lunes, 9 de mayo de 2016

Al César lo que es del César (y II)

No es más que la verdad sencilla cuando decimos que el debate sobre la licitud de los impuestos viene de antiguo, tal como atestigua aquel célebre pasaje de la Biblia en el que Jesús es consultado sobre el pago de tributos:

Entonces se fueron los fariseos y deliberaron entre sí cómo atraparle, sorprendiéndole en alguna palabra. Y le enviaron sus discípulos junto con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con verdad, y no buscas el favor de nadie, porque eres imparcial. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito pagar impuesto al César, o no? Pero Jesús, conociendo su malicia, dijo: ¿Por qué me ponéis a prueba, hipócritas? Mostradme la moneda que se usa para pagar ese impuesto. Y le trajeron un denario. Y Él les dijo: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Ellos le dijeron: Del César. Entonces Él les dijo: Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Al oír esto, se maravillaron; y dejándole, se fueron.
Aunque la época de los césares ha quedado relegada a los libros de Historia en el mundo moderno el dinero sigue siendo creado por los gobiernos. Los bancos centrales acuñan moneda, imprimen billetes, distribuyen ambos y recogen la moneda anticuada o deteriorada. Todas esas funciones conllevan un coste. Por tanto, es posible pensar en los impuestos como el gasto que imponen los gobiernos sobre el uso de ese instrumento de intercambio y almacén de valor que ponen a disposición de los ciudadanos. Según este argumento, el dinero pertenece al Estado, el cual nos cede el usufructo como registro de nuestro trabajo, pero nunca pierde la propiedad sobre él y está en su derecho de reclamarlo para sufragar los costes de creación y mantenimiento.

Foto de Ángel M. Felicísimo
Una objeción evidente a la tesis anterior es que la recaudación fiscal no se dedica únicamente a pagar los costes relacionados con la gestión del dinero. Los presupuestos de algunos gobiernos reservan explícitamente ciertas cantidades para otros fines: defensa militar, sanidad, educación o sueldos de empleados públicos. No obstante, el argumento examinado aún podría seguir siendo válido: el dinero es propiedad del gobierno, que es quien lo fabrica, y puede reclamarlo para destinarlo a los fines que crea conveniente. El problema es que los Estados utilizan la coerción para establecer su monopolio sobre el papel moneda. Obligar a los demás a utilizar un producto o servicio y exigirles un pago por ello se parece demasiado a la extorsión.

El robo consiste en quitar a una persona algo que le pertenece por medio de la violencia o la intimidación o utilizando la fuerza. Que el gobierno nos reclame una cantidad de dinero bajo la amenaza de penas de cárcel parece encajar perfectamente en esta definición. A no ser, claro está, que ese dinero que nos piden no sea nuestro. La definición de robo va a asociada a la de propiedad, de manera que nuestra visión de los impuestos puede cambiar según cómo concibamos la idea de la propiedad.

¿Por qué creen ustedes que el dinero que reciben a cambio de su trabajo es suyo? Quizá sea porque los seres humanos tenemos un derecho natural e inviolable sobre el fruto de nuestro trabajo. O quizá sea porque el marco legal así lo establece: mi dinero es mío porque está en un banco a una cuenta a mi nombre, y por ley nadie más que yo puede acceder a dicho dinero. Si alguien lo hiciera yo estaría en mi derecho de reclamar al gobierno que, a través del poder judicial, dicho dinero me sea devuelto.

Si consideramos la propiedad como un constructo legal, es decir, como un concepto obra de la mente humana, entonces el derecho sobre nuestros ingresos antes de impuestos ya no es tan firme. La idea es más o menos como sigue. La propiedad está definida por las leyes, y las leyes incluyen reglas fiscales sobre el pago de impuestos. Por tanto, el dinero que podemos llamar nuestro no son los ingresos brutos, sino el montante final después de haber pagado impuestos. Este es, resumido con una brevedad escandalosa, el argumento defendido por Thomas Nagel y Liam Murphy:

Private property is a legal convention, defined in part by the tax system; therefore, the tax system cannot be evaluated by looking at its impact on private property, conceived as something that has independent existence and validity. Taxes must be evaluated as part of the overall system of property rights that they help to create. Justice or injustice in taxation can only mean justice or injustice in the system of property rights and entitlements that result from a particular tax regime.
Y más adelante continúan:

Since that system includes taxes as an absolutely essential part, the idea of a prima facie property right in one's pretax income—an income that could not exist without a tax-supported government—is meaningless. There is no reality, except as a bookkeeping figure, to the pretax income that each of us initially ―has,‖ which the government must be equitable in taking from us.
Por tanto:

Property rights are the product of a set of laws and conventions, of which the tax system forms a part. Pretax income, in particular, has no independent moral significance. It does not define something to which the taxpayer has a prepolitical or natural right, and which the government expropriates from the individual in levying taxes on it. All the normative questions about what taxes are justified and what taxes are unjustified should be interpreted instead as questions about how the system should define those property rights that arise through the various transactions—employment, bequest, contract, investment, buying and selling—that are subject to taxation.
En resumen: según Nagel y Murphy no existen derechos de propiedad independientes del sistema de impuestos y, a consecuencia de ello, los impuestos no pueden violar tales derechos. El debate político pasa entonces de consistir en cuánto nos roba el gobierno a cómo las leyes, incluyendo el sistema de impuestos, determinan qué es nuestro.

Otros argumentos que legitiman el cobro de impuestos son posibles, aunque no los examinaremos en profundidad. Por ejemplo, es posible considerar los tributos como el pago que exige el gobierno a los ciudadanos por vivir en su territorio, una especie de alquiler. También pueden verse como el precio a pagar por los servicios que el gobierne ofrece y a los que aquellos ciudadanos que deciden no emigrar dan su consentimiento implícito. Adicionalmente, cabe sostener que los impuestos son una forma de aumentar la libertad de los más desfavorecidos o una obligación para con la comunidad.

Como todos los argumentos, estos últimos también son discutibles y descansan de nuevo en qué entendemos por propiedad legítima. Que las leyes tributarias sean una sustracción de la propiedad legítima contra cuyo cumplimiento cabe objetar en conciencia depende de si creemos que nuestro derecho de propiedad es algo natural o adquirido, una cuestión que quizá valga la pena examinar más a fondo.

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