lunes, 17 de octubre de 2016

Mi bicho

Se llamaba Nube pero yo siempre me refería a ella como «mi bicho». Tenía catorce años. Su cabeza olía como a lapicero. Le encantaban los potitos y los canónigos. Era sumamente cariñosa y preciosa, con esos enormes ojos verdes, tan expresivos, y aquel lunar en el hocico que se le borró con el tiempo. Mostraba algunos comportamientos típicos de los gatos como el gesto de amasar, el jugueteo con tapones de botellas o el gusto por las cajas. En otros aspectos, sin embargo, no parecía un gato al uso: pasaba de los punteros láser y de los ordenadores portátiles.

Murió el pasado 19 de Agosto. Lo que empezó como una cojera causada supuestamente por un esguince resultó ser una metástasis de cáncer de pulmón. En cuestión de dos semanas empezaron a salirle heridas en los dedos y la cola que requirieron cirugía pero no mejoraron y hubo que plantearse la amputación. Para entonces estaba ya demasiado débil como para operarla. Falleció de noche, sin hacer un solo ruido, sin que ninguno de los que estábamos en casa nos enteráramos. Habíamos programado su eutanasia para el día siguiente.

Tuve que coger su cadáver, envolverlo en una manta y llevarlo en mi coche al veterinario. El dolor era abismal. Pasé el día en casa intentando centrarme en el trabajo, sin conseguirlo. Lloraba y me movía inquieto por toda mi habitación sintiéndome incapaz de soportar aquello.

Los gatos domésticos pueden vivir entre quince y veinte años, siendo la vida de los gatos mestizos superior a los de pura raza. La vejez de los felinos es muy breve y su salud se deteriora rápidamente al final:

Los seres humanos sufren de «envejecimiento», más o menos, en el último tercio de su existencia, pero en los gatos este período sólo se circunscribe a la última décima parte de su vida. Por lo tanto, sus años de achaques son misericordiosamente breves. La vida media se considera de unos diez años. Algunas autoridades en la materia lo hacen subir un poco, a unos doce años, pero resulta imposible ser exactos porque las condiciones del cuidado de los gatos varían mucho. La guía más exacta consiste en afirmar que un gato doméstico vive entre nueve y quince años, y sólo sufre de declive senil, más o menos, el último año de su existencia.
Me opuse a la eutanasia dos veces. No porque esté en contra de ella, sino porque tenía miedo a equivocarme y robarle días de vida. Pensaba que quizá estuviera mustia por la medicación, no por su enfermedad. También veía que no todas las señales indicaban en la misma dirección. Sí, se escondía debajo de la cama, algo que suelen hacer los gatos cuando van a morir, pero iba comiendo mejor, se mantenía bien hidratada y seguía aseándose.

Resulta que los gatos son animales muy duros y no es fácil saber cuánto dolor sienten, pues lo esconden muy bien. Además de eso, ningún veterinario supo darnos un pronóstico, si duraría un día, una semana, un mes o un año. Al final estaba tan delgada que acepté, aunque quise organizarle antes una fiesta de despedida que iba a tener lugar el día del óbito.

Su muerte hizo que me sintiera doblemente culpable. Primero, porque dudaba si no habría sido mejor haberla sacrificado aquella misma tarde como quería el resto de mi familia. Segundo, porque al fallecer así nos quedamos sin despedirnos de ella. La impresión que me quedó es que mi cabezonería había privado a los demás de esa despedida. Los primeros días tras su muerte no paré de preguntarme si acaso una de las opciones era mejor que la otra para ella. Si mi bicho hubiera podido hablar ¿habría preferido una muerte natural (aunque quizá más dolorosa) en su territorio como finalmente tuvo, o una eutanasia en un lugar frío y desconocido pero rodeada por quienes más la querían y yéndose de forma indolora?

Ante mis primeras negativas todos me decían lo mismo: que la gata estaba sufriendo. Yo me metía periódicamente debajo de la cama con ella para acariciarla y hacerle ronronear. Pensaba en cómo los humanos nos equivocamos al proyectar nuestras vivencias en los animales, error del que ya avisó un psicólogo inglés del siglo XIX:

Conwy Lloyd Morgan introdujo lo que se conoce como principio de parsimonia o canon de Lloyd Morgan. Dicho principio establece que no se deberá interpretar el comportamiento de un animal como el resultado de una facultad psicológica superior, mientras pueda explicarse como la consecuencia del uso de una facultad más simple (se trata de una versión psicológica del principio de economía de las causas de Guillermo de Occam).
Es indudable que los animales son capaces de padecer dolor físico. Si entendemos el sufrimiento como sinónimo de dolor entonces sí, los animales sufren. Pero hay un tipo de sufrimiento propio únicamente del ser humano causado por su capacidad de ensimismamiento. Sigan conmigo mis ideas.

Puede decirse que mi abuela está sufriendo ahora que necesita ayuda para todas las actividades de la vida diaria. Quizá lo que más le duele de todo es no poder andar. Se ve a sí misma –y así lo dice cuando habla con sus amigas– como una inútil, cuando hace tan solo seis meses vivía tan estupendamente sola en su casa. Por contra, mi gata (y los animales en general) no tienen –hasta donde sabemos– esa percepción de un yo pasado. Dudo que ella se observara a sí misma y se entristeciera pensando en los saltos tan ágiles que daba poco tiempo atrás. No creo que le supusiera un problema tenernos pendientes de ella para llevarla a su cajón a hacer sus necesidades. Sentía dolor, eso es cierto, pero no sufría torturada por sus propios pensamientos, no rumiaba la idea de que su vida ya no merecía la pena ser vivida.

He amado a ese pequeño animal durante catorce años, casi la mitad de mi vida. Dos meses han transcurrido desde que murió y la idea de que ha desaparecido para siempre es todavía un pensamiento por el que debo andar rápidamente para no hacerme daño, como una persona que camina sobre las brasas con sus pies desnudos. Ni siquiera puedo rememorar aún los muchos recuerdos que tengo de ella. La echo muchísimo de menos. Para mí no era solo una más de la familia: era a quien más quería de mi familia, y con diferencia.

En los primeros días tras su muerte muchos me preguntaron si me haría con otro gato. Cuando les decía que no por lo mal que lo estaba pasando me respondían que con el tiempo volvería a querer uno. Empiezo a entender a qué se referían: echas de menos su compañía, jugar con ellos, el cariño que dan y buscan, el calor de su tripa en los días fríos, sus curiosas manías y sus divertidas costumbres. Aún así, dudo mucho que vuelva a poner una mascota en mi vida.

Cuando le di la noticia a un amigo este me dijo: «ha sido feliz y ha hecho feliz». De nuevo un concepto humano aplicado a un animal. Pero sí, desde luego tuvo una vida muy buena. Y sí, nos hizo muy felices, de un modo singular y específico que nunca volveremos a experimentar.

3 comentarios:

  1. Nunca se sabe que es lo mejor... pasé por una experiencia similar, me puedo hacer una idea de lo que cuentas.

    En mi caso, actué como mejor supe con las herramientas que contaba en ese momento de mi vida, que creo que es lo que hiciste tú.

    Nos creemos superiores en todos los aspectos, y cuando has tenido un animal en tu vida, te das cuenta de lo mucho que nos queda por aprender...

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    1. Desde luego es mucho más duro de lo que uno se imagina :(

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  2. Creo que tan correcta era una decisión como la otra puesto que el dilema que se os planteaba era elegir la mejor forma para ella de morir y en ambos casos lo más importante es que sería rodeada de vuestro cariño, amor y compañía.

    Mi abuelo ha fallecido recientemente y su muerte le ha llegado así, sintiendo a sus seres queridos a su lado hasta el final, con independencia de la forma de morir.

    Qué mejor forma que esa de irnos, tanto para seres humanos como para seres animales.

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