domingo, 10 de febrero de 2013

Los ladrones van a la oficina

Durante mucho tiempo la máquina expendedora de comida situada en la sala de descanso de mi empresa estuvo estropeada. Una de las baldas se podía abrir haciendo un poco de fuerza sin necesidad de introducir moneda alguna. Como el lector habrá supuesto acertadamente, los robos se producían a mansalva. Las excusas iban desde la dudosa necesidad («tengo hambre pero no tengo dinero suelto») hasta la venganza («la máquina de bebida se ha tragado mi dinero, así que me lo cobro de aquí»), pasando por el consabido «todo el mundo lo hace» (alguien se llegó a justificar diciendo que tenía que pagar el alquiler; sería que su casero le cobraba en chocolatinas). Con el tiempo la cosa se fue de madre y pasamos del robo puntual al saqueo. A menudo ocurría que apenas diez minutos después de haber sido repuestas las existencias ya no quedaba nada en ese anaquel. Hubo quienes acudían con una bolsa y sacaban todos los dulces recién añadidos para guardarlos después en su cajón, adelantándose a cualquier otro que pudiera tener la misma idea.
Foto de mabelzzz

He de decir que el comedor no es el único lugar donde se afanan cosas. La pequeña nevera de la que disponemos ha sido siempre un lugar peligroso para latas de refresco solitarias, las cuales son propensas a desaparecer espontáneamente. Una suerte parecida corren los objetos que pasan la noche desprotegidos encima de la mesa, desde auriculares hasta gafas de sol. Y si tienes chicles o frutos secos, será mejor que no los dejes a la vista.

El lector podría pensar que mi empresa está llena de hijos de puta. Si bien estos no escasean, los pequeños robos no son algo particular de nuestra oficina. Dan Ariely asegura en su último trabajo que:
«nuestros experimentos revelan deshonestidad en la sociedad en general. Muy pocas personas roban en un grado máximo. Sin embargo, muchas personas buenas engañan sólo un poco aquí y allá redondeando al alza las horas facturables, declarando pérdidas superiores en sus reclamaciones al seguro, recomendando tratamientos innecesarios, etcétera.»
Su conclusión es que todos queremos sacar partido a la deshonestidad pero manteniendo nuestra autovaloración como personas decentes. Para ello decimos mentirijillas y cometemos hurtos a pequeña escala, acciones fáciles de justificar antes nosotros mismos y los demás. Quien más quien menos a menudo usamos recursos de la empresa para fines no laborales, como llamadas personales, impresiones diversas, etcétera. Pero no pasa nada por llevarse un par de cuadernos y algunos bolígrafos a casa, eso no nos hace malas personas ¿verdad? Además, ¡todo el mundo lo hace!

En los experimentos realizados por Ariely y sus colaboradores lo que más influyó en el nivel de trampa no fue la profesión o la nacionalidad, sino factores situacionales tales como como la capacidad para racionalizar, los conflictos de interés, el cansancio o el que otros hagan lo mismo:
«ciertas fuerzas —como la cantidad de dinero que estamos en condiciones de ganar y la probabilidad de que nos descubran— influyen en los seres humanos sorprendentemente menos de lo que cabría pensar. Y a la vez otras fuerzas nos influyen más de lo que sería de esperar: recordatorios morales, distancia respecto al dinero, conflictos de interés, agotamiento, falsificaciones, evocaciones de logros inventados, creatividad, testimonios de acciones deshonestas de otros, preocupación por los demás miembros de nuestro equipo, y así sucesivamente.»
La triste lección que se extrae es que la mayoría de nosotros solo somos honestos cuando se dan las circunstancias adecuadas. Como dice Arturo Pérez-Reverte únicamente hay dos tipos de persona: hijos de puta en potencia o en vigencia.

La forma en la que el entorno modula nuestra capacidad de engaño me recordó a cómo lo hace también con la violencia. Philip Zimbardo sostiene que torturas como las que tuvieron lugar en Abu Ghraib no se deben a unas cuantas «manzanas podridas» -tal como aseguraban los altos mandos militares del ejército estadounidense- sino a lo que él llama el efecto Lucifer, el proceso psicológico por el cual una persona normal expuesta a ciertas situaciones es capaz de ser cruel con los demás. En el libro que resume su trabajo afirma:
«la gente ordinaria, e incluso la gente buena, puede ser seducida, atraída y arrastrada a actuar con maldad bajo el influjo de fuerzas situacionales y sistémicas poderosas.»
En el capítulo final de su obra Ariely destaca que «casi todos los participantes en nuestros ensayos eran personas correctas de buenas universidades». Los experimentos en psicología social se llevan a cabo con personas ordinarias, y muestran repetidamente que existe una gran discrepancia entre cómo creemos que nos comportaremos y cómo nos comportamos realmente (ibídem Zimbardo):
«La mayoría de nosotros nos escudamos tras unos prejuicios egocéntricos que generan la ilusión de que somos especiales. Estos escudos nos permiten creer que estamos por encima de la media en cualquier prueba de integridad personal. Nos quedamos mirando las estrellas a través del grueso lente de la invulnerabilidad personal cuando también deberíamos mirar la pendiente resbaladiza que se abre a nuestros pies. Estos prejuicios egocéntricos suelen ser más comunes en sociedades individualistas como las de Occidente.
[...] [E]l conocimiento que tenemos de nosotros mismos se basa únicamente en experiencias limitadas a situaciones familiares donde hay reglas, leyes, políticas y presiones que delimitan nuestra conducta. [...] Pero, ¿qué ocurre cuando nos hallamos en un entorno totalmente nuevo y desconocido donde nuestros viejos hábitos no bastan? [...] Nuestro viejo yo podría no actuar de la manera esperada cuando las reglas básicas cambian.»
De acuerdo con la información publicada por el New York Times cerca de 300 miembros del Partido Popular han sido procesados ​​o acusados ​​en investigaciones de corrupción desde el inicio de la crisis financiera. Que los políticos españoles son unos ladrones preocupados principalmente por cuidar de sí mismos es un sentimiento popular justificado. Es más, creo que la descripción anterior podría aplicarse a casi todo político a lo largo y ancho del globo desde el inicio de la especie. Lo que las investigaciones mencionadas insinúan es que eso no va a cambiar, porque nuestra propensión a aprovecharnos viene incorporada de serie en la especie humana. Exceptuando los grandes robos y estafas, cualquiera de nosotros haría lo mismo en su lugar (lo cual, huelga decir, no es óbice para ser castigado por ello). «La gente», sentenciaba el padre de Frasier en un capítulo de la serie, «nace podrida y cada año va a peor».

Por tanto, no podemos esperar a que arribe al poder una hornada de políticos excepcionalmente honestos para que el sistema funcione. Quienes se dedican a las ciencias sociales reiteran que es más fácil y eficaz cambiar el entorno para proporcionar los incentivos adecuados que confiar en que las personas hagan lo correcto (el libro de Dan Ariely contiene algunas sugerencias). Y si eso no funciona podemos recurrir a aquello otro que proponía Nassim Taleb en su cuenta de Facebook: pensar e implementar mecanismos que nos permitan sacar partido de la deshonestidad.

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