The image contract, a ploy used a lot in sport, is really a tax avoidance trick. Image contracts escape taxation through canny use of offshore banking. The culture that permeated cycling considered it a schoolboy error for a high-earning professional athlete to be taxed on their full income. That is what you’re told – by managers, fellow riders, accountants and agents – so it’s hard not to start thinking it’s your right as a pro athlete to be taxed minimally.Llevo algún tiempo pensando en escribir algo sobre impuestos, y qué mejor excusa que los papeles de Panamá para traer el tema a colación. Hoy nos centraremos en los paraísos fiscales, dejando la discusión sobre los impuestos en sí mismos para otro día.
Imagen de thetaxhaven |
¿Qué es un paraíso fiscal? Para empezar se parte de un error de traducción que no es casual, ni irrelevante. Tax Haven significa «refugio fiscal», no paraíso (heaven). Es una diferencia semántica muy importante. No es lo mismo un refugio, consecuencia de un ataque confiscatorio, que un paraíso. Es importante, porque ese error ocurre, no por casualidad tampoco, en los países donde triunfan las políticas más intervencionistas. Un refugio fiscal es nada más que un centro financiero que ofrece condiciones impositivas atractivas.Dado que el adjetivo de «paraíso fiscal» depende del tipo impositivo para las rentas altas y las empresas es posible ver cómo a lo largo de la historia diferentes países han podido ser calificados como tales, incluyendo naciones como Francia o España. Quienes abogan por la competencia fiscal sostienen que la existencia de refugios fiscales no supone una carrera a impuestos cero, pues las grandes economías pueden seguir permitiéndose tipos impositivos altos al seguir atrayendo capital por otras razones. En cualquier caso, de acuerdo con los defensores de la competencia fiscal, si no queremos que el capital acabe en otros países lo mejor es instaurar una fiscalidad lo más baja posible.
[...] Los refugios fiscales, sea nuestro país u otro, cumplen una labor importante, que obviamente no gusta a los gobiernos. Fuerzan la competencia fiscal. A que los Estados no tengan la libertad de subir impuestos eternamente y de manera confiscatoria, porque saben que el capital puede escapar.
Adicionalmente, sostiene este bando que invertir en países con ventajas fiscales es caro y complicado, y que si la gente lo hace es porque cree que el riesgo vale la pena cuando se compara con el riesgo de mantener el dinero en el país de origen. Argumentan además que las sociedades inscritas en paraísos fiscales invierten mayoritariamente sus depósitos en deuda soberana, lo que significa que los Estados en realidad no pierden ese dinero. Finalmente, aducen que el dinero extraterritorial supone una cuantía total muy reducida, que el uso de este tipo de triquiñuelas es excepcional antes que la norma, y que países como Suiza, Islas Caimán o Luxemburgo cumplen otras loables funciones al guardar el dinero de personas que residen en países en guerra o con regímenes totalitarios, así como de empresas expuestas a eventos como el corralito argentino de la década de 2000.
Es posible que quienes reniegan los paraísos fiscales cambiaran de opinión si, como David Millar, ingresaran cientos de miles de euros al año. No creo que ande errado si digo que a prácticamente nadie le gusta pagar impuestos. En la práctica, quien más quien menos regatea al fisco, ya sea pagando facturas en dinero negro sin IVA, desgravándose gastos como autónomo que no tienen nada que ver con la actividad empresarial o a través de una sofisticada ingeniería fiscal.
No he encontrado datos para España, pero en Estados Unidos el IRS audita alrededor del uno por ciento de las declaraciones. Siendo así, lo más racional desde el punto de vista económico sería hacer trampa. Sin embargo, muchos de nosotros pagamos religiosamente, aunque sea a regañadientes. ¿Por qué?
Para James Surowiecki la respuesta tiene algo que ver con la reciprocidad. El pago de impuestos es un problema de cooperación en el que muchos participan mientras crean que los demás también lo hacen y que quienes no colaboran serán castigados:
Tratándose de impuestos, los contribuyentes son lo que la historiadora Margaret Levi ha llamado «consentidores contingentes». Están dispuestos a pagar la parte que les toca en justicia, pero sólo si los demás hacen lo mismo, y sólo mientras crean que quienes no lo hacen tienen buenas probabilidades de ser atrapados y castigados. «La gente empieza a pensar que la policía se ha dormido, y que otros están delinquiendo y no les pasa nada, y es entonces cuando aflora la sensación de tomadura de pelo», escribe Michael Graetz, profesor de Derecho en Yale. Muchos desean cumplir con sus obligaciones pero nadie desea pasar por tonto.Recordemos, no obstante, que hacer pagos en conceptos de propiedad intelectual a una empresa nuestra con sede en Suiza para pagar menos impuestos no es ilegal. Si pensamos que este tipo de maniobras son moralmente reprobables es porque dichos comportamientos violan la intención con la que se diseñaron las leyes («the spirit of the law») aprovechándose de la manera en que fueron finalmente redactadas («the letter of the law»). A esto se puede responder que no es obligación de las empresas hacer elucubraciones acerca de las leyes, que diferentes interpretaciones son posibles, y que si el resultado final que se quiere obtener es diferente del actual entonces lo que tienen que hacer los gobiernos es cambiar la redacción de las normas.
A mi juicio, parte de la indignación que provoca en la población el asunto de los paraísos fiscales tiene que ver con que da la impresión de que, una vez más, los ricos se libran de un castigo por ser ricos. Imaginemos un país remoto, la Isla de La Jilla, situado en mitad de un amplio océano, alejado decenas de miles de kilómetros de cualquier otro país. En la Isla de La Jilla se obliga a cada ciudadano a trabajar por el bien común cavando, picando piedra o levantando muros cierto número de días al año. Quienes han trabajado para gobiernos de otro país pueden convalidar esos días.
Como la Isla de La Jilla está en medio de la nada los billetes de avión para salir de ella son carísimos, y solo un pequeño porcentaje de la población puede permitírselos. En el país vecino más cercano las tareas que impone el gobierno a sus ciudadanos son menos penosas, llevándose a cabo sentados en una mesa con ordenador dentro de una oficina climatizada. No es de extrañar, por tanto, que ese pequeño sector de la ciudadanía que puede costearse los viajes tienda a trabajar más para el país vecino. Quienes no tienen dinero para escapar del trabajo forzoso impuesto por el Estado de la Isla de la Jilla exigen cambiar la ley para que se limite el número de días que un habitante de este país puede trabajar en el extranjero, de tal forma que cada ciudadano con nacionalidad ¿jillana? aporte en la proporción que se espera.
La mayor parte de la población de cualquier país no ingresa lo suficiente como para plantearse mover su dinero a paraísos fiscales. Para ellos es imposible eludir a Hacienda salvo por esas pequeñas trampas que ya hemos mencionado (las cuales, dicho sea de paso, también están al alcance de los más adinerados). Mientras tanto, los ricos pueden utilizar su dinero para pagar menos impuestos y hacerse aún más ricos. Comprendo que esto sea enervante para quienes les sobra mes al final de la nómina. Es el problema de las sociedades de mercado. Como dice el filósofo comunitarista Michael Sandel:
En una sociedad en la que todo está en venta, la vida resulta difícil para las personas con recursos modestos. Cuantas más cosas puede comprar el dinero, más importancia adquiere la abundancia (o su ausencia).Entiendo que la gente adinerada quiera proteger los ingresos que creen merecer. Pero también entiendo la ira de quienes viven con lo justo y necesitan los servicios proporcionados por la red social del estado de bienestar, aquellos que ven cómo los ricos, en virtud de su propia riqueza, eligen no cooperar y prefieren pagar servicios públicos que no van a disfrutar en países extranjeros. Pocas cosas nos hacen clamar justicia tan fuerte como el hecho de soportar una pesada carga y ver cómo el de al lado se aprovecha de nuestro esfuerzo sin haber hecho su parte.
Si la única ventaja de la abundancia fuese la posibilidad de comprar yates y coches deportivos o de disfrutar de vacaciones de lujo, las desigualdades en ingresos y en riqueza no importarían mucho. Pero cuando el dinero sirve para comprar más y más cosas —influencia política, cuidados médicos, una casa en una urbanización segura y no en un barrio donde la delincuencia campa a sus anchas, el acceso a colegios de élite y no a los que cargan con el fracaso escolar—, la distribución de ingresos y de riqueza cuenta cada vez más. Donde todas las cosas buenas se compran y se venden, tener dinero supone la mayor de las diferencias.
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