lunes, 23 de febrero de 2015

Espejito, espejito

Comienza Michael J. Mauboussin su último libro con la historia de cómo consiguió su primer trabajo, en un banco de inversión. El proceso constaba de seis entrevistas con miembros del equipo, más una última conversación de diez minutos con el ejecutivo al cargo de la división. Tanto él como el resto de candidatos fueron advertidos de que si querían lograr el trabajo tendrían que brillar en esa última entrevista.

Tras las seis primeras reuniones, las cuales, según Mauboussin, fueron tan bien como cabía esperar, le llevaron al despacho del jefe para la última prueba:

Peeking out from underneath a huge desk was a trash can bearing the logo of the Washington Redskins, a professional football team. As a sports fan who had just spent four years in Washington, D.C., and had attended a game or two, I complimented the executive on his taste in trash cans. He beamed, and that led to a ten-minute interview that stretched to fifteen minutes, during which I listened and nodded intently as he talked about sports, his time in Washington, and the virtues of athletics. His response to my opening was purely emotional. Our discussion was not intellectual. It was about a shared passion.
Mauboussin logró el empleo, una experiencia que -según dice él mismo- fue fundamental en su trayectoria profesional. Curiosamente, poco tiempo después de haber comenzado a trabajar alguien le confesó que su contratación se debía enteramente al jefe de división:

[A]fter a few months in the program, one of the leaders couldn't resist pulling me aside. “Just to let you know,” he whispered, “on balance, the six interviewers voted against hiring you.” I was stunned. How could I have gotten the job? He went on: “But the head guy overrode their assessment and insisted we bring you in. I don't know what you said to him, but it sure worked.”
Foto de Allen Skyy
He vivido situaciones parecidas al menos un par de veces, para bien y para mal. Así fue, verbigracia, como encontré mi último empleo. Mi entrevistador y yo habíamos leído los mismos libros, teníamos intereses en común y buena parte de la conversación giró en torno ello. También fue así –todo hay que decirlo– como se me cerró la última puerta que intenté cruzar. Después de seis entrevistas tuve una conversación con la persona de recursos humanos. Enseguida noté algo raro, una mezcla de hostilidad y falta de conexión. Me vetó. Cuando fue interrogado sobre ello, presentó como argumento respuestas que yo no había dado. Sospecho que, simplemente, no le caí bien. Hace bien poco, un antiguo compañero que se gana la vida en otro país se quejaba de algo similar. Tras superar con éxito media docena de filtros con miembros de su futuro equipo, personas con las que conectó enseguida y daban por hecho su contratación, se vio finalmente descartado por el gerente de recursos humanos, quien había mostrado durante su encuentro una animadversión que nadie supo explicar.


Los procesos de selección de personal han sido objeto de bastante investigación dentro de la psicología. Varios estudios han sugerido que cuanto más se parece el entrevistado al entrevistador, mejor es la valoración del candidato. Allen Huffcutt, por ejemplo, ha estudiado las entrevistas de trabajo durante veinte años. Sus conclusiones más relevantes aparecen en la obra Ori y Rom Brafman:

El trabajo de Huffcutt sobre entrevistas de trabajo arroja una luz interesante sobre uno de los aspectos más intrigantes del sesgo diagnóstico, que tal vez cabría denominar el efecto «espejito, espejito». Cuando realizamos entrevistas de trabajo, según afirmó Huffcutt, «a menudo basamos la imagen del candidato ideal en nosotros mismos. Si llega alguien que se nos parece, pensamos que vamos a entendernos; probablemente querremos contratarlo». Pero, por supuesto, no está probado que porque los empleados potenciales sean similares a su jefe encajen mejor en la compañía.
Este sesgo no se limita únicamente a las entrevistas de trabajo. Robert Pirsig describe otra situación que también me es familiar, esta vez en el ámbito educativo:

[C]ada maestro tiende a calificar mejor a aquellos alumnos que más se le parecen . Si tu propia escritura muestra una buena caligrafía, tú lo consideras más importante en un alumno que si no la tiene. Si usas palabras ampulosas, te agradarán los alumnos que también las usan.
Yo tuve una profesora de instituto que era una fanática de los esquemas y repudiaba mis respuestas en prosa. Recuerdo que en un examen final de literatura me dio por escribir la respuesta en forma de esquema, en lugar de desarrollarla como solía. No solo obtuve un sobresaliente, sino que mostró mi examen a toda la clase como ejemplo de cómo había que responder a un examen. Aunque nunca mencionó de forma explícita que tuviéramos que responder de determinada manera, el mero hecho de imitar su estilo hizo que la nota mejorara.

Qizá nada de esto les sorprenda. En su momento ya hablamos de lo que le pasa al que es diferente. Tendemos a rodearnos de personas que son como nosotros, presupuesto de partida que Thomas Schelling tomó para desarrollar su conocido modelo de segregación, un proceso de la física social que explica por qué su vecino se parece a usted. Y, como ya sabrán por las distintas reacciones que mostramos a la misma tragedia humana según su localización geográfica, las personas empatizamos mejor con quienes más se nos parecen:

Empathy also increases with perceived similarity. The more we perceive somebody to be just like us, the more we empathize with him or her. There is a fascinating study by Andrea Serino and team, aptly titled I Feel What You Feel If You Are Similar to Me, which hints at how powerful the perception of similarity can be for empathy. The study is based on the discovery that watching a video of your own body being touched can temporarily increase your sensitivity to touch.
Todo ello hace poco probable que un día nos levantemos y amemos a los demás incondicionalmente sin tener en cuenta cuan diferentes sean de nosotros. Sin embargo, es posible tomar este sesgo evolutivo en consideración para mejorar la integración social y la colaboración centrándonos no en la diversidad, sino en aquellas características que compartimos. Esa es, al menos, la propuesta de Jonathan Haidt:

Increase similarity, not diversity. To make a human hive, you want to make everyone feel like a family. So don’t call attention to racial and ethnic differences; make them less relevant by ramping up similarity and celebrating the group’s shared values and common identity. A great deal of research in social psychology shows that people are warmer and more trusting toward people who look like them, dress like them, talk like them, or even just share their first name or birthday. There’s nothing special about race. You can make people care less about race by drowning race differences in a sea of similarities, shared goals, and mutual interdependencies.

Todavía recuerdo un episodio de CSI Las Vegas en el que la víctima es engañada y seducida a través de internet por una mujer inexistente cuya foto no es más que un montaje, la versión femenina de la propia cara de la víctima. Mientras los CSI se dan cuenta del truco usando una de esas inverosímiles maniobras informáticas tan televisivas, Grissom dice:

Grissom: Hay una teoría según la cual la Mona Lisa es una versión feminizada del mismo Leonardo da Vinci.
Sara: ¿El concepto sugiere que todos somos narcisistas?
Grissom: Sí. Lo que nos atrae más somos nosotros.
Tal vez sea ese el impulso creador de esos miles de timelines en redes sociales repletos de primeros planos del protagonista. Al fin y al cabo, qué mejor contenido que imágenes de la persona que más nos gusta. Y qué mejor nombre para el paloselfi, efectivamente, que «la vara de Narciso».

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