestión, 5 000 a favor y 5 000 en contra, ellos miran la boleta de usted y la cuentan. Esto nunca ha sucedido todavía; nunca han tenido la ocasión de abrir su boleta. [...]

9) Ellos echan el voto de usted con el de ellos. Si ellos están exactamente empatados, el voto de usted decide la cuestión. De otra manera no produce ninguna diferencia en el resultado del sufragio.
La pregunta es: ¿cuál transición, desde el caso número 1 al caso número 9, hizo que dejara de ser la historia de un esclavo?»
Foto de BlueRobot
Nozick criticaba así el estado democrático moderno, en el que los gobernantes (que en esta historia serían nuestros amos) tienen una vasta panoplia de poderes sobre sus ciudadanos y violan de esa manera sus derechos (por ejemplo, al quedarse con su dinero vía impuestos). Pero lo que me interesa hoy no es su justificación del Estado mínimo, sino la pregunta que plantea al final: ¿en qué momento deja de ser la historia de un esclavo?

La historia de Nozick es un ejemplo de paradoja sorites o paradoja del montón (también conocida como paradoja del calvo). Se suele atribuir a Eubúlides de Mileto, un filósofo griego de la escuela megárica contemporáneo de Aristóteles. Es una paradoja que surge con los argumentos graduales. Por ejemplo, cuando tratamos de averiguar en qué momento un montón de arena deja de serlo según vamos quitando grano a grano:
«Diez mil granos convenientemente dispuestos constituyen un montón. Pero no hay ningún momento en que, retirando un único grano, convirtamos una acumulación de granos que constituyen un montón en algo que no lo es. Si seguimos quitando granos –pongamos por caso 9.999 veces–, no hay ningún momento en que el montón deje de serlo. Sin embargo, sabemos perfectamente que un único grano no constituye un montón.»
Del mismo modo ¿en qué momento, desde los esclavos del antiguo Egipto hasta la semana laboral de menos de treinta horas con un mes de vacaciones, deja de ser la historia de un esclavo? Al fin y al cabo, actualmente las empresas se quedan con los beneficios que obtienen con nuestro trabajo, y el Estado se mantiene a sí mismo con lo que nos quita mediante impuestos. Aunque en los países desarrollados cada vez se trabajan menos horas y las vacaciones no son ya únicamente para los más privilegiados, buena parte del fruto de nuestro esfuerzo es tomado por otros (los políticos y los bancos, por ejemplo) sin que podamos negarnos. Así pues, nos guste o no, el hecho es que no producimos únicamente para nosotros mismos. Por otro lado, la mayoría no podemos permitirnos el lujo de no trajinar por lo que, aún en ausencia de un amo que nos obligue a ello, estamos obligados a laborar, hasta el punto de que es una de las actividades a la que más horas del día dedicamos. La diferencia más palpable con la esclavitud en la Antigüedad tal vez sea que las personas ya no son compradas y vendidas como mercancías, aunque viendo cómo tratan las empresas a sus empleados es difícil no pensar que aún se considera a los trabajadores piezas desechables. Eso es aún más notable en los procesos de selección donde hay muchísimos candidatos para muy pocos puestos; ahí las grandes cadenas de tiendas ni siquiera disimulan su visión de los solicitantes como instrumentos de ganancias y objetos de uso.

El lector interesado puede encontrar algunas respuestas no definitivas que diferentes filósofos han dado a la paradoja sorites en la enciclopedia de filosofía en línea de la universidad de Stanford o en el libro de Michael Clark. Lo que me preocupa llegados a este punto no es resolver la paradoja en sí, sino el problema suscitado por quienes se aprovechan de las motivaciones intrínsecas de la gente, y cómo algunos se dejan llevar por ellas hasta el punto de sumirse voluntariamente en un régimen de esclavitud mal adornado. Ha llegado el momento de hablar de Zappos.

Zappos es una empresa de venta de zapatos por internet. Su proceso de selección de personal para el departamento de atención al cliente (o, como lo llaman ellos, Customer Loyalty Team) es un tanto curioso. Lo que hacen, explica Dan Ariely, es seleccionar a unos cuantos candidatos y entrenarlos durante una semana. Después, a cada uno de ellos le ofrecen dos mil dólares por no aceptar el trabajo. Sí, han leído bien: dos mil dólares por no aceptar el trabajo (si les interesa creo que pueden intentarlo aquí, aunque ahora mismo no hay ninguna vacante). ¿Qué sentido tiene ofrecer dinero por no ser contratado? Según Ariely, hay dos razones principales. La primera es que así filtran a aquellas personas poco o solo medianamente interesadas en el puesto. La segunda consiste en sustituir la motivación extrínseca por la intrínseca. Con el fin de reducir la disonancia cognitiva, quienes rechazan el dinero se convencen a sí mismos de que están realmente interesados en trabajar en Zappos. Al fin y al cabo, ¡renunciaron a dos mil dólares! ¿Por qué iban a hacerlo si no fuera porque les encanta trabajar ahí? Adicionalmente, haber dedicado una semana a intentar ser contratado hace que lo aprecien aún más, ya que valoramos más aquello por lo que hemos trabajado. De esta manera la empresa mantiene la calidad de la atención al cliente al contar únicamente con empleados motivados, a pesar de que sigue siendo un trabajo mal pagado. Al parecer les da resultado: los clientes están muy satisfechos con el servicio y la plantilla parece bastante contenta. Si visitan la sección de cultura empresarial de su sitio web verán cómo parece que trabajan en oficinas de gominola situadas en la Calle de la Piruleta.

Obviamente, esta estratagema no es aplicable a todas las empresas y trabajos. Las grandes corporaciones que cuentan con miles de candidatos para un solo puesto de trabajo y con una amplia clientela ya consolidada ni lo considerarían. Sus empleados ya cuentan con la motivación del miedo a perder su empleo, lo cual no produce empleados felices, pero sale muy barato. Por otro lado, las labores mecánicas y repetitivas responden mejor al mero incentivo económico, y sería absurdo tratar de dotarlas de cierta trascendencia. Quienes –como yo– hayan trabajado de reponedores en una gran cadena de supermercados sabrán a qué me refiero.

David Hume, ese observador tan perspicaz de la conducta humana, escribió:
«Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, pues la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión. La opinión es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a los más populares y libres.»
Para Chomsky esta visión explica por qué las élites cuidan tanto el adoctrinamiento y el control de pensamiento, algo patente en su obsesión por controlar los medios de comunicación. ¿Qué mejor esclavo, me pregunto yo, que aquel que se convence a sí mismo (ayudado por quienes mandan) de que no lo es? Personas como Samuel, de quien les hablé la semana pasada, que trabajan turno doble por iniciativa propia (a veces hasta el punto de morir), convencidos de que lo hacen porque deben, porque quieren, porque les gusta o porque es su pasión. Precisamente por esto dije en aquel entonces que la diligencia puede volverse en contra de uno. Y aún así, considero a Samuel un afortunado entre quienes somos esclavos de nuestro salario (la mayoría de trabajadores, mucho me temo), ya que su creencia le permite edulcorar y hacer más digestible la realidad. Ya saben, sarna con gusto no pica, y todo eso. Lo explicó Pío Baroja, cuando escribió que la naturaleza crea al esclavo y le da el espíritu del esclavo:
«la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria. Tú sabes cómo se hacen las abejas obreros; se encierra a la larva en un alveolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre.»
Hay una frase que se suele atribuir incorrectamente a Mark Twain que dice que la historia no se repite, pero rima. Yo he encontrado una posible rima de la situación actual en los recuerdos de Orwell sobre la guerra civil española. Solo hay que cambiar las nacionalidades mencionadas por las empresas que se les ocurra y la «ración de comida» por «salario mínimo»:
«Pues bien, la esclavitud ha reaparecido ante nuestras propias narices. Los polacos, rusos, judíos y presos políticos de todas las nacionalidades que construyen carreteras o desecan pantanos a cambio de una ración mínima de comida en los campos de trabajo que pueblan toda Europa y el norte de África son simples siervos de la gleba. Lo más que se puede decir es que todavía no está permitido que un individuo compre y venda esclavos.»
Y así, como el mismo Orwell dice, generación tras generación, centenares de millones de esclavos en cuyas espaldas se apoya la civilización mueren sin dejar testimonio de su existencia, y acaban durmiendo en el más profundo silencio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario