lunes, 14 de julio de 2014

Diligencia

Hay personas que tienen una ética de trabajo asombrosa. Yo siempre he tenido el ejemplo en casa, con mi padre. Nacido en una pequeña aldea perdida en el monte, dejó pronto el colegio para ponerse a trabajar y no ha parado hasta hoy. Durante prácticamente toda su vida mi progenitor se ha levantado antes del amanecer y se ha acostado de madrugada. Los fines de semana hacía extras porque con su salario habitual (más el de mi madre) no le llegaba para cuidarnos. En vacaciones, cuando volvía unos días a su aldea natal, se dedicaba a tareas de la granja: ir a por la leña, alimentar a los animales, cuidar el huerto, recoger la miel... Cada vez que oigo a un rico decir que su éxito se debe solamente a lo mucho que ha trabajado río con sorna por dentro; la única forma de que el tipo de turno haya bregado más que mi padre es que haya vivido en un mundo donde el día tiene más de veinticuatro horas.

Foto de drhenkenstein
Cuando leí Rebelión en la granja enseguida identifiqué a mi padre con el personaje de Boxer. Por si no han leído la novela (les recomiendo que lo hagan), se trata de una fábula satírica en la que los animales de una granja se rebelan contra los humanos que los gobiernan y logran expulsarlos, tomando el control de la hacienda. Los animales se organizan entonces por sí mismos en un nuevo sistema de gobierno con los cerdos al frente. Boxer es uno de los dos caballos de tiro que viven en la granja, poseedor de una fuerza descomunal y una disposición a trabajar fuera de lo común:
«Todos admiraban a Boxer. Había sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora más bien semejaba tres caballos que uno; en determinados días parecía que todo el trabajo descansaba sobre sus forzudos hombros. Tiraba y arrastraba de la mañana a la noche y siempre donde el trabajo era más duro. Había acordado con un gallo que, éste, lo despertara media hora antes que a los demás, y efectuaba algún trabajo voluntario donde hacía más falta, antes de empezar la tarea normal de todos los días. Su respuesta para cada problema, para cada contratiempo, era: «¡Trabajaré más fuerte!»; era como un estribillo personal.»
Poco podía imaginar yo al leer aquello con catorce o quince años que en la vida me toparía con más de un Boxer. He tenido y todavía tengo compañeros que, como mi padre o como Boxer, trabajan muchas más horas de las que les son pagadas, incluyendo noches y fines de semana, mes tras mes, año tras año. Siempre he sentido curiosidad por conocer los motivos que les llevan a actuar así. Como soy un cotilla entremetido alguna vez se lo he preguntado directamente. Sus respuestas son variopintas: «si no lo hago yo, se queda sin hacer», «es muy interesante», «es un reto», «estoy recuperando el tiempo perdido», «si no me entretuvieran con fuegos mientras estoy en la oficina no tendría que trabajar fuera de horas».

En su curso de introducción al comportamiento irracional, Dan Ariely ofrece una visión de conjunto acerca de los motivos que tenemos para trabajar. Simplificando mucho la cuestión, hay dos grandes categorías de incentivos: intrínsecos y extrínsecos. El dinero, la principal razón que nos hace aplicarnos a la mayoría, es un motivador extrínseco. Pero, como saben, también hay personas que no necesitan el dinero y aún así continúan trabajando. Sus incentivos son intrínsecos: orgullo, reputación, camaradería, logro, realización, ayudar al mundo, etcétera (mi profesor de autoescuela tenía una razón más prosaica: volvió al tajo tras la jubilación sencillamente porque se aburría en casa). Cada persona y cada empleo tiene su propia combinación de ambos tipos. Mi padre, camarero para más señas, siempre ha dado el callo porque necesitaba el dinero para mantener a su familia y, en parte, porque en algunos restaurantes tenía buenos amigos. Es difícil sentirse realizado transportando comida. Por el contrario, para algunos de mis compañeros la paga es un aspecto secundario (de lo contrario ya se habrían mudado, pues ofertas no les faltan). Ellos valoran más la libertad de acción que tienen actualmente, la calidad de sus compañeros, lo interesante de sus labores, la autonomía que disfrutan, etcétera.

El peso relativo de los factores intrínsecos y extrínsecos puede variar con el tiempo. Por ejemplo, es posible que al principio de la carrera profesional se quiera trabajar más con el fin de ahorrar para tener hijos más adelante, mientras que en las fases más tardías se opte por trabajar menos y en labores más significativas. A veces el cambio se produce de manera inconsciente y tiene efectos curiosos. Si empiezan a pagarnos por algo que hacíamos motu propio (por alguna motivación intrínseca) es muy probable que más adelante no queramos seguir haciéndolo si no seguimos recibiendo la recompensa monetaria. Este cambio de motivación intrínseca a extrínseca se conoce como efecto de sobrejustificación. Lo contrario también es posible: cuando la paga no es muy buena podemos dar más valor automáticamente a las motivaciones intrínsecas, de manera que no quedemos ante nosotros mismos como unos pringados que se dejan el culo por una paga miserable. Es una forma de reducir la disonancia cognitiva, esa tensión psicológica que se produce cuando nuestro comportamiento no casa con nuestras creencias.

Samuel –llamémosle así– es uno de esos compañeros tan diligentes a los que me he referido al principio. Su motivación es principalmente intrínseca. A mí la situación en la que se haya envuelto me recuerda a la del tráfico en las grandes ciudades: por muchas horas que dedique (por muchas carreteras que haya) siempre estará saturado, porque hay una gran cantidad de tráfico latente (trabajo) esperando ser despachado. A Samuel eso no parece importarle, lo cual me hace pensar que quizá sea, sencillamente, un adicto al estado de flujo que su labor le proporciona. Él es, dicho sea de paso, una de esas víctimas de la maldición de la competencia y de los jefes incompetentes de las que hemos hablado últimamente. Su ímprobo esfuerzo, poco apreciado y nunca recompensado, me recuerda aquel verso del Cantar de Mio Cid: «¡Dios qué buen vasallo, si oviesse buen señor!».

Samuel es, como digo, una persona de diligencia extrema. Creo que la diligencia es una cualidad tan deseable como escasa. El cirujano Atul Gawande, en su libro sobre cómo rendir mejor, señalaba que gracias a ella se pueden conseguir grandes cosas allí donde el logro no depende del talento, sino simplemente del esfuerzo cuidado, constante y concienzudo:
«[C]uando se concibe la diligencia como el requisito fundamental para alcanzar grandes logros, se presenta como uno de los retos más arduos a los que pueda enfrentarse cualquier grupo humano que asuma tareas arriesgadas y cargadas de consecuencias. Aumenta las esperanzas, aparentemente imposibles, depositadas en el rendimiento y la conducta humanas. Y no obstante, en medicina, alguna gente ha satisfecho esas esperanzas en un grado casi inconcebible. La campaña para erradicar la poliomielitis en la India fue uno de esos casos.»
Pero la diligencia posee también un lado oscuro. «Tiene un regusto de obcecación simplista»—observa Gawande. «Y si constituyera el objetivo principal en la vida de un individuo, sin duda esa vida se nos antojaría estrecha y poco ambiciosa». Como todas las virtudes, la diligencia debe administrarse con seso: se puede ser víctima de su exceso, lo mismo que de su defecto. Quede esto dicho aquí por ahora, y sea otro el momento de desarrollar este asunto.

En un momento dado de la historia (atención: spoilers) los cerdos de la granja de Orwell deciden que hay que construir un molino para suministrar electricidad a la granja. Este proyecto supone para los animales una tarea penosa, llena de dificultades inesperadas, con largas horas de trabajo e insuficiente comida. Pero Boxer nunca vacila. Le dice al gallo que le despierte tres cuartos de hora más temprano, en lugar de media hora. Después, una hora más temprano. En sus pocos ratos libres va a la cantera a juntar piedras y arrastrarlas al emplazamiento del molino. Considera los fallos de la granja como defectos suyos y su solución siempre es aplicarse más. «Trabajaré más fuerte». Poco a poco su salud va empeorando. Finalmente, un día de verano, poco antes de su duodécimo cumpleaños, Boxer tiene un grave accidente mientras trabaja y ya no puede levantarse. Tras permanecer unos días en el establo, un furgón contratado por los cerdos viene a llevárselo. En el letrero del furgón se puede leer: «Alfredo Simmonds, matarife de caballos y fabricante de cola, Willingdon». Los cerdos le dicen a los otros animales que no se preocupen, que en realidad es el veterinario, que le ha comprado su furgón al descuartizador y aún no ha cambiado el cartel. Se celebra un funeral a la memoria de Boxer y se confecciona una gran corona con laurel para ser colocada sobre su tumba. Por último, se programa un banquete conmemorativo en su honor. Sin embargo, el ágape finalmente no tiene lugar, pues los cerdos se pasan la víspera de fiesta, bebiéndose un cajón entero de whisky que un almacenista trajo ese día desde Willingdon.

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