Immanuel Kant murió el doce de febrero de 1804. Sus últimas palabras fueron: «
Es ist gut» (es bueno).
Según Julian Baginni, se refería al vino y el pan que acababa de darle su amigo y biógrafo E. A. C. Wasianski.
Curiosamente, Kant rechazó la comida y la bebida como objetos de apreciación crítica contemplativa porque no se pueden juzgar de forma imparcial, es decir, dejando a un lado nuestros
gustos:
In his Critique of Judgment, he transforms theorizing about critical appreciation by popularizing the notion of the aesthetic and developing an account of imaginative appreciative experience. He claims that authentic aesthetic experience—the hedonic experience that allows one to judge objectively the merits of what one experiences—must be disinterested, contemplative, and reflective. For Kant, gustatory experience fails on all counts and by its very nature only allows for subjective assessment. It exhibits a personal preference that prevents it from serving as the basis for a universal or objective evaluation.
Además, dado que el placer de comer gira en torno a la satisfacción inmediata de una necesidad animal se trata de algo instrumental, otra razón por la que cocinar no puede considerarse
arte:
Downplaying the animal part of aesthetic experience is, I think, part of the appeal of Kant’s theory that the pleasure we get from art is of a particular, disinterested kind, meaning it is not connected to any instrumental goal. So, for example, pornography is not art, because its aim is arousal, whereas Michelangelo’s David inspires a kind of awe. We talk of a ‘beautiful goal’ in football, but it serves the purpose of winning a game and is not just beautiful in itself. On this account, food is not a pure aesthetic pleasure because it is inherently tied to the satisfaction of desire or appetite. Similarly, Aristotle thought the sense of touch and taste were ‘servile and brutish’ because they are ‘pleasures as brutes also share in’.
Además de ser desinteresados y de no servir a un fin específico, los juicios estéticos,
según Kant, deben ser universales y necesarios. Ambos son consecuencia de la imparcialidad: al no basarse en características o inclinaciones propias del sujeto el placer del juicio estético es aplicable a todos y siempre tiene lugar. De nuevo, la cocina no cumple estos criterios.
Muy a mi pesar la naturaleza me ha dotado de un apetito vigoroso acompañado por un estómago a prueba de casi todo. Cosa de familia, como suele ocurrir, en este caso por parte paterna. Para que se hagan una idea, siempre que la visito mi abuela me recuerda aquella nochebuena en la que mi padre, siendo niño, lloró a moco tendido porque estaba lleno y no podía seguir comiendo.
Ciertamente me gusta comer, si bien mis gustos culinarios no son nada refinados. Muy al contrario, me identifico con la autodescripción del cómico Leo Harlem: «
prosaico». Esto significa que puedo saber si voy a comer bien o no mirando el menú. Por ejemplo, si los platos tienen más de cuatro palabras sé que lo voy a pasar mal. ¿«Tortilla de patatas», «jamón ibérico», «lentejas con chorizo» o «chuletón a la brasa»? Perfecto. ¿«Rape a la Galicia verde y sinfonía de setas y marisco» o «Txangurro gratinado al horno con vino oloroso y tomate»? Tate, que nos tocado un
chef.
A veces ni siquiera hace falta repasar el menú entero. Por ejemplo, desde el momento en el que un plato consiste en un ingrediente sobre cama de otra cosa soy consciente de mi papel de víctima de quienes gustan de aparentar. En casos extremos no hace falta ni mirar la carta: los platos cuadrados o con bordes de un palmo de longitud, verbigracia, suelen ser un mal augurio.
De pequeño era muy exquisito con la comida (más de lo habitual en los niños) y renegaba de docenas de alimentos y platos populares. Con la edad algunas de esas restricciones han desaparecido, si bien creo que mi abanico de gustos sigue siendo más reducido de lo habitual. En esto sí que no me parezco a mi padre el cual, siempre que declino la oferta de un plato que no me gusta, apunta que no sé lo que me estoy perdiendo.
Tomando la teoría Kantiana de lo bello como punto de partida es difícil ver cómo la comida puede considerarse arte. ¿Acaso no hay nada más subjetivo que nuestro paladar? No se trata solo de los sabores pues también influye nuestra forma de ver el mundo. Por ejemplo, hay veganos que no pueden disfrutar del más exquisito plato de carne por el sufrimiento que para ellos representa, no porque el sabor les desagrade. De manera similar, podemos imaginar un caso extremo en el que enfrentamos a varios críticos culinarios a probar diferentes guisos de carne humana. ¿Podrían emitir un juicio no influenciado por el tipo de carne?
Y, aún así, damos por hecho ciertas verdades universales. Por ejemplo, que a cualquier persona le gustará más el jamón ibérico de bellota que el jamón serrano envasado; que los huevos de las gallinas en libertad están más ricos que los de las gallinas criadas en jaulas diminutas apiladas en naves industriales, o que los tomates recién cogidos de la mata tienen un sabor que no tienen aquellos que se dejan madurar en una cámara frigorífica. Por tanto, no siempre se trata de cómo la comida nos sabe a nosotros pues hay cualidades que cualquier persona puede detectar, como la untuosidad de un buen jamón o la textura de un arroz en su punto.
Julian Baggini
dice que nuestro mayor error es pensar en la subjetividad de forma binaria. Normalmente asumimos que hay ámbitos objetivos como, por ejemplo, las matemáticas, donde las opiniones personales no tienen cabida y otros, como pueden ser la moda, que son totalmente subjetivos, sin reglas universales. Baggini asegura que no tiene por qué ser así. En ocasiones ambos tipos de juicio se mezclan, y la comida es, como hemos visto, un
ejemplo:
The biggest mistake people make about objectivity is to think it stands in an either-or relation to subjectivity; that either there is a simple fact of the matter or it’s a matter of opinion; that there are facts, which are true or false, or there are opinions, and there is nothing in between. As Thomas Nagel argued so persuasively, ‘The distinction between more subjective and more objective views is really a matter of degree, and it covers a wide spectrum. A view or form of thought is more objective than another if it relies less on the specifics of the individual’s makeup and position in the world, or on the particular type of creature he is.’
The application of this to food is clear. The experts who chose Wine Spectator’s best wines of 2012 were more qualified to identify and assess the qualities of the wines than the casual quaffer. With their practice in discerning the real qualities in the wine, plus their knowledge of what makes the difference between a wine that really works and one that doesn’t, they have a more objective view than those who know little more than what they personally find pleasant. The most objective views involve much more than just the experience of eating and drinking. Knowledge of how foods are produced, the science of agriculture and food production, the biology of taste, the role of food in the global economy and society – all these things take us beyond how we subjectively feel about food to what it objectively is.
That does not mean there is a kind of ‘view from nowhere’, as Nagel put it, from where all the world’s wines could be placed in strict order of merit. Objectivity has great limits with food, largely because you are never strictly comparing like with like: how would you even begin to say which was better of an excellent claret and a fine Rioja? But except for the artificial distinctions of awards and competitions, the aim of greater objectivity in food is not to reach such a ranking, but simply to appreciate more fully the qualities of what we put in our mouths.
Mi hermana es cocinera aficionada. Como comensal es de esas personas que quedan encantada cuando le sirven comida deconstruida, en forma de espuma o en vaso de chupito. Ella misma sirve la comida en platos cuadrados o bandejas de pizarra y, si pudiera permitírselo, sin duda tendría un soplete y nitrógeno líquido.
Yo, sin embargo, no soporto las ínfulas. Aborrezco esos locales con decoraciones exclusivas y «cocina de autor» cuyas materias primas son las mismas que las de las tascas de al lado y que sirven platos con nombres rimbombantes de sabor mediocre y precios exorbitados. Muy a mi pesar he conocido varios de estos lugares a través de personas para quienes la comida es una moda y una manera de aparentar, otra forma de distinguirse del populacho que llena el gaznate en restaurantes de franquicia. Es la historia de siempre: «miradme, mi paladar es sofisticado, soy mejor que la gente». Este tipo de personas no sabe justificar por qué una comida es buena o no sin referirse a la reputación del local o del cocinero, al precio del cubierto o, en última instancia, a sus propios gustos. Su apreciación de algo que no lo merece los convierte en esnobs. No disfrutan un arte, solo son pijos.
Tampoco reivindico lo contrario, verbigracia, comer trozos de pollo frito en aceite de motor de un cubo de cartón sentados en el sofá mientras vemos la televisión. Que la comida no sea un arte no significa que no haya formas más apropiadas que otras de valorarla. Quienes tenemos alimento de sobra deberíamos sentirnos
agradecidos por nuestra suerte. Reservar tiempo para comer en la mesa sin distracciones externas no solo sirve para comer
menos y disfrutar debidamente, sino también para respetar los tiempos y ritmos del día. Si nos sentimos inclinados a ello la hora de la comida puede ser incluso un momento de meditación.
Para algunas personas la comida es solo una necesidad impuesta por la naturaleza para mantenerse vivos por lo que les es suficiente con matar el hambre. Para otras, es uno de los mayores placeres de la existencia. Hay quien usa la cocina como forma de expresarse o de aparentar. Finalmente, están quienes intentan transformar la satisfacción de un instinto animal en un placer elevado. Creo que es relativamente fácil saber a qué grupo pertenece una persona a traves de sus manteles, su menaje y sus recetas. Así que dígame, querido lector. ¿Qué forma tienen sus platos?