lunes, 9 de abril de 2018

Normas (III)

Las «reglas del juego» del balompié apenas han cambiado durante décadas, centrándose las alteraciones en las competiciones en sí (tres puntos por victoria, número de participantes por país en competiciones europeas, etcétera) y en asegurar el cumplimiento de las reglas ya existentes (cuarto árbitro, ojo de halcón, VAR, telecomunicaciones para el equipo arbitral, etcétera). Proposiciones que modificaban el juego en sí, tales como el adelantamiento de la línea de fuera de juego hasta la frontal del área o el aumento del tamaño de las porterías cayeron en el olvido (con una excepción notable: la prohibición de que el portero pudiera coger con las manos un balón pasado por un compañero).

Foto de alessio mazzocco
A diferencia del deporte rey, las normas de la Fórmula 1 cambian cada año (a veces incluso a mitad de temporada) con diversos fines, tales como mejorar el espectáculo, reducir costes y aumentar la seguridad de los pilotos. A veces dichos fines se oponen unos a otros. Por ejemplo, si se permiten coches más rápidos el riesgo para los pilotos es mayor y es más difícil adelantar. Por otro lado, este es un deporte en el que el equipamiento marca una diferencia sustancial, pues el coche con el que se participa determina en gran medida el éxito en las carreras. Todas estas características (cambios frecuentes, fines dispares, diferencias en el punto de partida de los competidores) hacen de la normativa de la Fórmula 1 un ejemplo mucho más cercano a las reglas de la sociedad. De hecho, en este deporte ocurre como en cualquier nación: las normas cambian tratando de buscar el equilibrio entre lo deontológico y múltiples fines contrapuestos, dejando a todo el mundo descontento en parte.

Una de las quejas más frecuente sobre la Fórmula 1 es que es aburrida, máxime si la comparamos con las carreras de motos, donde los adelantamientos son frecuentes y cada vuelta está acompañada por el riesgo de caída del piloto. Si los goles son, a la vez, la salsa y el bien más escaso del fútbol, los adelantamientos son su equivalente en la Fórmula Uno. Es por ello que uno de los ejes principales alrededor de los que giran los cambios en el reglamento es hacer más fácil que los coches puedan adelantarse entre ellos. Cambio notable en este sentido fue la introducción hace pocos años del DRS, un dispositivo que puede activar el coche perseguidor cuando está muy cerca del que le precede para mejorar su aerodinámica y ser más rápido, facilitando así el adelantamiento. Es un cambio de reglamento del tipo «el fin justifica los medios»: otorga una ventaja concreta (si bien momentánea) a un competidor sobre otro para que el espectáculo sea más atractivo.

Con el DRS parece haber ocurrido finalmente lo mismo que con los tres puntos por victoria que vimos en el caso del fútbol: no ha conseguido su objetivo, al menos (es solo mi opinión) en la medida en que se esperaba. La razón es que los adelantamientos dependen en gran parte del tipo de circuito y de otras medidas aerodinámicas del reglamento, como las alas y las ruedas, así que los responsables pertinentes están trabajando en nuevas medidas para el año que viene. En cualquier caso, el DRS se mantiene (al menos, de momento). Este es un fenómeno corriente: los cambios se arrastran aun cuando no lograron lo que pretendían, siguiendo vigentes por costumbre en ausencia de las razones que los alumbraron. Conviene tener esto en cuenta: en teoría, los cambios en las normas pueden proponerse como temporales y reversibles («para probar») pero, en la práctica, con frecuencia el statu quo sirve de ancla y no se vuelve al estado anterior.

A veces también ocurre lo contrario: no se prueba una modificación durante tiempo suficiente como para saber si es para mejor o no. Hace un par de años se cambió la manera en que se decidía el orden de salida para la carrera del domingo, con objeto de obligar a los equipos a esforzarse más durante la clasificación. A la tercera carrera se volvió al formato anterior (y sigue así desde entonces), pues el nuevo formato no gustaba a los equipos y muchos aficionados se vieron defraudados al ver que con él la parrilla quedaba decidida faltando todavía algunos minutos para que terminara la sesión. He aquí otro punto a tener en cuenta en cuanto a los cambios en las normas: no nos gustan de por sí, quienes se oponen a una modificación concreta pondrán el grito en el cielo si no funciona perfectamente a la primera, y tendemos a pensar de forma binaria y absoluta (implementar el cambio o no, revertirlo o mantenerlo) antes que hacer ajustes sobre las modificaciones introducidas.

Las palabras «Fórmula Uno» evocan la idea de coches espectacularmente veloces. Es un rasgo que define este deporte y todo el mundo querría mantenerlo. El problema es que los coches más rápidos se obtienen mediante diseños aerodinámicos sofisticados y motores potentes. Lo primero hace que sea más difícil adelantar, mientras que lo segundo sube los costes. Además, los coches más rápidos son más peligrosos.

¿Qué hacer cuando las normas deben acomodar fines opuestos? Una posible solución sería ordenarlos según nuestras prioridades y hacer que las reglas cambien al son de estas. Por ejemplo, en los albores de la competición la seguridad de los pilotos apenas contaba; este año se ha introducido el halo, un protector para la cabeza que enerva a los puristas pero que busca evitar muertes como la de Jules Bianchi en 2015. Antes los equipos podían gastar cuanto quisieran; desde la crisis financiera de 2007 ha intentado controlarse el gasto. Las azafatas, otra tradición de esta competición, han sido sustituidas por niños siguiendo la tendencia de la sociedad.

Por desgracia, no siempre hay un orden claro. Todos sabemos lo difícil que es para un grupo de personas acordar qué fines tienen prioridad sobre otros y que, a menudo, no hay una jerarquía que deje contento a todo el mundo. Acaso la política sea la lucha por controlar la prioridad de los fines, la pugna por poner en primer lugar lo que a nosotros nos parece más importante.

Se puede tomar la desigualdad como punto de partida para ejemplificar lo anterior. Aunque aquí nos estaremos refiriendo a la desigualdad entre pilotos, en tanto en cuanto conducen coches con prestaciones diferentes, la discusión puede extrapolarse sin mucho problema a la desigualdad económica o de otro tipo. La premisa de partida es, en nuestro caso, que las carreras debería ganarlas el competidor más rápido. Ahora bien, un campeonato en el que dos corredores se pasean repartiéndose los primeros puestos del podio mientras el resto los sigue a una distancia abismal destruye la emoción y aburre a los espectadores, lo que es malo para el negocio.

Una propuesta de la que se habla cada cierto tiempo es el orden de salida inverso, a saber, hacer que el orden de salida de un gran premio sea el opuesto a la clasificación de la última carrera (el ganador de aquella saldría último en la siguiente, el segundo saldría penúltimo, etcétera). Eso obligaría a los coches más rápidos a adelantar y daría más opciones a los más lentos. Por lo que yo sé no es una opción muy popular. De nuevo, la comparación con otros deportes deja patente el agravio: ¿se imaginan una carrera de doscientos metros lisos en las que no hubiera decalaje y que los corredores más rápidos en las semifinales tuvieran que correr por las pistas exteriores, una distancia veintiocho metros mayor? Hay quien ve esto como un castigo injusto al equipo que lo está haciendo bien, el cual debería poder quedarse con todo el fruto de su trabajo aunque eso haga que el campeonato esté decidido de antemano. De nuevo, deontología frente a teleología, los principios frente a los fines.

Continuará.

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