lunes, 19 de junio de 2017

Incultos

Una de las principales aportaciones de Immanuel Kant a la filosofía fue el imperativo categórico, la pieza doctrinal básica de su teoría moral. El imperativo es la fórmula que toman los mandatos de la razón práctica, siendo estos últimos representaciones de un principio objetivo. El imperativo no expresa un estado (por ejemplo: todas los seres humanos son mortales) sino que ordena o manda una acción (verbigracia: todos los seres humanos deben obrar de forma moral). Si no lo han entendido, no se preocupen; es moneda común. Enseguida veremos ejemplos que esclarecerán el asunto.

Hay dos clases de imperativos, según Kant:

Todos los imperativos mandan hipotética o categóricamente. Los primeros representan la necesidad práctica de una acción posible como medio para conseguir alguna otra cosa que se quiere (o es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representaría una acción como objetivamente necesaria por sí misma, sin referencia a ningún otro fin.
Foto de j.sutt
Así, los imperativos hipotéticos toman la forman «si quieres X debes hacer Y». Por ejemplo: si quieres curarte debes tomar esta medicina. Los imperativos categóricos, por el contrario, tienen la forma «debes hacer Y». Por ejemplo: debes respetar la vida de los demás. Mientras que los imperativos hipotéticos ven su validez condicionada por el fin que persiguen, los categóricos no son medios para obtener algo y deben seguirse sin condición ninguna.

Hasta aquí esta muy breve introducción a la ética kantiana. Mantengan estas ideas en mente mientras hablamos del tema de hoy.

Consideremos el siguiente párrafo extraído del reportaje Los nuevos bárbaros, cuyo contenido expresa una idea muy común en nuestra sociedad:

“Yo a mi hija ya le he dicho que se haga cantaora o algo, que canta muy bien. Sal en la tele”. El que habla es Mané, que tiene un bar donde, a veces, por las tardes, se juntan unos amigos a tocar flamenco. “Yo esos de los libros, a los que van de culturales, me descojono”, dice. “Llevo diez años con el negocio y no he visto ni uno que tenga para pagarse los cafés. ¿Qué le dices a tu gente? ¿Qué sean como ellos? Venga hombre. Mucha facha y nada más. A mí, esos de los libros, negocio me hacen poco”.
Si son lectores habituales de este blog es posible que esa última frase («a mí, eso de los libros, negocio me hacen poco») les recuerde a los batuecos de la Carta a Andrés escrita por Mariano José de Larra que comentamos la semana pasada, uno de los cuales dice: «el saber es para los hombres que no tienen sobre qué caerse muertos». Casi doscientos años después, la actitud española ante la cultura sigue siendo la misma, o peor. Como dice Raquel Tomé en su reportaje: «desde abajo la cultura se ve como un lujo estúpido y prescindible, cuando no como un problema».

Supongo que esta actitud se debe a la escasa (o nula) utilidad práctica de la cultura en el mundo actual, en la que el conocimiento de las artes clásicas o de las artes liberales no son condición sine qua non para alcanzar nuestros objetivos vitales más comunes, a saber, dinero, amor o reconocimiento. La única excepción quizá sea la salud.

Tal vez en épocas pasadas la formación cultural era un indicador de clase social superior y, como tal, era perseguida por quienes querían ascender en la escala social. Hoy, sin embargo, lo que da dinero es formar parte de la sociedad del espectáculo o ser un superespecialista, nada de lo cual requiere conocimiento de los autores clásicos. Sirva como ejemplo este otro pasaje del reportaje antes mencionado:

Fátima fue a la universidad, estudió Derecho, se colocó y no volvió a leer ni una línea que no fuese necesaria para su trabajo. “No me hace falta. Soy independiente, gano dinero, me he casado y, si quieres que te diga la verdad, las conversaciones en mi ambiente van sobre cualquier cosa menos sobre cultura. Alguna ‘peli’ de George Clooney y punto”.
En una sociedad de mercado lo más importante para vivir con desahogo es tener dinero, y para obtenerlo da igual que creamos que la leche con chocolate proviene de vacas de color marrón, que la capital de Dinamarca es Häagen-Dazs, que la Tierra es plana, que el trivium y el quadrivium son videojuegos o que Erwin Schrödinger fue un delantero del Bayern de Munich. Como el vicario saboyano de Rousseau podemos exclamar: «Gracias al cielo, ya estamos libres de ese espantoso aparato de filosofía y podemos ser hombres sin ser sabios».

Con la cultura desprovista de utilidad el único imperativo que nos queda es el categórico, esto es, adquirir cultura por ser necesaria en sí misma. Se trataría aquí de encontrar algún razonamiento cuya conclusión lógica sea que debemos ser cultos, independientemente de si nos es útil o no. ¿Existe tal razonamiento? Lo ignoro, y mi limitado intelecto hace que sea incapaz de alumbrar uno. Como los críticos de Kant han dejado claro durante dos siglos, no es nada fácil sostener con argumentos puramente deductivos que algo posee pleno valor en sí mismo. Más difícil aún es para cualquiera de nosotros perseguir cualquier cosa buena de suyo que suponga un esfuerzo y hasta pueda perjudicarnos, por más que hacerlo sea nuestro deber (ibídem Kant):

De hecho, descubrimos también que cuanto más viene a ocuparse una razón cultivada del propósito relativo al disfrute de la vida y de la felicidad, tanto más alejado queda el hombre de la verdadera satisfacción, lo cual origina en muchos (sobre todo entre los más avezados en el uso de la razón), cuando son lo suficientemente sinceros como para confesarlo, un cierto grado de misología u odio hacia la razón, porque tras el cálculo de todas las ventajas extraídas, no digamos ya de los lujosos inventos que procuran ordinariamente todas las artes, sino incluso de los correspondientes a las ciencias (que al cabo les parecen ser asimismo un lujo del entendimiento), descubren que de hecho solo se han echado encima muchas más penalidades, antes que haber ganado en felicidad y lejos de menospreciarlo, envidian finalmente a la estirpe del hombre común, el cual se halla más próximo a la dirección del simple instinto natural y no concede a su razón demasiado influjo sobre su hacer o dejar de hacer.
Incluso aunque existiera dicho razonamiento y este fuera irrefutable creo que de poco serviría. La mente ignorante es impermeable a todo aquello que no le sirva para satisfacer sus instintos naturales. Recuerden la conversación de Larra, en la que cada admonición por un aspecto de la cultura era contestado con un ejemplo de inutilidad para la vida diaria. Si ser instruido no es necesario para el día a día, no da dinero ni permite adquirir un estatus superior y, para más inri, todos somos igual de ignorantes, entonces a nadie le importa que la erudición sea lo debido. En un país de golfos y analfabetos los valores son un lastre, y tan pringado es un ciudadano ilustrado como uno que obra moralmente. Aquí la única forma útil de hacer que hubiera más visitas al Museo del Prado sería regalando una copa con la entrada.

Irónicamente, como la maldad e hipocresía humanas no conocen asíntota no tenemos problema en hacer mofa y befa de la ignorancia ajena, por más que la propia clame al cielo. Decimos a menudo que la gente «es gilipollas» o «está mal de la cabeza», exigiendo de forma implícita que se conduzcan según los principios de la razón, aun cuando ese sea un estándar que no apliquemos a nosotros mismos. Es posible que, como sociedad, nos fuera mejor si nuestro nivel cultural medio fuera más elevado pero individualmente pocos están dispuestos a hacer el esfuerzo. Como ocurre con tantas otras cosas, eso mejor que lo hagan otros.

Habrá quien piense, como esos economistas a quienes no quita el sueño la extinción de especies animales y vegetales sin valor económico, que si no sirve para nada pues que qué más da, que a la porra con la cultura. Pero esa es una idea peligrosa, habida cuenta de que la mayoría de las vidas humanas no sirven para nada. Burlarse de quien gasta parte de su tiempo en cultivar su intelecto es como reírse del apego a la vida de quien tiene una existencia irrelevante, indistinguible de la de millones de personas y perfectamente prescindible. Es decir, de casi todo el mundo.

No creo que la situación vaya a mejorar. Si hemos dado la espalda a la cultura durante siglos probablemente sigamos haciéndolo durante las centurias venideras. Aún así, no soy especialmente pesimista porque creo que la oferta cultural seguirá extendiéndose, y que la facilidad para acceder a ella y los formatos en que se presenta seguirán creciendo, tal como ha venido ocurriendo. Si los modelos clásicos de la economía son ciertos eso significa que se consumirá más cultura. El grueso de la población seguirá teniendo un nivel cultural cercano al de cualquier cabestro de los que protagonizan los programas de Telecinco pero, al menos, una mayor proporción de quienes quieran cultivarse podrán hacerlo.

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