lunes, 23 de marzo de 2015

Fuego cruzado (I)

Otro fin de semana de elecciones, otro fin de semana de marchas de la dignidad, otro fin de semana de discusiones políticas en internet. Qué rápido pasa el tiempo y qué despacio evoluciona la humanidad. Son demasiados los que creen profundamente en sus propias convicciones y tratan con vehemencia de hacerlas pasar por el gaznate ajeno (como bien decía el recientemente fallecido Terry Pratchett: «el problema de tener una mente abierta es que la gente insiste en entrar y poner allí sus cosas»). Son demasiados los que se ven a sí mismos como seres de pensamiento infalible en posesión de los datos y los hechos correctos, y a los demás como batos duros de mollera incapaces de entrar en razón. Personas a quienes los nombres de Rawls, Nozick, MacIntyre, Burke, Fukuyama y compañía les sugiere la alineación del West Ham United antes que teorías políticas discuten cargados de todo el partidismo del que pueden hacer acopio con la intención de, pero sin la capacidad para, persuadir a los demás. El resultado es bien resumido por Michael Sandel: «el argumento político consiste principalmente en hablar a gritos en la televisión por cable, verter la ponzoña partidista en las tertulias de la radio y excitar las disensiones ideológicas en los pasillos del Congreso».

Foto de Adam Arroyo
Todos estamos familiarizados con programas como La Sexta Noche, Un tiempo nuevo, Al rojo vivo, Las mañanas de Cuatro, El debate de la 1 o Crossfire (por citar alguno de otro país), versiones televisadas de las discusiones políticas que tienen lugar en bares, reuniones familiares, oficinas o la red, en las que miembros de un bando y de otro desarrollan argumentos que se arrojan mutuamente cual adoquines, siempre sin ningún efecto, pues nadie logra convencer a nadie de nada, quedando nuevamente el debate sin resolver. Este desacuerdo moral lo traía a colación Alasdair MacIntyre como punto de partida de su libro Tras la virtud:

El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable. Con esto no me refiero a que dichos debates siguen y siguen y siguen –aunque también ocurre–, sino a que por lo visto no pueden encontrar un término. Parece que no hay un modo racional de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura.
Algo que sabemos que nunca va a pasar en uno de estos debates es que alguien se levante y le diga a su oponente: «no lo había visto así, tienes razón». De hecho, nos quedaríamos pasmados si eso sucediera. Ya en su momento vimos algunas de las razones biológicas y psicológicas detrás de ello, de manera que no las repetiremos aquí. Quiero, sin embargo, añadir una cosa, y es la observación de MacIntyre al respecto de cómo lo que a primera vista parece una argumentación rápidamente decae hacia un desacuerdo no argumentado, observación cuya importancia veremos en la segunda parte (ibídem MacIntyre):

Siempre que un agente interviene en el foro de un debate público, es de suponer que ya tiene, implícita o explícitamente, situado en su propio fuero interno el asunto de que se trate. Pero si no poseemos criterios irrebatibles, ni un conjunto de razones concluyentes por cuyo medio podamos convencer a nuestros oponentes, se deduce que en el proceso de reajustar nuestras propias opiniones no habremos podido apelar a tales criterios o tales razones. Si me falta cualquier buena razón que invocar contra ti, da la impresión de que no tengo ninguna buena razón. Parecerá, pues, que adopto mi postura como consecuencia de alguna decisión no racional. En correspondencia con el carácter inacabable de la discusión pública aparece un trasfondo inquietante de arbitrariedad privada. No es para extrañarse que nos pongamos a la defensiva y por consiguiente levantemos la voz.
Estas porfías que sufrimos a diario sobre moral en política no solo no suelen lograr que reconsideremos nuestra postura, sino que incluso pueden tener el efecto contrario. Enfrentados con pruebas en contra, a veces nos atrincheramos aún más en nuestras creencias:

Several studies have documented the “attitude polarization” effect that happens when you give a single body of information to people with differing partisan leanings. Liberals and conservatives actually move further apart when they read about research on whether the death penalty deters crime, or when they rate the quality of arguments made by candidates in a presidential debate, or when they evaluate arguments about affirmative action or gun control.
Hasta cierto punto, todo esto tiene sentido y es incluso deseable. En una sociedad plural somos libres de tener y de defender nuestros propios puntos de vista morales, y se supone que el conjunto de la ciudadanía se beneficia de la existencia de diversas opiniones. Por otro lado, todos tenemos que cerrar selectivamente nuestra mente a ciertos sistemas de creencias, so pena de que nuestro pensamiento dé vueltas constantemente a un terreno conocido o intelectualmente yermo. Pienso que hay que encontrar cierto equilibrio entre tener una mente abierta a la crítica y mantener cierta firmeza que nos libre de ahogarnos en el relativismo y la inacción. En palabras de Julian Biaggini:

No puede ir y examinar a fondo todas las afirmaciones que parecen contradecir lo que usted cree. Algunas se descartan como simplemente otro ejemplo de un tipo de pensamiento que usted rechaza y otras las ve como un reto interesante. La clave para mantener la mente abierta es hacer estas distinciones de forma justa y sincera, reconociendo los auténticos retos y estando siempre abierto a la posibilidad de que pueda aparecer otro. Básicamente, tiene que reconocer que puede haberlo entendido mal. Pero dar igual crédito a todas las alternativas no es tener una mente abierta sino una mente vacía.
Pero si estos debates consisten únicamente en exponer las propias razones sin escuchar al otro, si sabemos que nunca vamos a ponernos de acuerdo y que no vamos a convencer a nadie de nuestro punto de vista, y si todos somos conscientes de ello, entonces ¿por qué nos molestamos en discutir? ¿Por qué gastamos tiempo en desafiar los argumentos, las premisas y la lógica de quienes opinan lo contrario que nosotros, tratando de hacerles ver que su postura carece de sentido o coherencia? ¿Por qué vemos estos programas si no tenemos ni la más mínima esperanza de que haya algún tipo de acuerdo, ni de que nos haga cambiar de opinión? ¿Por qué estos espacios televisivos adoptan la forma de un debate racional cuando todos somos conscientes de que en realidad se trata de una discusión emocional? ¿Por qué seguimos polemizando una y otra y otra vez?

Hasta la fecha he encontrado tres posibles respuestas. Dichas respuestas van más allá del hecho superficial de que algunas personas muy pesadas tienen la costumbre de contar siempre las mismas historias y hablar siempre de los mismos temas (como yo en este blog, por ejemplo).

Continuará.

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