Dos veces por semana, un amigo mío le visita como su osteópata personal. Su misión es movilizarle las articulaciones, levantarle y, en la medida de lo posible, frenar su atrofia muscular.
Antonio también tiene demencia senil. Cuando mi amigo está con él, a veces le dice que tiene que darse en terminar la sesión para poder ir a recoger a una novia suya que tiene en Barcelona. Alterna fases de delirio con fases de lucidez. Es en esos momentos, cuando mi amigo le anima («vamos abuelo, más fuerte», «ánimo, siga») es cuando él pregunta «para qué». Para qué tiene que hacer sus ejercicios. Por qué tiene que esforzarse, si no vale de nada. Se mira a sí mismo y se ve acabado.
El de 7 Abril mi abuelita materna cumplió ochenta años. Cuando le pregunté qué era lo mejor que le había pasado en la vida no estaba preparado para su respuesta: «no lo sé», respondió. Solo después de un rato mencionó lo esperable: sus hijos y su marido (fallecido cuando mi madre tenía quince años). Mi «ita» no ha tenido una vida fácil, aunque ahora vive cómoda y desahogadamente en una casa para ella sola, con su perra y suficiente salud como para no necesitar ayuda en las actividades de la vida diaria. Pasa sus días viendo la televisión y ojeando revistas del corazón, comiendo cada vez menos, saliendo cada vez menos a la calle por miedo a caerse (se ha roto los dos codos y un tobillo en sendas caídas). En cada visita la veo más triste, apagada y marchita. Cuando le proponemos actividades suele responder con un «yo soy muy vieja ya». Mi abuela ha bajado los brazos. Se ha rendido.
A propósito de los heridos graves en combate, escribe Atul Gawande:
«Sigue siendo una incógnita saber cómo podrán vivivr y funcionar él y otros como él. [...] Jamás hemos tenido que enfrentarnos al desafío de rehabilitar a personas con heridas tan graves. Apenas estamos empezandoa a averiguar lo que hay que hacer para ofrecerles la posibilidad de una vida que valga la pena.»
Creo que lo mismo nos pasa con nuestros mayores (hablo de la sociedad en la que vivo, que es la única que conozco). Tengo la impresión de que fallamos en conseguir que los ancianos (cada vez más ancianos) mantengan las ganas de vivir, la motivación, las fuerzas para seguir adelante. Esterotipados y, en ocasiones, apartados en residencias, se quedan sin función ni propósito, quizá sintiéndose como un estorbo.
Por eso no me parece mal, en cierto modo, que los abuelos cuiden de los nietos. Porque darles responsabilidad (en grado adecuado) les viene bien. Pienso que deberíamos encontrar la manera de que los últimos diez, veinte o treinta años de vida no se reduzcan a esperar la muerte sentados enfrente de la puta tele.