lunes, 22 de septiembre de 2014

Ser raro

                                   «Normal es el que sigue la norma. Si la norma es ser raro, ser raro es lo normal, y el más normal será el más raro.»

—Camera café

Hay una escena de Padre made in USA (American Dad) en la que Steve entra en su instituto con un aparatoso corsé para la espalda, claramente visible, que le han puesto como tratamiento de su escoliosis. Nada más cerrarse la puerta tras él se hace el silencio, uno de los alumnos le señala al tiempo que grita «¡diferente!» y todos –incluido sus amigos– empiezan a lanzarle a Steve lo que tienen a mano. A pesar de que su padre le explicaba antes de ir a clase que a nadie le importaría su nuevo aspecto, que lo que importa es lo que uno lleva dentro, Steve vuelve a casa con la palabra «Loser» escrita en la frente.

Por lo que parece ese maltrato al que se sale de la norma debe de ser algo bastante habitual en los institutos de Estados Unidos. En la pasada Comic Con de Denver una niña que estaba sufriendo en su escuela un trato en cierto modo similar al de Steve le preguntó al actor Will Wheaton si a él en el colegio le llamaban nerd. El vídeo con la respuesta de Wheaton logró cierta notoriedad, llegando incluso a la portada de Reddit, y el propio actor le dedicó un artículo en su blog.

When I was a boy I was called a nerd all the time—because I didn’t like sports, I loved to read, I liked math and science, I thought school was really cool—and it hurt a lot. Because it’s never ok when a person makes fun of you for something you didn’t choose. You know, we don’t choose to be nerds. We can’t help it that we like these things—and we shouldn’t apologize for liking these things.
I wish that I could tell you that there is really easy way to just not care, but the truth is it hurts.
[...] When a person makes fun of you, when a person is cruel to you, it has nothing to do with you. It’s not about what you said. It’s not about what you did. It’s not about what you love. It’s about them feeling bad about themselves. They feel sad.
[...]
And I will tell you this — it absolutely gets better as you get older.
I know it’s really hard in school when you’re surrounded by the same 400 people a day that pick on you and make you feel bad about yourself. But there’s 50,000 people here this weekend who went through the exact same thing—and we’re all doing really well.

So don’t you ever let a person make you feel bad because you love something they decided is only for nerds. You’re loving a thing that’s for you.
Foto de Nick Wheeler
Lo que me interesa de sus palabras no es el pseudoanálisis freudiano sobre los motivos del abusón sino la parte en la que le asegura a la niña que todo mejorará cuando se haga mayor. Lamentablemente, mi propia experiencia me dice que no va a haber caso (a menos que se haga rica y famosa, claro). El castigo al que es diferente no cesa en la vida adulta, solo se disfraza. La escena de Steve de la que les hablaba tiene un equivalente en su versión de adulto en otra comedia.

En el decimoséptimo episodio de Cómo conocí a vuestra madre, Marshall comienza una pasantía en la empresa de Barney. Ya el primer día vuelve a casa quejándose de que sus compañeros son imbéciles, pues se burlan de él y le marginan al no seguir al grupo en sus bromas obscenas. Cuando le pide consejo a Barney este le dice que piense en la frase del póster de los pingüinos que cuelga en su pared. Entonces Marshall lee la frase al pie de la imagen:
Marshall: «Semejanza. Es al diferente al que se abandona en el frío». ¿Esto es un póster motivacional?
Barney: Mírate, Marshall, no eres feliz. ¿Y sabes por qué? Porque eres diferente. Escucha, puedes aprender a amarte a ti mismo por ser el pequeño y singular copo de nieve que eres, o puedes cambiar por completo tu personalidad, que es mucho más fácil.
Ya se lo decía Kakashi a Sasuke en su primer entrenamiento: el clavo que despunta es el que recibe el martillazo. Lo que ocurre es que en la edad adulta los martillazos se trocan en comportamientos más aceptables socialmente. En lugar de golpes físicos se propinan puyas verbales o se llevan a cabo arteras maniobras de política de oficina, bien sea para beneficiar al que es semejante o bien para perjudicar directamente al que es diferente.

Lo paradójico del asunto es que, en mayor o menor media, todos nos tenemos por raros. Ello se debe en buena parte a que cada uno de nosotros tiene acceso a todos sus comportamientos y pensamientos, por lo que se es consciente de muchas extravagancias propias que se ocultan a los demás. Pero no solo nos tenemos por raros, en cierta medida también queremos ser raros. Nuestras singularidades soportan nuestra identidad en un contexto social, nos permiten vernos como una hormiga única en el conjunto del hormiguero. Por tanto, se da la curiosa circunstancia de que no nos gustan los que son diferentes pero al mismo tiempo cada uno de nosotros sí que quiere ser un tanto peculiar para diferenciarse de la masa del resto de individuos, una tensión que Alasdair MacIntyre recogió en su obra más conocida:

Nos encontramos en un mundo en que simultáneamente intentamos hacer predecible al resto de la sociedad e impredecibles a nosotros mismos, diseñar generalizaciones que capturen la conducta de los demás y moldear nuestra conducta en formas que eluden las generalizaciones que los demás forjen.
Yo llevo oyendo la cantinela del «qué raro eres» toda la vida, hasta el punto de que debe de ser la frase que más me dicen después del «buenos días». Los miembros de mi propia familia son los primeros en recordármelo periódicamente. Séame permitido decir aquí que soy el primero que desea no ser como soy, pero en ocasiones uno tiene que conformarse con lo que la naturaleza le da. Como dice Wheaton, no podemos evitar que nos guste aquello que nos gusta. El problema surge cuando nuestras costumbres o nuestros gustos no son «normales». Sin embargo, como decía el personaje de Arturo en Camera Café, «normal es el que sigue la norma», y esa norma establecida es mucho más contingente de lo que parece en principio, ya que está subordinado al contexto. «Lo normal» depende, por ejemplo, de la edad que uno tenga. Un veinteañero me comentaba hace unas semanas que le costaba conectar con sus compañeros de trabajo, cuya media de edad superaba los treinta y cinco. Yo también viví esa situación hace años. En efecto, tal como me decía, la diferencia de edad hace que la comunicación sea más complicada. Además, el hecho de no compartir vivencias diarias similares al estar en distintas fases de la vida hace que incluso la charla intrascendente sea difícil y se reduzca normalmente al común denominador (el clima o el trabajo).

La norma también depende, y mucho, de la localización geográfica. Pensemos en el hecho de llevar un arma encima, algo considerado normal en Estados Unidos y excepcional en Europa occidental. Diferentes culturas tienen diferentes costumbres, y la mera circunstancia de haber nacido en uno u otro sitio puede acentuar nuestro sentimiento de diferencia, aun cuando seríamos perfectamente normales en otro país. No obstante, no siempre media un océano entre ambos extremos. A veces lo que para nosotros es normal está en la mesa de al lado. En la misma cantina, los comensales de una mesa hablan únicamente de fútbol mientras en la de al lado se habla de política, y en la de más allá de cotilleos de oficina. Los de la puerta solo hablan de trabajo y los del fondo, de la cría de reptiles. Cuando el dueño de los terrarios se pasa a la mesa de los futboleros empiezan las burlas y las miradas a la pantalla del móvil.

Es probable que hayan oído más de una vez, cuando alguien les describía a otra persona, la frase «es un poco raro». Suele pronunciarse en plan de advertencia, para que nos andemos con cuidado.  La mayor parte de nosotros no tenemos ni tiempo ni ganas de comprender las rarezas de los demás, sencillamente esperamos que se adapten y nos fastidia cuando no lo hacen.

Con la diferencia ocurre como con los medicamentos: el veneno está en la dosis. Un poco de rareza es esperable y necesaria, pero cuando es muy grande nos aísla de los demás. En este caso veo tres opciones. Podemos optar por conformarnos, adaptarnos y acomodarnos. Ello implica que tendremos que renunciar, al menos en ciertas situaciones, a parte de lo que somos, escondiendo nuestra verdadera personalidad en pos de la conformidad. Otra posibilidad es, como decía Barney, amarnos «por ser el pequeño y singular copo de nieve» que somos y reivindicar nuestra forma de ser. Sin embargo, esto no servirá para todas las personas y situaciones, pues la necesidad de ser como el resto es a veces muy intensa (especialmente en la adolescencia) y el sentimiento de diferencia puede acabar perjudicándonos. La última salida, y que quizá sea la más recomendable siempre que sea factible, es buscar y trasladarnos al lugar al que pertenecemos. A veces es tan sencillo como sentarse en otra mesa.

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