lunes, 30 de marzo de 2015

Fuego cruzado (y II)

De manera que ¿por qué nos molestamos en discutir sobre política cuando sabemos que nadie va a cambiar de opinión?

La primera respuesta que vamos a ver es el «mercado de las ideas» de John Stuart Mill. Para Mill nuestras creencias son razonables únicamente en la medida en que las evaluamos críticamente. Él pensaba que si nuestras creencias y acciones emergen victoriosas de la evaluación crítica de nuestros oponentes en un debate libre, si sobreviven a la lucha en el «mercado de ideas», entonces, y sólo entonces, tenemos derecho a aceptarlas como justificadas. El razonamiento, expuesto en su inmortal obra Sobre la libertad, bien se merece una cita larga:

El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia. No sólo por la experiencia; es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser interpretada la experiencia. Las opiniones y las costumbres falsas ceden gradualmente ante los hechos y los argumentos; pero para que los hechos y los argumentos produzcan algún efecto sobre los espíritus es necesario que se expongan. Muy pocos hechos son capaces de decirnos su propia historia sin necesitar comentarios que pongan de manifiesto su sentido. Toda la fuerza y valor, pues, del juicio humano dependen de esa única propiedad, según la cual puede pasar del error a la verdad, y sólo podrá tenerse confianza en él cuando tenga constantemente a mano los medios de hacerlo. ¿Por qué se llega a tener verdadera confianza en el juicio de una persona?; porque ha tenido abierto su espíritu a la crítica de sus opiniones y de su conducta; porque su costumbre ha sido oír todo cuanto se haya podido decir contra él, aprovechando todo lo que era justo, y explicándose a sí mismo, y cuando había ocasión a los demás, la falsedad de aquello que era falso; porque se ha percatado de que la única manera que tiene el hombre de acercarse al total conocimiento de un objeto es oyendo lo que pueda ser dicho de él por personas de todas las opiniones, y estudiando todos los modos de que puede ser considerado por los diferentes caracteres de espíritu. Ningún sabio adquirió su sabiduría por otro procedimiento; ni es propio de la naturaleza humana adquirir la sabiduría de otra manera.
Foto de Dennis Jarvis
Con lo que sabemos hoy día acerca de la psicología humana esta parece una respuesta un tanto ingenua. A mi juicio, pocos espectadores (casi diría: ninguno en absoluto) se sienta frente al televisor a ver debates políticos con la intención de formarse un juicio racional acerca del asunto tratado; más bien nos sentamos con la opinión ya formada. Es el hecho que estas polémicas no suelen ser un ejercicio colaborativo en busca de la verdad por lo que no hay en ellas ningún beneficio epistémico, ya que no alumbran nuevo conocimiento. Son discusiones, no deliberaciones.

Los estudios realizados por el psicólogo social especializado en política Philip Tetlock muestran que, en efecto, el mercado de las ideas suele fallar. Efectivamente, en este mercado los consumidores están más interesados en apuntalar sus prejuicios que en llevar a cabo una búsqueda desapasionada de la verdad. A su juicio, estas disputas dialécticas deben observarse desde el mismo punto de vista que las que tienen lugar entre aficionados de equipos deportivos rivales. Por tanto, no se trata de razón y lógica, sino de autoimagen e identidad social:

John Stuart Mill—who coined the marketplace of ideas metaphor—was keenly aware that audiences like listening to speakers who articulate shared views and blast opposing views more compellingly than the audience could for itself. In his chronicle of the decline of public intellectuals, Richard Posner notes that these advocates specialize in providing “solidarity,” not “credence,” goods. The psychological function being served is not the pursuit of truth but rather enhancing the self-images and social identities of co-believers: “We right-minded folks want our side to prevail over those wrong-headed folks.” The psychology is that of the sports arena, not the seminar room.
Así, cuando discutimos de política lo hacemos llevando la camiseta de nuestro equipo ideológico, y es tan probable que un ferviente conservador dé la razón a alguien de izquierdas como que un aficionado del Real Madrid se convierta en seguidor del F. C. Barcelona.

Para entender la última respuesta sobre la que trataremos, la de Alasdair MacIntyre, necesitamos conocer primero algo de Historia (no se preocupen, les prometo que será breve). El siglo V a. C. es considerado el periodo de máximo esplendor de Atenas en lo político, lo económico y lo cultural. En esta época conocida como Ilustración griega el mito y los oráculos pasan a ser insuficientes para responder a las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana, de modo que se empieza a acudir a la argumentación racional. Ya no basta con aceptar lo que viene dado; se discute, se critica y se reflexiona el porqué de las costumbres y de las leyes. Es la época de los sofistas, a quienes Hegel llama «los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura». Los sofistas, tal como explica Victoria Camps:

Aceptan que ni la ética ni la política pueden permitirse juicios que vayan más allá de la doxa, la opinión. Ni la ética ni la política son ciencias –como lo es la matemática o la geometría–, se basan no en verdades sino en opiniones que, como tales, no son demostrables. A lo único que uno puede aspirar es a convencer o persuadir de la utilidad de sustentarlas. Por eso, los sofistas son maestros en retórica, el arte de la persuasión, el que les sirve para conseguir la adhesión a aquellas ideas o leyes que juzgan más convenientes.
Avanzando unos siglos llegamos a la Ilustración francesa de los siglos XVII y XVIII, época en la que de nuevo Europa Occidental vuelve a rebelarse contra las viejas tradiciones y enfatiza la razón y el análisis. En ética y política, obras como el Leviatán de Hobbes, la Ética demostrada según el orden geométrico de Spinoza, así como la razón práctica de Kant, dan forma a un proyecto que aseguraba poder encontrar normas morales objetivas y universales mediante el uso de la razón. Para estos autores es inherente al intelecto humano el saber distinguir entre el bien y el mal, y afirman que podemos razonar en cada momento lo que es bueno y lo que es malo. Sostienen, en definitiva, que hay una justificación racional de la moral.

Para MacIntyre este proyecto ilustrado fracasó. Vivimos (y los estudios en psicología lo apoyan) en una sociedad emotivista en la que «no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas». En dicha sociedad los juicios morales únicamente expresan sensaciones viscerales de aprobación o desaprobación (la teoría yay/boo de la moral). Estas sensaciones internas son las que nos guían cuando tenemos que hacer una elección no guiada por criterios, algo que siempre ocurre en el punto terminal de la justificación moral. Dice el filósofo escocés:

Cada individuo, implícita o explícitamente, tiene que adoptar sus primeros principios sobre la base de una tal elección. El recurso a un principio universal es, a la postre, expresión de las preferencias de una voluntad individual y para esa voluntad sus principios tienen y sólo pueden tener la autoridad que ella misma decide conferirles al adoptarlos.
Pero ese relativismo basado en emociones, asegura este filósofo, es algo que nos causa desasosiego, lo cual es comprensible. Si asumimos que en política lo que está bien es lo que a cada uno le parece que está bien, que lo que es injusto en un país puede ser legítimo en otro, no es difícil vislumbrar los indeseables derroteros por los que nos lleva eso.

Occidente, declara MacIntyre, ha heredado de la Ilustración griega esa tradición en la que mediante el uso de la retórica era totalmente aceptable ser persuadido en lo atinente a argumentos morales. Sin embargo, carecemos de otros aspectos de dicha tradición que son necesarios para formar un todo coherente, como cierta visión de la naturaleza humana y de la naturaleza de la ética (verla como virtud personal y no solo como la capacidad de discernir el bien del mal). En su lugar tenemos la tradición fruto del Siglo de las Luces, según la cual podemos razonar hasta encontrar una verdad moral objetiva. El resultado es la sociedad actual, una sociedad emotivista que enmascara las preferencias personales con discusiones de apariencia racional para ocultar la incomodidad que nos provoca el hecho de que no haya justificaciones últimas a las que recurrir y de que, por eso, cada uno pueda argüir que algo está bien porque a él se lo parece (el clásico «porque sí»). De este modo el debate político es un sainete resultado de mezclar tradiciones incompletas de épocas distintas. El profesor Ian Shapiro resume así la postura de MacIntyre:

We engage in the forms of moral argument because we have inherited a tradition which is basically being dismembered. We've inherited bits and pieces of a tradition in which it was completely accepted that people can be persuaded in moral arguments. But we've also detached those strands of the tradition from the unifying assumptions about human nature that gave them their point, and so we've inherited sort of incoherent pieces of a once coherent world view. And the reason people engage in this argument is it, it's a kind of performative illustration of the dissatisfaction with what the Enlightenment has brought. That as the Enlightenment has played itself out, it's finally produced this emotivist culture which we all act out, we all live in, we all participate in, we all expect it to be the way it is. But the fact that we argue in this way betrays the fact that deep down we're uncomfortable with it, we're uncomfortable with the yay boo theory of morality. We don't like it, we can't live with it. So we go through the forms of rational argument because of that.
En definitiva, a juicio de MacIntyre discutimos sobre política porque, aunque en la práctica sabemos que no es así, queremos creer que somos seres lógicos y racionales en constante búsqueda de una verdad objetiva que deseamos que exista, y que somos capaces de cambiar de opinión cuando se nos hace ver que nuestros argumentos son débiles, nuestro razonamiento incorrecto o las pruebas contradicen nuestras afirmaciones.

El proyecto iniciado en la época de Newton y Descartes prometía llevarnos al conocimiento completo a través del uso de «la razón clara y distinta», término empleado por el célebre francés. Los filósofos de aquel entonces, imbuidos por el espíritu de la época, confiaban en que también la política y la moral podían resolverse de forma científica. Más de tres siglos después queda claro, sin embargo, que no se puede dejar al margen la ideología política cuando se discute sobre política.

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