lunes, 15 de julio de 2013

Historias de la amistad y del olvido

Fue mi mejor amigo durante toda la época escolar. Al llegar al instituto tuvimos que separarnos, pero seguíamos viéndonos a menudo. Nos confiábamos los clásicos problemas adolescentes: chicas, estudios, fiestas, chicas. Todo era nuevo, la existencia rebosaba de «primeras veces». Compartíamos ese lazo que solo se forja tras años de jugar juntos al fútbol en el recreo, de aguantar a los abusones del patio, de celebrar cumpleaños multitudinarios con bandejas de medias noches y litros de refresco (a veces mezclados, por supuesto, como era menester). Al poco de haber entrado ambos en la universidad dejó de responder a mis llamadas. No le he vuelto a ver.

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Menos de un mes separa nuestros respectivos cumpleaños, de modo que nos citábamos cada año para celebrarlos juntos. Quedábamos para comer o cenar, nos poníamos al día e intercambiábamos presentes. El tiempo volaba mientras repasábamos su búsqueda vital, sus líos amorosos, sus problemas en el trabajo. Hasta que un buen día, sin dar explicación alguna dejó de atender a mis invitaciones, y ya hace tres años que no celebramos juntos nuestro aniversario.

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Foto de vinodbahal
Después de seis horas en el instituto por la mañana volvíamos a encontrarnos por la tarde para ir a las clases del máster. Reíamos comentando las meteduras de pata de los profesores y las actitudes de los personajes que nos habíamos encontrado en ese máster. Atesoramos un nutrido florilegio de bromas privadas. Comentábamos lo que se convertiría en nuestra profesión, lo quemados que parecían estar todos y los debates sin fin que siempre vuelven. Teníamos toda una vida de trabajo por delante. A la sazón cada uno marchó a buscarse el pan y pasamos a vernos una o dos veces al año, para recordar viejos tiempos y hablar de lo nuevo. Hace dos años se mudó a otro país y –cosas de la vida– casi le veo más ahora que cuando vivíamos en la misma ciudad. La clásica amistad en la que cuando os encontráis volvéis a ser quienes erais cuando os conocisteis por primera vez.

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Lo llamábamos salir al balcón, si bien el balcón no era tal (más bien se trataba de una barandilla algo apartada). Nos conocíamos desde hacía relativamente poco así que había muchas historias personales con las que llenar la conversación. Hablábamos de nuestras biografías, de lo que nos pasaba, de lo que significaba; de los porqués y para-qués. De cómo vivíamos nuestros nuevos empleos y qué podíamos hacer. Maravillosas conversaciones desprovistas de banalidades con alguien en quien me podía ver reflejado, que había experimentado sucesos parecidos en la infancia y desarrollado rasgos de personalidad semejantes, alguien con quien me sentía conectado a un nivel profundo. Tuvimos que dejarlo cuando ya no coincidíamos a la hora de la comida y, aunque tiempo después volvimos a concurrir en el yantar, nunca lo retomamos. Una de esas relaciones en las que el dolor de la pérdida supera la satisfacción de todo lo bueno vivido. Exánime sin remedio, es sin duda la amistad que más extraño. Es mejor no haber amado.

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Comíamos en poco tiempo y salíamos a pasear, a tomar algo de sol en un parque cercano. Me contaba sus aventuras del fin del semana y me pedía consejo sobre temas varios, como si yo supiera algo o fuera capaz de ayudar a nadie. Razonábamos sobre el comportamiento humano y nos reíamos con nuestras propias miserias (sesgos cognitivos, hipocresía, ética laxa). Teníamos muchas preguntas importantes y pocas respuestas. A veces las conversaciones se tornaban en pity parties laborales, hasta que la fiesta por fin acabó cuando encontró otro trabajo. Nos vemos poco, pero cuando lo hacemos es como si no hubiera pasado el tiempo.

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Íbamos a correr juntos y debatíamos de todo un poco. Siempre podía contar con su punto de vista sensato y sus bromas. Compartimos el haber pasado por una de las peores experiencias que una persona puede vivir, de manera que hablamos el mismo idioma y poseemos una comprensión tácita de la experiencia subjetiva del otro. Aunque dejamos de vernos a diario hace tiempo, las atenciones familiares no le impiden que nos encontremos regularmente.

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Sostenía Aristóteles que «la distancia no destruye la amistad en general, sino su ejercicio; pero si la ausencia se hace larga, parece que también pone olvido a la amistad». Si «el amigo es un "yo otro"» cada lazo cortado es la renuncia a una parte de nuestro ser guardado en mente ajena. Y si decimos que una persona fallecida sigue viva de algún modo mientras la recordemos, entonces quizá muramos un poco cada vez que perdemos un amigo.


1 comentario:

  1. Y también hay tiempos y hay etapas. Y recursos -especialmente el tiempo- que deben compartirse. Y a veces deben de caer algunas ramas para que otras crezcan vigorosas. Y, aunque parece algo importante para ti, te diré que no es indiscutible lo de que el dolor de la pérdida supera a lo vivido. Es una forma, seguramente muy intensa, de vivirlo. Pero no la única. Y es posible decidir, en gran medida, qué síntesis de sentido construir, cómo narrar una historia. Y que salga a cuenta. Y que nos atrevamos a intentarlo otra vez. Otra más siempre.

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