La serie sigue la típica estructura del «caso de la semana» con casi nulas tramas transversales. Lo que me gusta del programa es el dúo cómico formado por la pareja protagonista, cuyos desbarres se han ido acentuando según han ido pasando los capítulos. Shawn y Gus son dos treintañeros inmersos en la investigación de casos de homicidio que se comportan como críos: creen en los OVNIS, los fantasmas y los vampiros, no paran de ver la tele y comer guarrerías, malgastan el dinero en juguetes y tienen piques ridículos entre ellos. Los diálogos absurdos son otro de sus sellos, como este del undécimo capítulo de la tercera temporada:
Gus: ¿Cómo puedes estar tan seguro de que Lassiter no disparó a Chávez? Shawn: Relativamente fácil: decidí estarlo y, por tanto, lo estoy. Lo dijo Sócrates. Gus: No, fue Descartes. Shawn: Esa era la colonia que llevábamos en el insti. Gus: No, eso era Drakkar Noir. Shawn: No, eso es un vino. Gus: Eso es Pinot Noir.
Foto de Aaron Wagner |
Me he encontrado discusiones parecidas en todas partes. Probablemente el lector pueda referir situaciones similares en su campos de especialización o aficiones, donde se libren semejantes guerras santas dicotómicas entre fanáticos de cada extremo, con partisanos de uno y otro bando tirándose piedras a la cabeza sin mejores argumentos que el «viva mi pueblo y su patrona» o el «porque yo lo digo». Diálogos que en realidad son monólogos concurrentes, en los que la razón queda aparcada y cada interlocutor piensa en lo que va a responder mientras el otro habla, sin considerar siquiera la información nueva que le están transmitiendo. A veces se llega a extremos ridículos en los que, parafraseando a un amigo, se discute si el azul es mejor que el rojo. Los deportes son un terreno especialmente fructífero para tal clase de discusiones vesicantes.
Creo que muchas veces no hay una opción superior en términos absolutos. Cuando buscamos consejo queremos que nos digan qué es lo mejor, asumiendo erróneamente que tal cosa existe. Algunos de los que me conocen se desesperan cuando me preguntan mi opinión sobre si es mejor X o Y y yo respondo «depende». No es que no pueda mojarme, es que la respuesta realmente va en función del contexto o del fin. Sin esa información la cuestión se convierte en algo abstracto del tipo ¿es mejor grande o pequeño? Pues depende de si hablamos de un premio de la lotería o de los dedos del médico que te va a examinar la próstata.
Sugiero que el problema surge cuando pasamos de cuestiones banales a las realmente importantes, defendiendo posturas que no han sido sometida a un juicio crítico con inmerecida vehemencia, protegiéndolas además del análisis. Hablo de decisiones respecto al cuidado y educación de los hijos, la eutanasia y el aborto, las corridas de toros, la gestión de la deuda estatal, la inmigración, el matrimonio homosexual, la discriminación positiva, el reparto de la riqueza, las tradiciones, la legislación sobre drogas recreativas y otras tantas más. Cuestiones demasiado importantes como para dejarlas a cargo de creencias a la que se han llegado antes que a los argumentos y sin pasar por ellos. ¿Qué posiciones del lector respecto a dichos temas están basadas en algo realmente sólido, y cuáles son simplemente fruto de una intuición o de una sensación?
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