Con el actual sistema proporcional, en las campañas electorales españolas lo único relevante son los líderes de los partidos. Los demás miembros de la lista cerrada y bloqueada son ceros a la izquierda, ilustres desconocidos a los que a nadie importa qué piensan o qué dicen. Se cumplen los ciclos electorales uno tras otro y sigue sin saberse si piensan o si dicen. [...] La lealtad básica en un sistema mayoritario de circunscripciones uninominales va del cargo electo a sus electores, no del cargo electo hacia su partido. En un sistema proporcional, por razones obvias, la lealtad va al partido.
Foto de Tomasz Krawczak |
Hasta la popularización de internet la respuesta más obvia es que no era posible en la práctica implementar un sistema directo cuando la ciudadanía la forman decenas de millones de personas. Incluso aunque ahora buena parte de la población esté conectada algunas personas seguirían excluidas, por no hablar de que la seguridad informática no ha madurado lo suficiente como para garantizar la integridad del proceso y los resultados. Supongamos no obstante, por mor del argumento, que se pudiera hacer política directamente a través de nuestro navegador de forma fiable. ¿Qué razones podrían aducirse para seguir optando por una democracia representativa?
Quizá el argumento más importante a favor de los representantes políticos sea el epistémico, relacionado con la especialización y la división del trabajo. De igual forma que llamamos a un fontanero para arreglar las cañerías y a un mecánico para arreglar el coche, actualmente tenemos a un conjunto de personas cuyo campo de especialización son los problemas políticos. Estas personas dedican (en teoría) todo su tiempo a aprender aquello que es relevante sobre los asuntos de la nación y pueden (de nuevo, en teoría) tomar decisiones informadas. Imaginen que después de llegar a casa tras doce horas de trabajo tuvieran ustedes que informarse para votar al día siguiente sobre una nueva ley que especifica las sustancias químicas permisibles en los alimentos en conserva.
La idea de optar por políticos para gobernar por nosotros descansa en la tesis de que estos profesionales, gracias a su formación y especialización, son capaces de tomar mejores decisiones para el país que el ciudadano medio. Sin embargo, la práctica nos hace ver que hay mucho margen para el escepticismo. No tenemos, verbigracia, ninguna prueba de que estos prohombres sean de una inteligencia o virtud moral superior a la media, dos cualidades que probablemente sean deseables en jefes de gobierno. En muchos casos tampoco tienen el conocimiento especializado que se necesita para tomar buenas decisiones, como muestra el hecho de que justifican la labor de los lobbies argumentando que un político no puede saberlo todo sobre todo. También parece ocurrir que las cualidades técnicas que aprende un político a lo largo de su carrera no están tan relacionadas con el buen gobierno como con la capacidad de abrirse paso en el partido y lograr convencer a los ciudadanos de que voten por él. Una vez en el poder, las decisiones que toman estas personas tienen múltiples sesgos, desde el pago de favores hasta la corrupción simple y llana, pasando por el sempiterno compadreo.
La causa principal de la corrupción y el mal gobierno es, probablemente, que los políticos no tienen una responsabilidad real. Salvo para quienes aman el poder en sí mismo y aquellos que buscan enriquecerse con la política, poca diferencia hay –creo yo– entre estar en el Gobierno o en la oposición. Los miembros de cualquier partido político pueden arruinar el país entero sin que les afecte de forma importante. No se juegan nada.
Pero incluso aunque existiera un sistema de castigo directo en caso de hacerlo mal (pongamos por caso, una buena tanda de latigazos) seguiríamos encontrándonos con tres problemas, a saber: que los ciudadanos desconocemos qué hacen nuestros políticos la mayor parte del tiempo, que somos unos completos ignorantes en la mayoría de asuntos que un gobierno debe tratar y que ese desconocimiento nos incapacita para evaluar la actuación de un político, pues no podemos saber si sus decisiones han sido correctas o no.
Hay muchas formas de gobierno, algunas de ellas estupendamente descritas por Luis Tarreta en su blog. Yo les hablaré hoy de un sistema utilizado en la antigua Grecia y en las ciudades-república italianas de la época medieval y renacentista que descubrí gracias a Álex Guerrero, un profesor de filosofía de la Universidad de Pensilvania.
Imaginen que esa carta que a veces nos llega para ser miembro de una mesa electoral no fuera para fastidiarles el domingo, sino para ser miembro del Gobierno en la siguiente legislatura. Durante los siguientes cuatro años su única fuente de ingresos sería el trabajo que realicen como políticos. Pasarían un periodo de formación en el que aprenderían lo necesario para desarrollar su trabajo legislativo, y mientras formaran parte del gobierno serían instruidos por un panel de expertos en todo aquel asunto sobre el que fuera necesario legislar.
Esa es, en pocas palabras, la definición de lotocracia: la elección aleatoria de los miembros del parlamento mediante sorteo. Partiendo de esta premisa básica, los detalles de su implementación pueden variar. Los miembros elegidos al azar pueden reemplazar completamente a los políticos actuales o formar una cámara aparte con capacidad de veto. Su función podría centrarse en todos los aspectos del gobierno de la nación o enfocarse en un pequeño conjunto de ellos por legislatura. También podría haber varias cámaras de este tipo, cada una dedicada a un solo asunto. Podrían legislar directamente o solo hacer propuestas que fueran desarrolladas por los políticos tradicionales. Los miembros de esta cámara de representantes podrían renovarse totalmente al terminar el mandato o solo en parte. Etcétera, etcétera.
En el próximo artículo veremos algunas de las ventajas y desventajas teóricas de este sistema de gobierno.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario