domingo, 11 de noviembre de 2012

La carrera de la rata

Foto de mabelzzz
Hay personas con las que tenemos siempre las mismas conversaciones, en las que se dicen siempre las mismas frases en el mismo orden, se hacen las mismas preguntas, se dan las mismas respuestas y se gastan las mismas bromas. En mi caso una de esas personas es cierto familiar cercano (llamémosle Dositeo) que nos recuerda en cada visita la manera en que su cónyuge (a la que nos referiremos usando el nombre de Eustaquia) emula diariamente al protagonista de El gran despilfarro.

Esta pareja está atrapada en lo que Robert Kiyosaki llama la carrera de la rata:
«Como resultado del incremento de sus ingresos, deciden salir y comprar la casa de sus sueños. Una vez en su casa, tienen un nuevo impuesto denominado "impuesto a la propiedad" [...]. A continuación adquieren un nuevo automóvil, nuevos muebles y nuevos aparatos para acondicionar su nueva casa. De repente despiertan y descubren que la columna de pasivos está colmada con la deuda de la hipoteca y las tarjetas de crédito. Ahora están atrapados en la "carrera de la rata". Tienen un hijo. Trabajan más duro. El proceso se repite. Más dinero e impuestos más altos, porque suben de categoría impositiva. Les llega una tarjeta de crédito por correo. La utilizan. La saturan. [...] El vecino los llama para invitarlos a ir de compras [...]. Se dicen: "No compraremos nada, sólo iremos a ver." Pero sólo en caso de que encuentren algo, llevan su tarjeta de crédito en la cartera.»
De modo que este matrimonio nunca gana suficiente dinero, pues sus gastos crecen a la vez que sus ingresos. Sobre el papel, Eustaquia y Dositeo tienen un BMW, un mercedes, casa en la playa, en la montaña y vacaciones en el extranjero, además de televisiones de plasma, iPhone, etcétera. Sin embargo, en realidad son un claro ejemplo de cómo gastar mucho dinero en cosas equivocadas es ortogonal a la felicidad personal.

La semana pasada expuse la idea de que tal vez en los países ricos se trabaja demasiado. Lo cierto es que la obsesión por el crecimiento económico y la generación de riqueza basados en el consumo ha acabado sometiendo a muchos al tipo de vida que describe Geoffrey Miller:
«All you have to do is sit in classrooms every day for sixteen years to learn counter intuitive skills, and then work and commute fifty hours a week for forty years in tedious jobs for amoral corporations, far away from relatives and friends, without any decent child care, sense of community, political empowerment, or contact with nature. Oh, and you'll have to special medicines to avoid suicidal despair, to avoid having more than two children. It's not so bad, really. The shoe swooshes are pretty cool.» 
Globalmente somos más ricos, pero no más felices. Ocurre que las necesidades que tiene la economía para crecer no son las mismas que las que tienen los individuos para ser felices. Como dice Daniel Gilbert:
«la producción de riqueza no es una condición necesaria para hacer felices a los individuos, pero sí sirve para satisfacer las necesidades de una economía, que está al servicio de una sociedad estable, que está al servicio de una red de propagación de creencias engañosas sobre la felicidad y la riqueza. Las economías prosperan cuando los individuos se esfuerzan, pero, como los individuos sólo se esfuerzan por su propia felicidad, es fundamental que crean, aunque sea falso, que la producción y el consumo son las vías hacia el bienestar personal.»
Y es que para ser felices, dicen los psicólogos, una vez cubiertas las necesidades básicas el dinero debe gastarse en experiencias, no en objetos. Una razón de que hagamos lo contrario es que las personas somos realmente malas prediciendo qué nos hará felices. Si el lector posee un trastero o un desván en su vivienda no le será difícil encontrar multitud de cosas que nacieron como una oferta de bienestar y acabaron en una promesa incumplida. Afortunadamente, es poco probable que nada de lo allí guardado haya tenido un impacto permanente en su economía o haya afectado radicalmente a su estilo de vida. Pero la cosa cambia cuando hablamos de casas en las afueras y todoterrenos, gastos que nos pueden condenar durante años a, por ejemplo, largos viajes de ida y vuelta al trabajo (un hecho fatal para nuestra felicidad), o a tener que soportar a un infame rebaño de gilipollas porque «hay que pagar las facturas».

Por supuesto, cabe pensar que mejor ser un rico insatisfecho que un pobre insatisfecho. Yo creo que mi padre, a pesar de que no le falta nada de lo esencial, cambiaría sin pensarlo su lugar con el de Dositeo. Ambos trabajan alrededor de doce horas seis días por semana, pero mientras el hacedor de mis días gasta sus escasas horas de descanso semiinconsciente en un sofá desvencijado de la década de los ochenta, Dositeo puede relajarse de vez en cuando cerca del mar o en su propia casita rural frente al fuego de leña. No obstante, pensar que, ya que vamos a estar puteados igualmente mejor será rodearse de lujo y caprichos, es precisamente el tipo de pensamiento que lo lleva a uno a la línea de salida de la carrera de la rata.

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