domingo, 12 de febrero de 2012

Historias del cambio y del adiós (I)

I. Tu peor error

El último compañero de trabajo que ha abandonado la empresa lo ha hecho dejándonos unas palabras de Paulo Coelho:
«Siempre es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella, más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos, o cerrando puertas, o cerrando capítulos. Como quiera llamarlo, lo importante es poder cerrarlos, dejar ir momentos de la vida que se van clausurando. ¿Terminó con su trabajo?, ¿Se acabó la relación?, ¿Ya no vive más en esa casa?, ¿Debe irse de viaje?, ¿La amistad se acabó?»
Es psicológicamente difícil cerrar una etapa. Nos aferramos a cosas que nos hacen infelices porque tenemos miedo de quedarnos solos, o de que lo que haya allí fuera sea todavía peor. Creemos eso de que más vale malo conocido que bueno por conocer, que es mejor pájaro en mano que ciento volando, aun cuando el pájaro nos esté arrancando la piel a picotazos.

Como humanos, nuestro cerebro trae incorporado un sistema de aversión a la pérdida y otro de afinidad con lo familiar. Dos mecanismos que fueron seleccionados por la naturaleza en un mundo muy distinto del actual.

A las personas nos resulta muy complicado abandonar algo en lo que hayamos invertido mucho tiempo, esfuerzo o (¿sobretodo?) dinero. Tanto es así que preferimos perseverar en el error, tirando más de ese tiempo, esfuerzo o dinero por el desagüe. Vemos una mala película hasta el final porque hemos pagado la entrada, sin tener en cuenta el valor del tiempo malgastado. Mantenemos las acciones de empresas que bajan para ver si acaban subiendo. Al final, en lugar de cortar la sangría dejamos correr las pérdidas y acabamos peor de lo que hubiéramos terminado si hubiésemos sabido retirarnos. Continuamos estudiando una carrera que ya no nos gusta porque hemos completado una parte, aunque ni siquiera consideremos dedicarnos finalmente a esa profesión. Somos tan reacios a perder que escritores como Coelho pueden hacerse populares recordándonos obviedades como la necesidad de saber abandonar.

Luego tenemos nuestro sesgo hacia lo conocido, hacia lo familiar, ya sean rostros, situaciones, ambientes o tareas. La rutina nos absorbe de tal manera que la idea de cambiarla se torna hercúlea a nuestros ojos. Negociamos con nosotros mismo y nos decimos que quizá no esté tan mal, que nuestra pareja es una cabrona pero es nuestra cabrona. Somos tan adictos a «lo nuestro» que, pasados unos años, echaríamos de menos hasta unas tijeras de cocina clavadas en el culo.

Pareciera, además, que no nos atrevemos a dejar algo atrás hasta que el vaso se ha desbordado sobradamente. No nos preguntamos habitualmente «¿es esto lo que quiero?» «¿es aquí donde quiero estar?». En lugar de eso nos planteamos tales cuestiones una vez que la situación ya es mala o muy mala, lo que empeora el cuadro, pues el ánimo tiñe nuestro razonamiento.

He conocido a gente (y probablemente el lector también) que ha aguantado años en trabajos que odiaban o con parejas que les hacían enormemente infelices, cuando nada les obligaba a ello; gente que perdió su salud en intentar resucitar relaciones muertas o proyectos hueros. A mí me ha pasado varias veces, sin ir más lejos. Y ni esas personas ni yo lo hicimos por gusto o por ignorancia. Creo que lo hicimos, simplemente, porque somos humanos.

Continuará.

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