domingo, 24 de febrero de 2013

The Walking Dead

Hay una pregunta, en el ámbito de la filosofía de la mente, que se plantea cómo podemos saber que quienes nos rodean no son zombis, entendiendo por tal una criatura sin mente ni conciencia algo diferente de lo que solemos ver en el cine o la televisión. De acuerdo con Simon Blackburn:
«Los zombis se parecen a cualquiera de nosotros y se comportan igual que cualquiera de nosotros. Su naturaleza física es indistinguible de la nuestra. Si abriéramos el cerebro de un zombi, veríamos que funciona exactamente igual que el de cualquiera de nosotros. Si pinchamos a un zombi, él o ella dirán «au» tal como haría cualquiera de nosotros. Sin embargo, los zombis no tienen conciencia. No hay ningún espíritu dentro de ellos. Como los zombis tienen el mismo aspecto y se comportan igual que cualquiera de nosotros, no hay forma de distinguir quién de nosotros es un zombi y quién es consciente tal como podamos serlo tú o yo. En cualquier caso, tal como pueda serlo yo, pues ahora que he planteado la opción zombi, me doy cuenta de que no puedo estar realmente seguro de lo que seas tú o cualquier otro. Tal vez la conciencia sea un correlato extremadamente inusual del complejo sistema formado por el cerebro y el cuerpo. Tal vez yo sea el único caso: tal vez todos vosotros seáis zombis.»
Dado cómo se comporta «la gente», la hipótesis de que esos individuos puedan ser autómatas sin inteligencia no le sonará rara a más de un lector. Lo que los filósofos se preguntan es cómo podríamos distinguir a una persona con mente consciente de un zombi. Ninguna de las dos interfaces principales disponibles para acceder a la mente de otras personas, actos y palabras, nos serviría. En el caso de los actos porque, como se decía anteriormente, los zombis se comportan exactamente igual que nosotros. En el caso de las palabras porque no podemos aseverar que estas se hallen conectadas a estados mentales, tal como explica Thomas Nagel:
Foto de Grmisiti
«Maybe your relatives, your neighbors, your cat and your dog have no inner experiences whatever. If they don't, there is no way you could ever find it out.
You can't even appeal to the evidence of their behavior, including what they say–because that assumes that in them outer behavior is connected with inner experience as it is in you; and that's just what you don't know.»
Tal vez sí exista una diferencia entre humanos y zombis que nos permitiría distinguir a unos de otros en buena parte de los casos: los zombis al menos tratan de conseguir un cerebro. Bromas aparte, la posibilidad de que quienes nos rodean sean seres ayunos de conciencia encaja bastante bien con el siguiente hecho (lamentablemente) verídico que sucedió hace poco en mi oficina:
Un compañero se acerca a nuestra sala. «Le he dicho al cliente que no puedo hacer lo que pide ahora mismo porque tengo mucho lío», nos explica. Acto seguido vuelve a su zona de trabajo y pregunta a sus vecinos de mesa: «¿quién se viene fuera a tomar un café?». Cuando yo mismo pasé por allí unos minutos después ahí seguía, de cháchara apoyado tranquilamente en la fuente del agua.
Cabría suponer que alguien con conciencia no haría tal cosa. Sin embargo, la hipocresía abunda en nuestro planeta tanto como el oxígeno. Es fácil de detectar en uno mismo a poco que prestemos algo de atención, y es mucho más fácil -y divertido, amén de más saludable para la autoestima- detectarla en los demás. Los ejemplos van desde lo banal (decir que no vas a comer nada porque te duele la garganta para acto seguido zamparte un desayuno pantagruélico) hasta lo más sangrante (indignarte por los políticos corruptos pero robar material de oficina, mentir en tu declaración de impuestos o tratar de estafar al seguro). En el ámbito de las relaciones están quienes dicen que te aprecian pero te tratan con indiferencia, los supuestos amigos que están «deseando» quedar pero nunca llaman, gente que te dice que puedes contarles cualquier cosa y recurrir a ellos en cualquier momento (la promesa del borracho) pero luego nunca están disponibles y, por supuesto, parejas que declaran amor eterno a la cara pero ponen cuernos a la espalda.

Muchas veces incurrimos en estas incongruencias sin darnos cuenta. Huelga decir que hacérselas notar al sujeto no suele servir de nada pues no le hace cambiar; como mucho puede ocurrir que la persona empiece a vomitar pretextos. Este mecanismo generador de coartadas es lo que Michael Gazzaniga (cuyo trabajo ya mencionamos en otra entrada sobre lo que nos mueve) llama «el intérprete»:
Cuando explicamos nuestras acciones, elaboramos un relato a partir de observaciones post hoc sin acceso al procesamiento inconsciente. Y, es más, el hemisferio izquierdo amaña un poco las cosas para que encajen en un relato lógico. Solo cuando los relatos se alejan demasiado de los hechos, el hemisferio derecho pisa el freno. Estas explicaciones se basan en los datos que recibe nuestra conciencia, pero la realidad es que las acciones y los sentimientos suceden antes de que seamos conscientes de ellos y, en su mayoría, son consecuencia de procesos inconscientes, que nunca intervendrán en las explicaciones. A decir verdad, atender a las explicaciones que da la gente acerca de sus acciones resulta interesante (y, en el caso de los políticos, divertido), pero a menudo es una pérdida de tiempo.
Por tanto, de acuerdo con Gazzaniga todos seríamos zombis, ya que ninguno de nosotros tiene -según él- acceso privilegiado a la propia vida mental.

Un refrán español reza: «obras son amores y no buenas razones». Las palabras no cuestan nada mientras que los actos exigen un gasto de energía o tiempo. Según la teoría de señales de la biología evolucionista cuanto mayor sea el coste menos a cuenta sale fingirlos, lo que sería un indicativo de su veracidad. Puede que nos sea imposible acceder a la mente de otras personas (o incluso a la nuestra), pero tal vez no nos haga falta para hacernos una idea de qué son o cómo son las personas. Quizá baste con considerar solamente sus acciones. Los programadores que no saben con qué tipo de dato están trabajando (si es número, texto, etc.) usan un concepto llamado duck typing: si parece un pato, anda como un pato y suena como un pato, entonces es un pato. Practicidad ante todo. De modo que si alguien que se dice tu amigo no busca tu compañía, no busca tu conversación ni responde a tus mensajes, y cada vez que intentas una acercamiento te da largas o busca la salida más próxima, entonces ten por seguro que no es tu amigo.

Como soy bastante tonto me ha llevado treinta años darme cuenta de que no puedes hacer caso a las palabras. Muchas veces me he creído lo que me decían más de lo debido, dando por buenas las justificaciones que me aportaban. Pero ya estoy harto de que me den largas y de oír excusas (como otros muchos, supongo); de ver cómo el mismo gesto es menospreciado cuando viene de mí pero valorado y recompensado cuando viene de otro; de que me ignoren y luego actúen como si no hubiera pasado nada (y al revés, de que parezca haber una buena relación y después en persona es como si fuera invisible). En definitiva, estoy harto de quien se llena la boca de buenas palabras que resultan ser embustes. A menudo ser tratado con hipocresía duele más que ser tratado con sinceridad.

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