«Señor Perogrullo tiene veinte años de experiencia en el sector. Ha leído y asimilado las grandes obras de la gestión empresarial, desde ¿Quién se ha llevado mi queso? hasta La buena suerte, pasando por Los siete hábitos de la gente altamente eficaz. Es el mejor de los mejores, y va a honrar nuestra empresa trabajando aquí. Con su ayuda y su buen hacer vamos a conquistar el mundo. Las grandes multinacionales ya están aterradas, planeando qué harán cuando las hayamos barrido del mapa. Les dejo con él, nuestro nuevo director general. Un aplauso, por favor.»
Y allá que subió señor Perogrullo entre los aplausos, tan apuesto y sonriente, un individuo claramente seguro de sí mismo acostumbrado a vender humo, deseoso de contagiar al público su optimista entusiasmo. Estas fueron sus palabras, tal como las recuerdo.
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«Muchas gracias, señor que me ha contratado. Si no fuera por usted seguramente seguiría asqueado en mi trabajo anterior o estaría en paro. Al ficharme ha demostrado usted ser tan listo y guapo como aparenta.
Buenas tardes a todos. Solo llevo unos días por aquí, así que no tengo ni idea del jardín en el que me he metido, pero como me han pedido que diga unas palabras les obsequiaré con la lista clásica de tópicos a la que solemos recurrir quienes mandamos en las empresas.
Ustedes son nuestros empleados. En la jerarquía de los bienes más valiosos para la compañía, eso les sitúa cerca del final. Nuestro bien más valioso son los clientes. En concreto, el dinero de nuestros clientes. Todo lo demás es gasto. Dentro de la categoría del gasto algunos se aceptan con gusto, como las obras necesarias para montarme un despacho, mientras que otros los asumimos porque nos obliga la ley, como sus salarios. Recuerden ustedes que son tan reemplazables como la silla en la que me sentaré, y que la única diferencia entre ustedes y dicha silla es que, cuando llegue el momento de cambiar, a la silla sí la echaré de menos.
Sepan que sigo una política de puertas abiertas. Si alguna vez tienen alguna pregunta pueden acudir a mí. Si dicha pregunta me resulta incómoda o requiere que haga algo, les llevaré encantado a dar un paseo por los cerros de Úbeda. En caso contrario, simplemente les escucharé como si me importara, les daré la razón, asentiré mientras les sonrío y les daré un poco de coba, procurando librarme cuanto antes de su inesperada visita que interrumpe mi jornada laboral. Sean conscientes de que su opinión no me importa si va a darme más trabajo o contradice mi propia opinión respecto al asunto tratado, y de que no estoy en contra de matar al mensajero.
Mis planes para esta empresa no incluyen subir sueldos. Lo que tengo que hacer para que no me despidan es hacer que esta empresa sea rentable y, obviamente, no nos haremos ricos abonando abultadas nóminas. Pagaremos lo mínimo necesario o un poco menos. Si la compañía empieza a ganar mucho dinero, tengan por seguro que no verán ni un euro de dicho beneficio; ese dinero irá a los accionistas y los dueños. Ustedes son como la masa amorfa con la que se hace el pan y, como tal, deben ser golpeados y moldeados para que la empresa pueda sacar algo de provecho de ustedes. No se logra que suba la masa dándole premios; bastante contentos deberían estar ya con el hecho de que les dejemos trabajar. Si algún salario ha de subir, que sea el mío. Yo sí me lo merezco. Yo soy alto, guapo y listo. Yo estoy en lo alto del escalafón. Yo valgo más. Ustedes son una panda de don nadies y don nimios. Por eso ustedes están ahí sentados escuchándome a mí hablar en el escenario, y no al revés.
No sé lo que va a pasar. No sé si vamos a ir a mejor o a peor. No puedo predecir el futuro y, si pudiera, estaría comprando lotería, no aquí perdiendo el tiempo. Si la empresa mejora, me atribuiré el mérito. Si empeora, les echaré la culpa a ustedes ante mis jefes, pero se la echaré al mundo cuando tenga que hablar con ustedes directamente. La economía, la mala suerte o el perro que se come mis presentaciones en Power Point, todas ellas son excusas a las que puedo recurrir para mantener mi imagen de competencia y justificar el fracaso.
No recompensamos a quienes mejor trabajan, sino a quienes conocemos personalmente y nos caen bien. Esa es una de las razones por las que los directores nos subimos el sueldo entre nosotros: porque nos conocemos. Si me doran la píldora, me hacen reír, no me dan problemas y me cuentan sus increíbles logros, entonces tal vez me dé por subirles un poco el sueldo, incluso aunque esos logros no sean verdad. No necesito que sean ciertos, solo me hace falta una excusa a la que aferrarme para darle un premio a mis colegas.
La formación no es una prioridad. Tienen que venir sabiendo de casa. Venderemos contratos asegurándoles a los clientes que ustedes lo saben todo de todo, y que pueden hacer cualquier cosa. Cuando el cliente les reclame, esperamos que se pongan las pilas y estudien por su cuenta, se paguen de su bolsillo cualquier formación que necesiten, aprendan todos los idiomas necesarios, etcétera. Esto es aplicable especialmente a los becarios. Señores, desengáñense, no les contratamos para formarles, sino porque son baratos y, como no tienen experiencia, caerán en todas nuestras trampas y se tragarán todas nuestras mentiras. Están en la fase en la que aguantarán casi cualquier abuso con tal de construir un currículo que les permita huir, lo que llevará el tiempo suficiente para que hayamos sacado todo el partido posible a su energía de juventud. Son ustedes marionetas de baja resistencia que salen muy rentables.
Mi política se basa en posponer. Posponer las decisiones más delicadas, posponer las recompensas (si es que llega a haber alguna), posponer las malas noticias. El que no hace nada no se equivoca. Al que no toma decisiones no se le puede echar la culpa cuando algo sale mal. Al que oculta la información relevante no se le puede abroncar.
Ustedes no son los mejores. Si lo fueran, trabajarían para una empresa mejor, una empresa seria que les pagara bien. Si están aquí es porque no tienen talento suficiente para encontrar otro trabajo, porque son unos conformistas o porque sus taras mentales impiden que pasen ningún filtro de recursos humanos. Todas ellas son razones que tengo de más para pagarles poco. Por supuesto, ese razonamiento no lo aplico a mí mismo. Yo soy un ganador que está aquí en busca de un reto. Ustedes son unos perdedores que están aquí condenados por su mediocridad como trabajadores y como personas.
No tengo nada más que añadir. Disfruten del resto de la velada. Lo que coman y beban hoy será cuanto saquen de beneficio este año. Conózcanse, póngase cara y forjen lazos personales. Eso me conviene: cuando llegue la tormenta de mierda sacarán el trabajo adelante con tal de ayudar a sus compañeros, a pesar de su mísero sueldo. Los esclavos se protegen y cuidan entre ellos, repartiendo la penosa carga entre todos por solidaridad, lo que nos permite ahorrar en salarios y beneficios.
Muchas gracias.»
Este discurso solo ha tenido lugar en mi mente. Fue durante un acceso febril en el que, entre las mantas y los pañuelos saturados de mucosidad, recordé aquella lista recopilada en El principio de Dilbert. Pero la versión hipócrita de la misma tiene lugar en multitud de empresas alrededor del globo. Reúnen a sus empleados con los únicos incentivos de la comida gratis y las relaciones interpersonales (bien engrasadas con alcohol sin límite) para decirles que todo irá bien, que su compañía es diferente y hace las cosas correctamente, que es el mejor sitio para trabajar y que el único posible devenir de los acontecimientos es conquistar el éxito que –¿quién osaría ponerlo en duda?– indiscutiblemente merecen.
Aish... la lagrimica! Me has sacao la lagrimica! :_D
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