domingo, 18 de noviembre de 2012

El espíritu del esclavo

Una de las hipótesis que trata de explicar por qué el tiempo vuela cuando nos hacemos mayores dice que eso se debe a la falta de experiencias nuevas. En verdad una vez pasados ciertos años sobre el mundo da la impresión de que todo se repite: la rutina se instaura y los días son más o menos iguales, pasamos por las mismas épocas cada año, los ciclos económicos atraviesan sus fases correspondientes y, en general, el péndulo de la historia va de un lado a otro dejándonos con la sensación de que no hay nada nuevo bajo el sol. Nadie como Fernando Lázaro Carreter para expresar esta idea en la esfera de la vida cotidiana:
«sucede mucho, pero siempre lo mismo. Es el chino que pasó veinte veces delante del centinela, y éste, al dar el parte, aseguró que habían pasado veinte chinos. Sólo que ahora pasan unos cuantos chinos unas cuantas veces, pero son los que pasaron ayer. La conversa de los oficinistas en sus multitudinarios desayunos de mediodía, de los automovilistas entre sí ante los semáforos, de los pacientes del hospital aguardando a que, al fin, entre el primero, gira siempre en torno a las mismas cosas. [...] Todos tenemos que hablar de lo que pasa, que es vario pero fotocopiado.»
Foto de mabelzzz
Esta semana el «chino» protagonista ha sido la huelga general de España y Portugal, tema recurrente en esa conversa de oficinistas a la que aludía el académico zaragozano. Como huelguista (aunque no tenga cara de tal, según un compañero) no ha habido disquisición en la que no se me informara de la inutilidad de la protesta, y otras razones particulares para no dejar de trabajar ese día.

Cualquiera puede encontrar un motivo para no hacer algo, si no es demasiado exigente en cuanto a la solidez del argumento. Además del habitual «no va a servir para nada» (que ya tratamos allá por el mes de las flores) yo me he encontrado, verbigracia, con personas que aseguraban no poder permitírselo económicamente (pero que en Diciembre se van de viaje de esquí a otro país), personas que no la secundaban por su odio hacia los mandamases sindicales (que es como si para fastidiar a tu pareja te escondieras las tijeras de la cocina en el culo, de modo que no las encuentre) y personas que aseveraban que lo necesario es un paro indefinido (si no haces huelga un solo día -porque no puedes o no quieres- ¿cómo vas a hacer huelga sin fin a la vista?). Incluso me topé con un especimen único que juntaba en sí todas esas justificaciones.

Puedo entender que los empresarios menosprecien y critiquen cualquier reivindicación obrera ya que -por decirlo suavemente- el asunto no les viene muy bien. Más chocante es que la oposición a la protesta venga de entre aquellos que más sufren la situación actual, y a quienes más perjudicaría dejar hacer libremente a los de arriba (a todos los niveles, cada uno se preocupa de salvar y almohadillar su propio trasero, aunque eso vaya en perjuicio de los demás). Todo este pesimismo, el bajar los brazos antes de empezar a luchar, me ha recordado tres libros que narran tres historias distintas (dos reales, una ficticia) entrelazadas.

El primero de ellos es la vida de Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz. Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia cuenta la lucha tremebunda del pueblo indígena guatemalteco. Según Menchú, cada vez que trataba de organizar la oposición se encontraba con la resistencia de sus iguales, los cuales le aseguraban que no iba a cambiar nada, que su vida iba a ser siempre igual, llena de trabajo y sufrimiento.

La segunda historia proviene de la novela El árbol de la ciencia, escrita por Pío Baroja. Uno de los personajes principales de la historia dice:
«la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria. Tú sabes cómo se hacen las abejas obreros; se encierra a la larva en un alveolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre.»
Como sintetiza más tarde el protagonista, la naturaleza hace al esclavo y le da el espíritu de la esclavitud.

La tercera historia tiene que ver con perros. En Aprenda optimismo el psicólogo Martin E. P. Seligman detalla sus crueles experimentos de laboratorio con canes. En dichos experimentos, a base de descargas eléctricas que los animales no podían evitar, estos aprendían que nada de lo que hicieran tenía importancia, por lo que dejaban de luchar para evitar el dolor de futuros shocks (ni siquiera se movían). La clave es que dicho comportamiento se mantiene incluso cuando ya es posible actuar para evitar el sufrimiento. Este fenómeno se conoce como impotencia o indefensión aprendida y se ha reproducido en experimentos con humanos (puede verse un ejemplo sencillo en este vídeo).

Me pregunto cuánto «espíritu de esclavo» hay detrás de cada «no va a servir para nada». Yo creo, no obstante, que se trata simplemente de un argumento socorrido para quedar bien frente a uno mismo. La cosa es, mucho me temo, que simplemente somos seres egoístas que no se revuelven hasta que le toca a uno de lleno. Y ya pueden sufrir decenas, cientos, miles o millones -dependiendo del umbral propio y de la distancia física o social- de prójimos, que tanto da mientras no sea la propia piel la que está en juego.
Lo malo de esto es que tiene mucho sentido que sea así, de manera que no cabe esperar que cambie.

No hay comentarios:

Publicar un comentario