domingo, 14 de noviembre de 2010

Cuando un tonto coge una linde


Por aquel entonces yo tenía catorce o quince años. Estaba en el instituto y, como pasa a esas edades, me había "enamorado" de una chica. Tras algunos torpes intentos de flirteo, una amiga común que tenía con aquella chica me hizo saber: "Dice que no quiere nada contigo."

Vaya por dios. Recuerdo que primero sentí una punzada en el estómago. Después hice lo que cualquier humano haría en mi situación: negar la realidad. Pensé "ya cambiará de opinión". Cegado por los sentimientos propios de la adolescencia me aferré (durante demasiado tiempo) a la metáfora del agua que horada la piedra, y seguí al acecho.

Huelga decir que aquello no llegó a ninguna parte. Ahora es fácil ver que fuí un cabezota; es la falacia narrativa. Pero si hubiera logrado lo que me proponía no hubiera sido cabezota, sino tenaz. Cuando la diferencia entre una cosa y la otra la marcan los resultados ¿cómo decidir si perseverar o abandonar? ¿Cómo saber cuándo es suficiente?

Me temo que la respuesta es: no hay manera. No podemos saber qué hubiera pasado de haber elegido la opción contraria. No podemos aprender de la experiencia (ni propia ni ajena), porque las situaciones no son siempre exactamente iguales. Pienso que se trata, simplemente, de apostar. Una apuesta cruel ya que, como poco, vas a perder tu tiempo y tu energía. Además,  siempre te quedará la duda de qué hubiera ocurrido si hubieras continuado intentándolo un poco más.

Solo puedo desearle suerte al lector.