lunes, 24 de noviembre de 2014

Por qué las personas inteligentes dicen tonterías

Tuve la suerte de conocer en persona a Fernando Jiménez del Oso. Para la gran mayoría su nombre está asociado a lo paranormal, a los programas de televisión Historias para no dormir y Más allá (entre otros), así como a las revistas Espacio y Tiempo y Enigmas. Sin embargo, para mí su nombre está ligado a su faceta más mundana, la de su trabajo diario. Jiménez del Oso era licenciado en Medicina y Cirugía y se especializó en psiquiatría. Tenía su consulta privada en un chalet de no recuerdo qué zona de una gran metrópoli. Allí fue donde le conocí, como el psiquiatra que ayudaba a uno de los miembros de mi familia. El despacho en el que atendía a sus pacientes era impresionante: espacioso, luminoso, decorado con gusto, repleto de libros y objetos exóticos traídos de sus viajes. Era verano y tenía sobre la mesa una jarra de agua helada para sus pacientes y un vaso de coca cola con hielo para él. Solo esos pedazos de cristal tenían aspecto de valer más que el coche en el que mi padre nos había llevado allí. Recuerdo al doctor como un hombre avejentado aunque físicamente imponente, alto y grande, vestido con su bata blanca, con grandes bolsas bajos los ojos y una voz profunda y penetrante que te encandilaba. Se mostraba amable, educado, accesible y poseía un gran sentido del humor. Que era sumamente inteligente quedaba claro enseguida. Afortunadamente, también era un buen psiquiatra y evitó que tuviéramos que ingresar a esa persona de nuestra familia en un hospital psiquiátrico.

Foto de Niels Linneberg
En mi charla con él comenté de pasada que nadie había vuelto de la muerte, a lo que replicó: «eso es lo que tú te crees». Jiménez del Oso fue un ejemplo perfecto de esas personas inteligentes que creen cosas raras a las que se refiere Michael Shermer en su libro Por qué creemos en cosas raras: pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo. ¿Cómo puede un ser adulto bien educado, inteligente y con mundo creer en algo como «las caras de Bélmez»? El análisis de Shermer da tres razones principales que el autor resume en una única frase:

La gente lista cree en cosas raras porque está entrenada para defender creencias a las que ha llegado por razones poco inteligentes.
Como explica en otra parte del libro:

Como son más inteligentes y han recibido más formación que los demás, los listos son más capaces de justificar sus creencias con razones intelectuales, aunque las hayan adquirido por razones no intelectuales. Pero los listos, como el común de los mortales, se dan cuenta de que las necesidades emocionales y el hecho de haber sido educado para creer en algo es la forma en que la mayoría llegamos a creer en lo que creemos. Y entonces interviene el prejuicio de la atribución intelectual, especialmente en la gente lista, para justificar esas creencias por raras que sean.
John Stuart Mill, el célebre filósofo, político y economista del siglo XIX, defendió varias reformas sociales significativas adelantadas a su tiempo, tales como los sindicatos y las cooperativas, la abolición de la esclavitud en Estados Unidos y el voto femenino. Los argumentos que desarrolló tienen la solvencia y robustez propias de un filósofo que ha pasado la prueba del tiempo y cuyas obras siguen siendo leídas e influyentes dos siglos más tarde. En su crítica sobre la esclavitud en norteamérica, verbigracia, Mill preguntaba de forma retórica si alguien había preguntado a los esclavos qué querían ellos, una visión nada habitual en una época en la que las necesidades de esa clase social no se tenían en cuenta en los debates políticos:

Before admitting the authority of any persons, as organs of the will of the people, to dispose of the whole political existence of a country, I ask to see whether their credentials are from the whole, or only from a part. And first, it is necessary to ask, Have the slaves been consulted? Has their will been counted as any part in the estimate of collective volition? They are a part of the population. However natural in the country itself, it is rather cool in English writers who talk so glibly of the ten millions (I believe there are only eight), to pass over the very existence of four millions who must abhor the idea of separation. Remember, we consider them to be human beings, entitled to human rights.
En este sentido, el filósofo británico fue un progresista que defendió posturas que hoy nos parecen obviamente correctas, pero que contravenían lo que era la opinión común en su momento. Sin embargo, Mill también era miembro de la Compañía de las Indias Orientales, monopolio del imperio inglés que gobernaba la India por aquel entonces. Paradójicamente, mientras defendía la autodeterminación y los derechos de los esclavos en una parte del mundo, abogaba por un depotismo benevolente en otra, basándose en una visión de la India como sociedad bárbara que debía ser intervenida:

The rules of ordinary international morality imply reciprocity. But barbarians will not reciprocate. They cannot be depended on for observing any rules. Their minds are not capable of so great an effort, nor their will sufficiently under the influence of distant motives. In the next place, nations which are still barbarous have not yet got beyond the period during which it is likely to be for their benefit that they should be conquered and held in subjection by foreigners. Independence and nationality, so essential to the due growth and development of a people further advanced in improvement, are generally impediments to theirs.
No deja de ser llamativo cómo uno de los grandes pensadores de la Historia pudo defender una postura tan racista y defectuosa, sobre todo si tenemos en cuenta que chocaba frontalmente con las tesis expuestas en sus obras más relevantes y conocidas. Sin duda, Mill era muy capaz de defender y justificar sus opiniones equivocadas.

Ronald Aylmer Fisher también era inglés, pero su campo del saber abarcaba la biología evolucionista (Richard Dawkins lo califica como el mayor biólogo desde Darwin), la genética, las matemáticas y la estadística. Es el responsable de muchos de los métodos que se usan ampliamente hoy día en este último campo, así como del desarrollo del método y el vocabulario de la significación estadística. Sin embargo, en los últimos años de su vida, también esta mente privilegiada cometió un notable error de juicio. Tal como relata Nate Silver:

The issue concerned cigarette smoking and lung cancer. In the 1950s, a large volume of research [...] claimed there was a connection between the two, a connection that is of course widely accepted today.
Fisher spent much of his late life fighting against these conclusions, publishing letters in prestigious publications including The British Medical Journal and Nature. He did not deny that the statistical relationship between cigarettes and lung cancer was fairly strong in these studies, but he claimed it was a case of correlation mistaken for causation, comparing it to a historical correlation between apple imports and marriage rates in England. At one point, he argued that lung cancer caused cigarette smoking and not the other way around—the idea, apparently, was that people might take up smoking for relief from their lung pain.
Fisher negó la relación entre tabaco y cáncer de pulmón aun cuando por aquel entonces ya había una buena cantidad de pruebas estadísticas y ensayos clínicos llevados a cabo por una amplia variedad de investigadores en diversos contextos que demostraban la relación causal entre ambos. La idea de que el tabaco podía causar cáncer de pulmón se había ido convirtiendo rápidamente en el consenso científico pero ¿cómo iba a discutirle nadie a un gigante de la estadística lo que podía inferirse de tales estudios? Actualmente, en uno de esos ejemplos de cómo la historia rima, no es difícil encontrar personas inteligentes que niegan el calentamiento global.

Una persona inteligente puede decir tonterías por muchas razones. Para empezar, puede que le estén pagando para ello, lo cual no es raro cuando se discuten cuestiones con valor político o económico. O puede que el asunto tratado se salga de su área de conocimiento pero la persona en cuestión sea de las que se comporta con la misma petulancia en aquello que ignora que en la porciúncula de universo en la que es eminente. Quizá estén en juego sus intereses y solo ande defendiendo sus privilegios. O tal vez se deba a que algo pone en entredicho sus creencias, en cuyo caso la inteligencia puede ayudarnos a construir sólidas defensas alrededor de las mismas. Los datos pueden escogerse y retorcerse para justificar lo que creemos y desdeñar a quienes piensan lo contrario. Siempre es posible cuestionar los números en sí, los métodos con que se obtuvieron, las interpretaciones de los mismos o la honestidad, intenciones e ideología de quien los proporciona. Las líneas argumentales pueden contorsionarse y adaptarse añadiendo excepciones o puntualizaciones según nos convenga. Los argumentos rivales pueden deformarse o caricaturizarse en alguna de las formas recogidas por Schopenhauer. La inteligencia no solo se convierte así en puntal de nuestras creencias, sino también en una muralla que impide a las de los demás trastocar nuestro mundo (ibídem Shermer):

[A] las personas inteligentes se les da mejor racionalizar sus creencias con argumentos razonados, pero, como consecuencia de ello, están menos abiertas a considerar las opiniones ajenas. Así pues, aunque la inteligencia no afecta a lo que creemos, sí influye en la forma en que las creencias se justifican, racionalizan y defienden, después de que las hayamos adquirido por razones que nada tienen que ver con la inteligencia.
Todos vivimos inmersos en la niebla de nuestras propias convicciones. Las observaciones se filtran a través de nuestro modelo del mundo. Los grandes pensadores de la historia, así como las personas más inteligentes del mundo actual, no son inmunes a ello. La inteligencia es un arma de doble filo que puede actuar como antídoto frente a historias mágicas, cuentos chinos y malos argumentos pero también nos sirve para proteger creencias que han crecido dentro de nosotros por razones aleatorias como nuestro año y lugar de nacimiento, nuestra clase social, nuestra cultura, etcétera.

Hubo una época en la que pensaba: «si ese tío tan listo defiende esa postura quizá sea porque su inteligencia le permite percibir algo que yo soy incapaz de ver. Si fuera tan listo como él ¿defendería su misma postura?». Con el tiempo he aprendido que no tiene por qué ser así. Parafraseando a Shermer, las personas inteligentes dicen tonterías porque están entrenadas para defender puntos de vista equivocados a los que han arribado por razones que poco o nada tiene que ver con su inteligencia. Y es que, como decía mi querido Jiménez del Oso (que en paz descanse): «en contra de lo que la mayoría cree, la inteligencia nada tiene que ver con la madurez: se puede ser una lumbrera en Biología o en Astrofísica y tonto de las posaderas en otros aspectos».

2 comentarios:

  1. Ay, amigo... Lo que pasa es que la inteligencia está sobrevalorada (http://luistarrafeta.com/2011/10/06/la-inteligencia-esta-sobrevalorada/).

    La inteligencia no puede defenderse de la propia inteligencia en todo lo que se refiere a sesgos o mecanismos de defensa. Es un sistema retroalimentado, un aspirador que se aspira a sí mismo. Cuantos más recursos tienes tú, de más recursos dispone tu propia irracionalidad.

    De hecho, algunas veces me da la sensación de que la inteligencia, más que una característica propia de los individuos es un _fenómeno_ que se produce en una determinada comunidad.

    Claro que eso puede ser una chorrada muy grande. ;)

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    1. Yo opino que la definición de inteligencia debería incluir la capacidad del intelecto para detectar sus propios errores y corregirlos, sean de la naturaleza que sean, aunque quizá la mente sea un sistema formal de esos que Gödel demostró que eran indecidibles (lo cual también tiene pinta de ser una chorrada gigantesca xDD)

      Qué pena no haber caído en poner algo de La inteligencia fracasada, me gustó mucho.

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