domingo, 28 de agosto de 2011

El verdadero Superhombre

Quien más, quien menos, la gente parece tener una vaga idea del concepto de superhombre de Nietzsche. El filósofo prusiano postuló dicha figura como objetivo de la humanidad, como evolución del hombre:
Foto de Jon Rawlinson
"Y Zaratustra habló así al pueblo:
«Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?
Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de ellos mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de esta gran marea y retroceder al animal en lugar de superar el hombre?
¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y precisamente eso debe ser el hombre para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa.
Habéis seguido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre y aún en vosotros hay muchas cosas que continúan siendo gusano. Antaño fuisteis monos y aún ahora el hombre es más mono que cualquier mono.
Y el más sabio de vosotros es tan sólo un ser escindido, un híbrido medio planta, medio fantasma. Pero, ¿os mando yo que os convirtáis en fantasmas o plantas?
¡Mirad, yo os predico el superhombre!»"
Nietzsche, que vivió entre los años 1844 y 1900, si bien anticipó la llegada de esta figura, no llegó a verla en persona. Pero ahora, en el siglo XXI, y ya desde el siglo XX, en los países desarrollados uno puede encontrar multitud de ejemplares de esta nueva especie. En contra de lo que pensaba Friedrich, no se ha llegado a él por vía biológica, sino mecánica. ¿Quién iba a pensar que la humanidad llegaría a construir una máquina capaz de convertir a cualquier hombre normal en un superhombre?

En su encarnación actual, el superhombre al que me refiero es omnisciente, clarividente e infalible, tanto es un sus actos como en sus juicios. También es virtuoso: siempre se sitúa en el término medio. Además sabe ver la excepción que requiere infringir la norma general, y tiene la potestad de impartir justicia, castigando o recompensando a los que le rodean según crea conveniente.

La máquina capaz de transformar a un hombre irrisorio en un superhombre tiene asiento, pedales, volante y cuatro ruedas. Como el sagaz lector habrá adivinado, me estoy refiriendo al coche. Y, con superhombre, me estoy refiriendo al amigo conductor.

Todo conductor sabe que sus capacidades de pilotaje están por encima de la media. Los errores solo los cometen los demás (lo cual plantea una paradoja, ya que los demás también son conductores, pero es mejor no pensar en eso). Él no necesita estudiar física para saber cuál es la velocidad idónea en cualquier trazado, sea cual sea la circunstancia (lluvia, nieve, baches, etc.).

Ese conocimiento intuitivo de la física hace consciente al conductor de la relatividad del tiempo. Cuanto más rápido vaya, más lento correrá el segundero. Mientras el hombre común puede permitirse perder horas y horas delante de la tele o actualizando su estado en Facebook en su lugar de trabajo, el superhombre sabe lo valioso que es su tiempo. No dudará en afear la conducta de todo aquel que ose retrasarle mínimamente en su desplazamiento.

El conductor sabe que su mente domina la materia. Con solo mirar fijamente un semáforo en color ámbar, éste se mantendrá en ese estado más tiempo del que tiene programado. Cuando el conductor decide que los peatones han tenido tiempo de sobra para cruzar la carretera, engranará la primera marcha y avanzará lentamente sobre el paso de cebra, obligando al semáforo a ponerse en verde. En raras ocasiones el superhombre acabará con su coche en mitad del cebreado y el semáforo aún con la luz roja encendida. Sin duda, eso es debido al pobre mantenimiento que hace el ayuntamiento de la señalización lumínica. Que ya les vale, con lo que ganan gracias a las multas.

El reglamento de tráfico es un ejemplo de planificación de arriba abajo fallida, y el superhombre lo sabe. Redactado por simples hombres, este código no se ajusta a éste ser superior. Por tanto, debe ser continuamente superado. Las líneas continuas no deben impedir un cambio de carril (si fuera tan importante impedirlo habrían puesto una mediana ¿no?). Las señales de límite de velocidad son vestigios de un periodo en el que los coches no tenían airbag ni ABS (el hombre común no entiende que dichos dispositivos anulan las leyes de la física).

Tamaño poder conlleva una pesada carga. El superhombre sabe que siempre lleva a cabo la maniobra correcta, pero se encuentra en sus trayectos con estúpidos humanos que osan poner en duda sus acciones, manifestándo su disensión mediante el claxon. Es muy estresante para el superhombre desplazarse entre un atajo de idiotas que se revuelven y te afean la conducta, inconscientes de su propia ignorancia y de con quién están tratando.

Pero algún día, todos esos imbéciles desaparecerán; el superhombre se encargará de ello, bien atropellándolos, bien estrellándose contra sus vehículos. Porque todo conductor sabe que la carretera está llena de descerebrados, y que la única forma de lograr una auténtica seguridad vial es deshacerse de eso llamado la gente.

domingo, 21 de agosto de 2011

¿Cómo sabemos que sabemos lo que sabemos?

A principios de año la ETB estrenó Escépticos, un programa de divulgación «que busca desmontar las grandes falacias acientíficas más populares en la sociedad». El primer episodio trató sobre el escepticismo acerca de la llegada del hombre a la luna en 1969.

En un pasaje del programa, el presentador Luis Alfonso Gámez acude a la facultad de Ciencia y Tecnología de la Universidad del País Vasco. Ninguno de los alumnos de la clase en la que entra pondría la mano en el fuego por que el hombre llegó a la luna. Una de las estudiantes dice:
«No podemos saberlo, o sea,  se supone que somos científicos, no..., o sea, no podemos hacer elucubraciones de la nada ¿no? Digo yo. O sea, me lo puedo creer o no me lo puedo creer, pero no puedo decir "vale, me lo creo" y no tener ninguna base ¿no?»
Después tiene lugar este diálogo entre el periodista y otro alumno incrédulo:
«- Yo si no voy ahí y no cojo una piedra yo mismo yo no les voy a creer.
- O sea que tú no crees en nada en lo que no hayas estado tú directamente implicado. Nueva York no existe.
- Sí existe.
- ¿Pero tú has estado en Nueva York?
- ¿Eh?
- ¿Has estado en Nueva York?
- No.
- ¿Entonces por qué dices que existe?
- Pues porque lo he visto en mapas, porque está contrastado, y todas esas cosas.»
Tras ver el programa anduve días preguntándome cómo sabemos que sabemos, si podemos saber realmente algo, etc. Mi único contacto con la epistemología fue en la asignatura de filosofía del instituto, en la que se me quedó como definición de saber aquello para lo que hay pruebas subjetivas y objetivas a favor. Pero esa vaga definición no parecía implicar que yo sabía que Nueva York existe. Las pruebas supuestamente objetivas como mapas, etc. podrían estar manipuladas. ¿Qué seguridad puedo tener de que los mapas son correctos, de que no es una gran conspiración global? Si no he visto ninguna roca lunar ¿cómo puedo saber realmente que el hombre estuvo allí? Aunque la viera ¿sabría reconocerla? ¿Podría estar seguro de que no me están dando gato por liebre? El hecho de verla y tocarla ¿implica conocimiento? ¿Acaso no puede uno «ver» cosas que no suceden realmente, como cuando mi amigo el mago hace aparecer y desaparecer cosas delante de las narices de seis personas?

Resulta que ocho meses después he encontrado algunas respuestas, algunas de las cuales yo mismo tuve y había olvidado. Entre los papeles viejos que revolví la semana pasada durante una limpieza hallé una disertación escrita por mí sobre para la clase de filosofía de bachillerato. En ella trataba precisamente esas dudas que había suscitado en mí el documental. Téngase en cuenta que en aquel momento tenía 16 años, así que el estilo no es muy bueno (tampoco es que haya mejorado mucho con el tiempo, vaya):
«"El saber no ocupa lugar", suele decirse, Esto es cierto si atendemos a la definición del saber. El saber es una creencia verrdadera y justificada o, lo que es lo mismo, es una opinión fundamentada tanto subjetiva como objetivamente. El intermedio entre el sabio, que ya posee el saber (si es que esto es posible), y por eso no lo busca; y el ignorante, que carece de saber hasta tal punto que ni siquiera lo echa de menos, es el filósofo. Éste aspira a saber, porque se percata de su ignorancia. Para lograr el saber, el filósofo puede servirse de varios métodos (empírico, racional, empírico-racional, trascendental, analítico-lingüístico o hermenéutico). Pero en un sentido general del término, ¿podemos llegar a saber? Si no, ¿qué es realmente saber? 
Parece evidente que se puede llegara a saber. Sin embargo, podría pensarse lo contrario. Esto puede ocurrir si se identifica al saber con el conocimiento. En este caso, desde una postura escéptica que considera imposible obtener conocimientos fiables, la respuesta sería no. De este modo cabría preguntarse ahora qué es realmente el saber. Podría identificarse con realidad, a la cual no es posible llegar en tanto en cuanto no está claramente definida.
Éste planteamiento no es del todo sólido. Ello es debido a que conocer, en filosofía, es la actividad que tiene lugar cuando un sujeto aprehende un objeto sirviéndose de determinados medios. Ateniéndonos a esto, el saber no puede identificarse con el conocimiento, porque el saber no es un objeto. Y, completando la primera definición dada, el saber algo es poder dar razón de ello, está asociado a la demostración y lo demostrado no puede ser falso.»
Quien quiera comprobar que el hombre llegó realmente a la luna puede replicar los pasos que Leonard, Sheldon y compañía llevaron a cabo en el capítulo S03E23 de la serie The Big Bang Theory. Todo lo que hay que hacer es apuntar un láser suficientemente potente a los reflectores que dejaron en la superficie del satélite los miembros de la tripulación del Apollo XI, y recoger el haz rebotado de vuelta. Como diría el presentador de Bricomanía: «fácil, fácil».

sábado, 13 de agosto de 2011

Robin Hood



De la historia de Robin Hood solo se me ha quedado que robaba a los ricos para dárselo a los pobres (eso, y que era un as con el arco y las flechas). Ahora que el dinero parece escasear en todo el mundo por culpa de los bancos, el personal parece estar menos dispuesto a dejar que algunos ganen cantidades indecentes de dinero, más aún cuando la actividad que genera esas ganancias son cosas como «especular», «darle patadas a un balón» o «ser hijos de fulano de tal». De esa quemazón han surgido campañas como la del impuesto Robin Hood, a la que pertenece el vídeo que encabeza este artículo.

Aunque partiéramos de una situación de equidad financiera, a lo largo del tiempo, y solo por azar, la distribución de la riqueza acabará siendo irregular. Añádanse las decisiones individuales (hay quien prefiere ahorrar para el futuro y quien prefiere gastar viviendo el presente) y se obtendrá un mundo con pobres y ricos.

Es injusto que haya personas que mueren de hambre mientras otros tienen cuatro o cinco casas solo para sus vacaciones pero, la solución al problema, ¿no debería ser justa también? He aquí el meollo de la cuestión ¿es justo quitarle a los ricos para darle a los pobres?

Quizá sea una pregunta estúpida. «¿Cómo no va a ser justo? El que más tiene, que reparta con el que no tiene». Sin embargo, la redistribución de la renta por medio de impuestos  es más difícil de justificar de lo que parece. Una discusión muy recomendable al respecto es la de Michael Sandel en su libro Justicia:
«Robar al rico para dárselo a los pobres siguen siendo robar, lo haga Robin Hood o el Estado.
Piénsese en esta analogía: que un paciente en diálisis necesite uno de mis riñones más que yo (en el supuesto de que yo tenga dos riñones sanos) no significa que tenga derecho a quedarse con él. Tampoco puede el Estado quitarme uno de mis riñones para ayudar al paciente en diálisis, por urgente y acuciante que sea su necesidad. ¿Por qué no? Porque es mío. Las necesidades no pueden con mi derecho fundamental a hacer lo que quiera con lo mío»
(Puede parecer que no es lo mismo quitarle a alguien un riñón que unos miles de euros -uno no puede ganar riñones-, pero la idea básica es similar: despojarte de algo que actualmente te «sobra» para dárselo a alguien que lo necesita de forma acuciante. )

La última frase del texto citado trae a colación otro asunto que afecta a estas medidas: la propiedad privada. Si alguien gana su dinero legítimamente ¿tiene derecho el Estado a quitarle una parte? ¿Supone el origen del dinero (suerte frente a trabajo) alguna diferencia? ¿Es justo que, dado que los «no ricos» son mayoría, pueda imponerse democráticamente una regla para gravar a la minoría adinerada? ¿No plantea esta «dictadura de la mayoría» sus propios problemas?

Tengo la impresión de que esa cultura de «lo mío» está bastante arraigada en sociedades anglosajonas y europeas desarrolladas. Tenemos ejércitos profesionales porque pensamos que el Estado no puede obligarnos a arriesgar nuestras vidas. Hay mujeres que quieren poder abortar legalmente porque sienten que tienen todo el derecho sobre su cuerpo. En EEUU disparan a quien entre en la casa de uno sin estar invitado. En las discusiones del café se recalca que «uno puede hacer lo que quiera mientras no moleste a los demás». En palabras de Hobbes: «consideramos a los hombres como si hubieran surgido súbitamente de la tierra (como hongos), y se hubieran hecho adultos sin ninguna obligación de unos con otros».

Puede que ese individualismo no esté alejando de la solución correcta al problema de la desigualdad económica: los ricos deberían, porque así lo decidan ellos, ayudar a los pobres. El hecho de que no lo hagan ¿justifica que el Estado les obligue? Quizá haya situaciones en las que debamos aceptar un Estado paternalista. Tal vez el gobierno sí deba obligarnos a compartir nuestros juguetes con los demás niños.