lunes, 25 de febrero de 2019

Muda

A mí me pagan, entre otras cosas, por producir código informático. Sin embargo, mi ordenador está lleno de código muerto, esto es, código que nunca se puso en producción o que nunca vio la luz del día. En definitiva, código que nunca ha servido el fin para el que ha sido producido. La proporción de mi trabajo que acaba usándose es cada vez menor.

Ya les hablé de ello. No soy el único en esta situación en mi empresa y no es esta la única compañía que paga a sus trabajadores por labores de las que no saca ningún provecho. Al fin y al cabo, todo trabajo de oficina que se precie conlleva perder el tiempo gestionando correos electrónicos, acudiendo a reuniones estériles y completando tareas de administración de dudosa utilidad como rellenar informes de horas. Una encuesta hecha en Estados Unidos concluyó que el tiempo real dedicado por un trabajador a tareas productivas era solo el cuarenta y cuatro por ciento del total.

Que podamos dedicar menos de la mitad de la jornada semanal a trabajo real es preocupante de por sí pero a ello hemos de sumarle lo comentado al principio, esto es, que no todo el trabajo hecho en ese tiempo acaba cumpliendo su cometido. Consideremos también la cantidad de sistemas duplicados que toda empresa mantiene, los procedimientos burocráticos que solo sirven para generar más retrasos y el dinero del presupuesto gastado en bobadas. Y no olvidemos, por supuesto, a aquellos empleados que son totalmente innecesarios. En una empresa en la que trabajé, verbigracia, había tres o cuatro personas que llevaban allí toda la vida y dedicaban su jornada a ver series de televisión. Un día hasta los vi comer palomitas. Lo juro.

Si la mitad del tiempo no es trabajo real, y de esa mitad que sí lo es una buena parte no tiene ningún valor de negocio ¿no es ese puesto de trabajo prescindible? David Graeber, antropólogo para más señas, los llama bullshit jobs:

[W]hat I am calling “bullshit jobs” are jobs that are primarily or entirely made up of tasks that the person doing that job considers to be pointless, unnecessary, or even pernicious. Jobs that, were they to disappear, would make no difference whatsoever. Above all, these are jobs that the holders themselves feel should not exist.

Contemporary capitalism seems riddled with such jobs. [...] a YouGov poll found that in the United Kingdom only 50 percent of those who had full-time jobs were entirely sure their job made any sort of meaningful contribution to the world, and 37 percent were quite sure it did not. A poll by the firm Schouten & Nelissen carried out in Holland put the latter number as high as 40 percent.
Taiicho Ohno, considerado el padre del método de producción Toyota, identificó siete tipos de desperdicio o muda que pueden tener lugar en una cadena de producción: relacionados con el transporte, el inventario, el movimiento, la espera, la sobreproducción, el sobreprocesamiento y los defectos.

Imagen de Wikimedia Commons

En el contexto empresarial muda es cualquier actividad que consume recursos pero no aporta ningún valor al cliente. Además de este, otro problema que puede tener lugar es mura, vocablo que hace referencia a un flujo de producción que no está equilibrado, es decir, que hay periodos en los que se debe trabajar a toda prisa y otros en los que se está ocioso. Finalmente, existe el problema denominado muri, término japonés con el que se denomina la sobrecarga que sufren los trabajadores y las máquinas al exigirles más de lo que están preparados o diseñados para soportar. El método de producción Toyota trata de eliminar todo muda, mura y muri.

En general, la palabra japonesa muda puede traducirse como futilidad, inutilidad o despilfarro. Afecta no solo a las empresas sino a la sociedad en su conjunto. Para ilustrar esta afirmación les hablaré de otro de mis empleos.

Mi primer trabajo de verdad fue en la sección de alimentación de un hipermercado. Mi área de influencia era el pasillo de las galletas, donde pasaba cuatro horas reponiendo el género y colocando las estanterías, así como retirando los productos que estuvieran caducados. También tenía que devolver a su lugar los artículos de otros pasillos que clientes arrepentidos habían dejado en el mío, y recoger aquellos otros que se habían consumido (total o parcialmente) dentro de la tienda.

En mi primer día allí había una bolsa de galletas de desayuno abierta. Mientras lo llevaba al arcón donde las dejábamos toqué una y me llevé el dedo a la boca. «No comas nada», me dijo mi jefe, «esto está lleno de cámaras». Me pareció una norma lógica, ya que un empleado malintencionado podría desayunar gratis excusándose en que la bolsa ya estaba abierta cuando en realidad la había abierto él mismo.

Lo que no me pareció tan lógico fue lo que nos obligaron a hacer con unas chocolatinas Toblerone cierta mañana de aquel verano. Una marca de café lanzó una promoción en la que regalaba una de dichas chocolatinas junto con el bote de café. La promoción acabó y tocaba retirarla así que separamos los botes de café del regalo que traían. Los botes volvieron a la estantería para su venta. Las chocolatinas, sin embargo, fueron a parar a la basura. Nos obligaron. Una enorme caja llena de Toblerones en perfecto estado fue a parar a la apisonadora donde tirábamos las cajas de cartón. Me pareció un sacrilegio. Por un lado, porque me encanta el chocolate. Por otro, porque no había una razón lógica para tirar esa comida a la basura.

El arcón del almacén mencionado acababa rebosando todas las mañanas. Como digo, se llenaba de productos caducados, cajas abiertas, bolsas rotas, botes rajados, latas abolladas y demás. A ello había que sumarle lo que tirarían los responsables de productos frescos, que utilizaban otros contenedores. Y todo esto habría que multiplicarlo por el número de tiendas de este tipo que había en España.

No es ningún secreto que los hipermercados tiran muchísima comida a la basura. También se desperdicia antes (en la cosecha) y después (en restaurantes o en casa). La ONU estima que, en total, alrededor de un tercio de toda la comida producida se desperdicia. Cantidades ingentes de recursos naturales, mano de obra y energía gastados en producir, envasar y distribuir alimentos que van a parar directos a un vertedero. En una palabra: muda.

Desgraciadamente, no solo desperdiciamos los alimentos. ¿Cuántos artículos habrá que nunca abandonan el almacén o la estantería del bazar oriental? ¿Cuántas cosas tenemos en nuestros hogares que nunca hemos llegado a usar? Lo mismo ocurre con bienes cuya producción cuesta mucho dinero. En Estados Unidos, por ejemplo, hay trescientos mil coches diésel del grupo VAG aparcados sin un destino claro, fruto de la recompra a la que el fabricante se vio obligado por los tribunales por haber hecho trampa en las pruebas de emisiones de gases. En Irlanda y España la explosión de la burbuja inmobiliaria dejó montones de casas y barrios a medio construir o sin vender. Irlanda optó por demolerlos y España aún se lo está pensando.


El célebre economista inglés John Maynard Keynes dio a entender que se podía fomentar el empleo enterrando y desenterrando dinero. En su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero escribió:

Si la Tesorería se pusiera a llenar botellas viejas con billetes de banco, las enterrara a profundidad conveniente en minas de carbón abandonadas, que luego se cubrieran con escombros de la ciudad, y dejara a la iniciativa privada, de conformidad con los bien experimentados principios del laissez-faire, el cuidado de desenterrar nuevamente los billetes [...] no se necesitaría que hubiera más desocupación y, con ayuda de las repercusiones, el ingreso real de la comunidad y también su riqueza de capital probablemente rebasarían en buena medida su nivel actual.
Tim Harford nos explica que Keynes usó este ejemplo absurdo para centrar la discusión en los argumentos macroeconómicos a favor del gasto gubernamental, es decir, para que el debate no se desviara hacia las virtudes o vicios de una política concreta como limpiar calles, modernizar el sistema de transporte, etcétera. Su tesis era que se podía estimular la economía incrementando el gasto público.

El lector sagaz habrá adivinado hacia dónde me quiero dirigir: en esencia, estamos haciendo lo que proponía Keynes. El caso de la alimentación es el más ilustrativo: desenterramos nitrógeno y carbono y luego lo devolvemos de nuevo a la tierra sin que haya cumplido su fin como nutriente humano. Por muy absurdo que parezca el ejemplo que puso el economista inglés a principios del siglo veinte, una parte nada desdeñable de la actividad productiva consiste precisamente en eso.

Es de suyo evidente que ninguna empresa tiene como objetivo producir algo que no se va a vender y que lo último que haría cualquier compañía privada en un régimen de competencia es tirar el dinero. Lo lógico es tratar de ser lo más eficiente posible y podríamos tomar la popularidad del método de producción Toyota y derivados como prueba de esa aspiración. Es posible argumentar que es imposible ser eficiente al cien por cien y que cierta cantidad de desperdicio es inevitable y asumible mientras las cuentas cuadren. Quizá las empresas actuales sean menos ineficientes que en el pasado. De hecho, según un artículo de Harvard Business Review el sector privado ha alcanzado su cenit de eficiencia.

El ejemplo de Keynes pone de manifiesto una de las claves del capitalismo: lo importante para la economía es que haya movimiento y da igual que dicho movimiento consista en quemar recursos y personas para generar basura. Esta es, por supuesto, una simplificación caricaturesca pero si ven la televisión de vez en cuando tras un día largo en la oficina entenderán a qué me refiero.

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